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– ¿Te gustan las uñas largas, y pintadas de rojo?

Todavía con mis dedos entre los suyos, me dirigió una sonrisa irónica.

– ¿Importa mucho eso?

No podía contestarle que sí, que sí importaba, mucho, así que hice un vago gesto de indiferencia con los hombros.

– No, no me gustan -admitió al final; menos mal, pensé.

Terminó de desnudarme, despacio. Me descalzó, me quitó las medias, y volvió a ponerme los zapatos. Me miró un momento, sin hacer nada. Luego alargó una mano abierta y la deslizó suavemente sobre mí, desde el empeine de los pies hasta el cuello, varias veces. Parecía tan tranquilo, sus gestos eran tan sosegados,- tan ligeros, que por un momento pensé que no me deseaba en realidad, que sus acciones eran solamente el reflejo de un deseo antiguo, irrecuperable ya. Tal vez había crecido demasiado, después de todo.

Me pasó un brazo por debajo de la axila y me incorporó. Me quedé sentada encima de sus rodillas. Me rodeó con sus brazos y me besó. El solo contacto de su lengua repercutió en todo mi cuerpo. Mi espalda se estremeció. El es la razón de mi vida, pensé. Era un pensamiento viejo ya, trillado, formulado cientos de veces en su ausencia, rechazado violentamente en los últimos tiempos, por pobre, por mezquino y por patético, existían tantas grandes causas en el mundo, todavía, pero entonces, mientras me besaba y me mecía en sus brazos, era solamente la verdad, la verdad pura y simple, él era la única razón de mi vida.

Atrapé su mano y me la llevé a la cara, cubrí mi rostro con ella, la mantuve quieta un momento, notaba la presión de sus yemas, deposité un beso largo y húmedo encima de la palma, luego doblé los dedos, uno por uno, escondí el pulgar bajo los otros cuatro, rodeé su puño con mi mano y apreté mis mejillas y mis labios contra los nudillos. Trataba de explicarle que le quería.

– Tengo una cosa para ti…

Me apartó con mucho cuidado, se levantó y cruzó la habitación. Sacó una caja larga y estrecha de uno de los cajones del escritorio.

– Te lo compré hace tres años, más o menos, en un momento de debilidad… -me sonrió-. No se lo cuentes a nadie, creo que ahora hasta me da vergüenza, pero entonces me daba la ventolera de vez en cuando, sobre todo cuando estaba solo, cogía el coche y me largaba a Nueva York, a la calle 14 con la octava avenida, un sitio muy divertido, ¿cómo te lo podría explicar para que lo entendieras…? -se quedó callado, pensando, un momento; luego su cara se iluminó – sí, verás, la calle 14 es como una especie de Bravo Murillo a lo bestia, lleno de gente, de bares y de tiendas, y yo me metía dos horas y pico de ida y otro tanto de vuelta para comer empanada de bonito y cantar "Asturias, patria querida" en un bar de un tío de langreo, bebía hasta caerme y luego me sentía mejor. En uno de esos estúpidos arrebatos nostálgicos, te compré esto -se sentó a mi lado y me alargó la caja. Aunque resulte una grosería decirlo, me costó mucho dinero, y no lo tenía, entonces, pero te lo compré de todos modos, porque te lo debía. Me he sentido extrañamente responsable de ti todos estos años. Nunca me atreví a mandártelo, sin embargo. La verdad es que me esperaba encontrarte hecha una mujer, y las mujeres no siempre saben apreciar los juguetes…

La caja, cuidadosamente envuelta en celofán transparente, contenía una docena de objetos de plástico de color blanco, beige y rojo; un vibrador eléctrico con la superficie estriada, rodeado por una serie de fundas y accesorios acoplables. Había también dos pilas pequeñas, metidas en una bolsa.

No me costó ningún trabajo mostrarme satisfecha. Estaba muy contenta, y no solamente porque él se hubiera acordado de mí.

– Muchas gracias, me gusta mucho -le sonreí abiertamente-. Pero deberías habérmelo mandado, me hubiera venido muy bien. Supongo que será de mi talla… -me miraba y se reía-. Si te apetece Puedo probármelo…, ahora.

Rasgué el celofán y examiné cuidadosamente el contenido. Encontré sin demasiada dificultad el depósito para las pilas y cargué el vibrador. Giré una ruedecita que tenía en la tapa de abajo y comenzó a temblar. Incrementé la potencia hasta hacerlo bailar en la palma de mi mano. Era divertido, igual que en la mañana de Reyes, de pequeña, cuando después de encajar dos pilas en su espalda, una muñeca normal y corriente, inerte, comenzaba a hablar o a mover la cabeza. Me di cuenta de que estaba sonriendo.

Miré a Pablo, él sonreía también.

– ¿Cuál crees que será el mejor de todos? -no me contestó, simplemente se levantó y fue a sentar se en un sillón adosado a la pared opuesta, unos tres metros y medio más allá, exactamente enfrente de mí.

Ahora verás, pensaba yo, ahora verás si he crecido o no he crecido, me sentía bien, muy segura, presentía que aquélla era mi única baza, había pensado a menudo en ello los últimos días y no había sido capaz de elaborar un plan definido, una táctica con creta, pero él me lo había puesto todo muy fácil, le gustaba yo, todavía me acordaba, y le gustaban las niñas sucias, pues bien, yo le demostraría que podía ser sucia, muy sucia, recordé las palabras de la directora del internado y me di ánimos a mí misma, lo único que me preocupaba era que mi actuación resultara excesivamente teatral, incluso levemente histérica, poco convincente, lo demás me daría igual, soy una criatura de extraños pudores, una señora que exclama ¡qué hermoso está ya! ante la sillita de un niño deficiente, un nuevo rico que le monta un escándalo al camarero de quince años de un chiringuito playero porque no tienen pan integral, una pareja de gordos bien vestidos que dan limosnas de duro, ésas son las cosas que me producen pudor, el otro pudor, el pudor convencional, no lo he tenido nunca.

Abrí las piernas lentamente y deslicé uno de mis dedos a lo largo de mi sexo, sólo una vez, antes de empezar a parlotear.

– Creo que voy a empezar con éste -extraje de la caja una especie de funda de plástico color carne que constituía una representación bastante fidedigna del original, con nervios y todo-. ¿Sabes una cosa? Ya no me gusta ser tan alta, antes estaba muy orgullosa pero ahora me encantaría medir unos veinte centímetros menos, como Susana, ¿te acuerdas de

Susana…?

– ¿La de la flauta? -su expresión, sabia y risueña a la vez, era la misma que yo me había esforzado por retener durante todos aquellos años.

– Justo, la de la flauta, tienes buena memoria…

– le miraba a los ojos todo el rato, trataba de aparentar el aire de frío cálculo que distingue a las mujeres lascivas y expertas, pero mi sexo, vacío aún, crecía y se esponjaba sin parar, y esa sensación nunca ha sido demasiado compatible en mí con la impasibilidad-.

Ya está, pero ¡ahora es enorme!… Supongo que no te dará vergüenza que me lo meta aquí mismo, ¿verdad? -negó con la cabeza. Yo me froté un par de veces con el nuevo juguete antes de enterrarlo parsimoniosamente dentro de mí. A pesar de que se trataba del objetivo principal de todo aquello, me despisté y no pude observar su reacción. Era la primera vez que usaba un utensilio semejante y las mías, mis propias reacciones, me absorbieron por completo.

– ¿Te gusta? -su pregunta deshizo mi concentración.

– Sí, me gusta… -Callé un momento y le miré, antes de seguir hablando-. Pero no es tan parecido a la polla de un tío como yo pensaba, porque no está caliente, en primer lugar, y además, como tengo que moverlo yo misma, no existe el factor sorpresa ¿comprendes?, no hay cambios de ritmo, ni paradas, ni acelerones bruscos, eso es lo que más me gusta, los acelerones…

– Has follado mucho en estos años, ¿no?

– Bueno, me he defendido… -ahora agitaba la mano más deprisa, bombeaba con fuerza aquel simulacro de hombre contra mis paredes y me gustaba más, cada vez más, me estaba empezando a gustar demasiado, por eso me detuve bruscamente y decidí cambiar de funda, no quería precipitar las cosas-. ¿Esta que tiene púas es para hacer daño?

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