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Entonces vi su nombre, letras pequeñitas, en medio de muchos otros nombres.

Miedo, pánico a la realidad, a una decepción definitiva, porque luego ya no podría recuperarle, no podría devolverle a la casa grande y vacía donde nos amábamos, miedo a perderle para siempre.

Había pasado mucho tiempo.

Para mí había sido muy fácil retenerle, porque yo vivía una vida trabajosa y monótona, estaba sola, sobre todo después de que Marcelo se marchara de casa, mis días eran todos iguales, grises, la eterna lucha por conquistar un espacio para vivir en una casa abarrotada, la eterna soledad en medio de tanta gente, la eterna discusión -no pienso hacer derecho, papá, te pongas como te pongas-, el eterno interrogatorio sobre la fortaleza de mi fe religiosa, sobre la naturaleza de mis ideas políticas -me había afiliado al Partido, por razones más sentimentales que de otra índole, aunque ellos, los dos, se habían marchado ya, Marcelo me sonrió de una extraña manera cuando se lo conté-, la eterna invitación a llevar a mis sucesivos novios a cenar una noche -mi madre se empeñaba en creer que eran mis novios todos los tíos con los que me acosté durante aquellos años-, el eterno ejercicio solitario de un amor triste y estéril, todos los días lo mismo.

Quizás hubiera podido ser feliz si él no hubiera intervenido en mi vida, pero lo había hecho, me había marcado veintitrés días antes de marcharse a Filadelfia, y todo el tiempo transcurrido desde entonces no contaba para mí, no era más que un intermedio, un azar insignificante, un sucedáneo del tiempo verdadero, de la vida que comenzaría cuando él volviera. Y había vuelto.

Vi su nombre en el corcho, en letras pequeñitas, y desde entonces mi cuerpo era un puro hueco. Me retorcía de deseo por dentro.

La ambición de mis objetivos había ido disminuyendo alarmantemente, un día tras otro, mientras preparaba la puesta en escena. Fui a ver a Chelo para pedirle la bolsa de plástico que me había guardado en su armario durante los tres últimos años, desde aquella tarde en que mi madre me comentó que el vestido amarillo que llevaba Patricia era aquel que estrenó Amelia, el que me había regalado la abuela, cómo ha crecido esta niña, está casi tan alta como tú.

No esperé a que me lo reclamara, lo quité de en medio un par de meses antes, y después anduve todo el verano con cara de alucinada, repitiendo que parecía cosa de brujas, el misterio del uniforme desaparecido.

Cometí el error de preguntarle a Chelo si estaría dispuesta a hacerme un favor muy gordo, claro que sí, ya lo sabes, aféitame el coño, ¿qué?, es que me da un poco de miedo hacérmelo yo sola, ¿qué?, que me afeites, entre las dos sería más fácil, se negó, por supuesto que se negó, ya me lo esperaba, porque le había contado lo de Pablo, sabía que era para él, y le ofendió mucho mi proposición, jamás, jamás le perdonaría su negligencia contraceptiva, que ella siempre había creído doble, en aquella época Chelo no había descubierto todavía las delicias de la carne macerada, y sólo le gustaban los chicos muy, muy progres, valoraba el coitus interruptus como una mezcla de gesto cortés y declaración de principios en la igualdad de oportunidades, y al final me lo tuve que hacer yo sola, furtivamente, en el cuarto de baño, descolgué el espejo sin hacer ruido, a las tres de la mañana, para que nadie aporreara la puerta, tardé casi dos horas porque iba muy despacio, como soy tan torpe, pero al final conseguí un resultado bastante aceptable, sentía mi piel desnuda y lisa otra vez, mientras permanecía allí, sentada en el centro de la primera fila, rogando a todos mis adorados dioses muertos que intercedieran ante él para que me aceptara, para que no me rechazara, ya solamente me atrevía a pedir eso, que no me rechazara, que me tomara por lo menos una vez, antes de volver a marcharse.

Poco a poco, la sala se fue llenando de gente.

Un señor bajito, calvo y con patillas fue el primero en sentarse sobre el estrado. Pablo, que llegó hablando con un barbudo de aspecto histórico que le abrazó efusivamente al pie de la escalerilla, ocupó uno de los extremos, en último lugar.

Habían pasado cinco años, dos meses y once días desde la última vez que le vi. Su rostro, la nariz demasiado grande, la mandíbula demasiado cuadrada, apenas había cambiado. Las canas tampoco habían prosperado mucho, su pelo seguía siendo mayoritariamente negro. Estaba bastante más delgado, en cambio, eso me extrañó, Marcelo comentaba siempre que en Filadelfia se comía bastante bien, pero él había adelgazado y eso le hacía todavía más alto y más desgarbado, ésa era una de las cosas que más me habían gustado siempre de él, parecía eternamente a punto de descoyuntarse, demasiados huesos para tan poca carne.

Le sentaban bien los años.

Mientras el tipo de las patillas presentaba a los asistentes con una lentitud exasperante, él encendió un cigarro y echó una ojeada a la sala. Miraba en todas las direcciones con excepción de la mía.

El hueco me devoraba.

Tenía mucho calor. Y mucho miedo.

No me atrevía a mirarle de frente, pero detecté que se había quedado quieto. Me miraba fijamente, con los ojos semientornados, una expresión extraña. Luego me sonrió y sola mente después movió los labios en silencio, dos sílabas, como si pronunciara mi nombre.

Me reconocía.

Actué según el plan previsto, me desabroché el abrigo lentamente, dejando al descubierto mi horroroso uniforme marrón del colegio. Trataba de parecer segura, pero por dentro me sentía como un malabarista viejo y malo, que mantiene a duras penas las apariencias mientras espera a que las ocho botellas de madera que mantiene bailando en el aire se le desplomen, todas a la vez, encima de la cabeza.

Pablo se tapó la cara con una mano, permaneció así durante unos segundos, y luego volvió a mirar me. Seguía sonriendo.

Habló muy poco, aquella tarde, y habló muy mal, se quedó en blanco un par de veces, balbuceaba, daba la sensación de que tenía que esforzarse para construir frases de más de tres palabras, no me quitaba los ojos de encima, mis vecinos me miraban con curiosidad.

Cuando el viejo de las patillas inauguró la ronda de ruegos y preguntas, me levanté de mi asiento. Las piernas aún me sostenían, sorprendente mente.

Recorrí muy despacio, sin ningún tropiezo, el pasillo y abandoné la sala. Crucé el vestíbulo sin mirar para atrás, atravesé las cristaleras de la entrada y sólo tuve tiempo de dar ocho o nueve pasos antes de que él me detuviera. Su brazo se posó sobre el mío, me cogió por un codo, me obligó a darme la vuelta y, tras estudiarme durante unos segundos, me tocó con la varita mágica.

– ¡Qué bien, Lulú! No has crecido nada…

Aceptó todos mis dones con una elegancia exquisita. Interpretó todos los signos sin hacer ningún comentario. Habló poco, lo justo. Cayó voluntariamente en mis trampas. Me dejó enterarme de todo lo que quería saber.

Me llevó a su casa, un ático muy grande pero atestado de cosas, en el centro.

– ¿Qué ha pasado con Moreto?

– Mi madre lo vendió hace un par de años -parecía lamentarlo-. Se ha comprado un chalet absolutamente hortera, en Majadahonda.

Después, sus ojos me recorrieron en silencio, lentamente, de punta a punta. Sostuvo mis brazos con sus manos por encima de mi cabeza. Los mantuvo en esa posición mientras tiraba de mi jersey hacia arriba, hasta despojarme de él. Me desabrochó la blusa, me la quitó y me miró a la cara, sonriendo. No llevaba sujetador y él se acordaba de todo, todavía. Se inclinó hacia adelante, me asió por los tobillos, y los levantó bruscamente, haciéndome perder el equilibrio. Tiró de mis piernas hacia sí, hasta colocarlas encima de las suyas. Me quedé tumbada, atravesada encima del sofá. Me desabrochó los cierres de la falda. Antes de quitármela, me cogió una mano, la acercó a su cara y la miró con atención, deteniéndose en las puntas de mis dedos, redondas y romas. Se me había pasado por alto ese detalle. Aun a sabiendas de que no debería hacerlo, rompí el silencio.

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