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– No lo sé, no creo.

– Bueno, veremos…, pero yo te estaba contando algo, ¡ah, sí! lo de Susana, que como mide solamente metro y medio, todos los tíos le parecen enormes, es genial, siempre que le pregunto me contesta lo mismo, la tenía así -separé exageradamente las palmas de mis manos-, gordísima, pero quejándose, no lo entiendo, siempre se está quejando, a mí me en cantaría, pero como soy tan grande, pues nunca me llenan del todo, por eso creo que es una desventaja, ser tan alta, lo tienes todo demasiado largo…

– Ya… -se reía a carcajadas, y me miraba, le gustaba todo aquello, estaba segura de que le gustaba, y entonces decidí empalmar aquella historia con otra de procedencia bien distinta, nunca me habría creído capaz de contárselo, pero entonces no me pareció importante.

– Oye, ¿sabes que las púas no hacen daño? Ahora voy a ponerle esto encima, a ver qué pasa -tomé una especie de capuchón corto, de color rojo,- recubierto de pequeños bultitos, y lo encajé en la punta-. Por cierto, que tiene gracia, hablando de Susana, hace un par de meses soñé contigo una noche, y los con soladores tenían mucho que ver con el sueño -me detuve un momento, quería estudiar su rostro, pero no fui capaz de leer nada especial-. El caso es que Susana se ha vuelto muy formalita de un tiempo a esta parte, era la más guarda del curso, de pequeña, pero hace un par de años se echó un novio formal muy formal, un tío supertarra, de veintinueve tacos…

– Yo tengo treinta y dos… -al principio me miró con la misma sonrisa que solía dedicarme mi madre cuando me pillaba hurgando en la despensa, luego la reemplazó con carcajadas francas y sonoras.

– Ya, pero tú no eres tarra.

– ¿ Por qué?

– Porque no, igual que Marcelo, él tampoco es tarra, aunque ya tenga un hijo y todo, bueno, da igual, el caso es que el novio de Susana tiene mucho dinero, una agencia de servicios editoriales y ni una pizca de sentido del humor, y la otra noche fuimos a cenar, ellos dos, Chelo, que llevó un tío bastante gracioso, y yo, que no tenía nadie con quien ir, en serio, mira, si lo hubiera tenido, a lo mejor me habría llevado esto puesto -extraje el consolador de mi interior y comencé a despojarle de sus vestidos. Quería probarlo sin nada, seguramente resultaría menos efectivo así, las púas estaban empezando a alterarme demasiado-. El caso es que nos emborrachamos, Susana también, y le contamos la historia de la flauta el amigo de Chelo se rió mucho, le encantó aquello, pero él se cabreó, dijo que no tenía ninguna gracia y que, desde luego, no le excitaban ese tipo de tonterías, yo comenté que me parecía muy extraño que tú, cuando te enteraste, te habías puesto muy cachondo, ¿verdad? -me dio la razón con la cabeza-. ¿Me has traído también una flauta de Nueva York?

– No.

– ¡Qué pena! -en ese punto no pude evitar la risa, pero a los pocos segundos conseguí rehacerme y seguí-. Bueno, el caso es que aquella noche soñé que íbamos los dos en un coche muy grande y muy caro, conducido por un chófer negro muy guapo, que te llamaba señor y la tenía muy gorda, no sé por qué pero yo sabía que la tenía muy gorda -la expresión de su sonrisa, distinta ahora, me hizo temer que sospechaba a qué categoría pertenecía realmente mi sueño, así que empecé a disparatar, intentando dar a todo aquello un barniz de verosimilitud-. Yo llevaba un vestido largo, gris perla, a la moda del siglo xv? un escote enorme, gola blanca y falda armada con alambres, con un polisón de tul encima del culo y un montón de joyas por todas partes, pero tú ibas vestido con unos pantalones y un jersey grueso, rojo, normal y corriente, y parábamos en la calle Fuencarral, que era Berlín, aunque todos los carteles estaban en castellano, igual que ahora, todo era igual en realidad, y entrábamos en una zapatería, con los escaparates llenos de zapatos, claro… Oye, ¿no te ofenderás si sigo con el dedo, un ratito nada más? Necesito descansar.

– Tú misma…

– Gracias, muy amable, en fin ¿por dónde iba? ¡ah, sí!, dentro de la zapatería había un dependiente vestido de paje, de paje antiguo, pero sus ropas no se parecían demasiado a las mías, llevaba un traje de aspecto francés, como Luis XIV mucho encaje y peluca empolvada, ya sabes, y entonces yo me senté muy modosita en un banco tú te quedaste de pie a mi lado y el dependiente se acercó y te dijo, usted dirá, porque lo más divertido de todo es que no te puedes imaginar qué relación teníamos tú y yo, esa no te lo imaginas…

– ¿Padre e hija?

– Sí… balbucí. ¿Cómo lo has adivinado?

– Bah, he dicho lo primero que se me ha pasado por la cabeza.

– ¿Y no te parece increíble? -el estupor, un estupor con el que se mezclaban algunas notas de vergüenza, vergüenza auténtica, pese a mi proverbial falta de pudor, amenazaba con paralizarme de un momento a otro.

– No. Es encantador -sus palabras disiparon mis dudas-. Y ¿qué pasaba? Supongo que no fui a equiparte para el curso escolar.

– No, qué va -reí, aquella desagradable sensación se había disuelto por completo, y yo me sentía cada vez mejor, más convincente, volví a acariciarme para que él me viera, moviéndome lentamente sobre la moqueta, calentándole a distancia, eso me excitaba mucho, pero sentía unas terribles ganas de ir hacia él, de tocarle-. Tú le dijiste al dependiente que te ibas a Filadelfia un par de semanas, para dar un cursillo sobre san Juan de la Cruz a aquellos pobres salvajes, los indios, quiero decir, y que te daba miedo dejarme sola así, sin más, porque estaba muy salida y era capaz de cualquier cosa, y que por eso habías pensado en insertarme una prótesis que me consolara y me hiciera compañía durante tu ausencia, el dependiente te dio la razón, estas niñas de hoy día, ya se sabe, dijo, su actitud me parece muy prudente. Entonces aquel individuo se marchó a la trastienda y volvió con dos percheros, bueno, no eran eso exactamente, pero no sé cómo definirlos, un par de palos de metal que terminaban en un redondel, y los puso delante de mí, uno a cada lado, entonces yo, que sabía lo que tenía que hacer, me levanté las faldas, abrí las piernas y metí cada uno de mis tacones en los agujeros de la parte superior de los percheros, y me quedé en una postura parecida a esa que está generalmente reservada a los ojos de los ginecólogos, llevaba unos pololos blancos, largos hasta la rodilla, pero abiertos por debajo, con un ojal bordado con florecitas, y el dependiente me metió un dedo, te miró y dijo, así no puedo probarle nada, está completamente seca, si a usted le parece bien, puedo intentar arreglarlo, y tú asentiste, entonces él se arrodilló delante de mi y empezó a comerme el coño, y lo hacía muy bien, y me daba mucho gusto, pero cuando estaba empezando a correrme le dijiste que ya estaba bien, y él paró…

– ¡Qué actitud tan desagradable, la mía! -sonreía, tamborileando con los dedos encima de su bragueta.

– Desde luego -le contesté-, estuviste muy grosero. Bueno, entonces el tío aquél empezó a calzarme consoladores dorados, grandes, cada vez más gordos, y como yo estaba muy puesta ya, pues me corrí en medio de la prueba, a ti te gustó, sin embargo al dependiente no le pareció muy bien aquello, pero no dijo nada, al final me metió uno horrible, me hacía mucho daño, pero a ti te encantó y dijiste, ése, ése, entonces él empujó un poco más y se me quedó dentro, todo, y no podía sacármelo, lloré y protesté, no quiero éste, te lo dije bien claro, pero tú te fuiste a la caja, pagaste, me ayudaste a levantarme y me sacaste fuera, diciendo que ibas a perder el avión, porque te ibas a Filadelfia en avión, desde París, ¡uy!, quiero decir Berlín, y yo no podía andar, no podía, tenía que mantener las piernas abiertas, y la notaba dentro, aquella mole, cuando entramos en el coche el chófer se interesó por mí y tú me levantaste la falda para que lo viera, él me metió la punta de un dedo y exclamó, la talla 56, magnífico, ésa es la mejor, y yo te dije, lloriqueando, pero cómo vamos a despedirnos si llevo esto dentro, y tú me dijiste, no te preocupes, existen otras vías, y me obligaste a arrodillarme encima del asiento trasero, me levantaste la falda, me metiste un dedo en el culo…, y entonces me desperté, estaba chorreando y me acordé de ti

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