Era evidente que el jurado estaba impresionado, como mostraban las expresiones de sus miembros.
– No tenía idea de que él pudiera llegar a este extremo -protestó-. Pero bueno, usted afirma que permití de forma deliberada que ocurriera… ¡Qué monstruosidad! -miró a O'Hare en demanda de ayuda.
– No, señora Sandeman -la corrigió Rathbone-. Lo que a mí me sorprende es que una mujer de la experiencia de usted, dotada de unas condiciones de observación tan agudas y de una percepción del carácter de las personas tan desarrollada, viera que en la casa había un lacayo que se sentía atraído hacia su sobrina, la cual tenía la imprudencia de no demostrarle que le desagradaba su actitud sin que usted tomase cartas en el asunto o al menos hablara de él con otro miembro de la familia.
Ella lo miró con horror.
– Con su madre, por ejemplo -prosiguió Rathbone-, o con su hermana. ¿Por qué no se encargó usted misma de advertir a Pércival de que estaba al tanto de su actitud? Puede afirmarse casi con seguridad que esta actitud habría evitado la tragedia. También habría podido hablar discretamente con la señora Haslett y aconsejarla, como mujer de más edad, más experimentada, como mujer que ha tenido que frenar también muchas iniciativas inoportunas. Así sí que habría podido ayudarla.
Fenella ahora se quedó aturdida.
– Por supuesto que… si hubiera sabido -tartamudeó-, pero no lo hice. No tenía ni la más mínima idea de que… habría…
– ¿No la tenía? -la provocó Rathbone.
– No -su voz ahora sonó chillona-. ¡No tenía ni la más remota idea!
Beatrice, asqueada, soltó un gemido.
– ¿Cómo es posible, señora Sandeman? -prosiguió Rathbone, dando media vuelta para volver a su sitio-. Si Percival ya le había hecho a usted proposiciones amorosas, si había comprobado que tenía un comportamiento ofensivo en relación con la señora Haslett, ya podía imaginarse cómo terminaría. Usted es una mujer de mundo.
– No, no lo imaginaba, señor Rathbone -protestó Fenella-. Lo que usted dice es que yo permití de forma deliberada que violaran y asesinaran a Octavia, lo que me parece escandaloso y absolutamente falso.
– Tiene usted razón, señora Sandeman -dijo Rathbone sonriendo de pronto pero sin rastro de humor en su sonrisa.
– ¡Pues no faltaría más! -Su voz tembló ligeramente-. ¡Me debe usted una disculpa!
– Cuadra perfectamente que usted no tuviera ni la más remota idea -continuó Rathbone-, siempre que esta observación suya se extienda a todo lo que nos ha explicado. Percival era extremadamente ambicioso y un hombre de naturaleza arrogante, pero él no le hizo a usted ninguna insinuación, señora Sandeman. Ya me perdonará, pero usted, por la edad, podría ser su madre.
Fenella se quedó pálida de ira y de la multitud se levantó un suspiro. Hubo quien soltó una risita ahogada. Uno de los miembros del jurado se cubrió la cara con el pañuelo e hizo como si se sonara.
Rathbone mostraba un rostro casi inexpresivo.
– Y usted no presenció tampoco ninguna de estas escenas de mal gusto ni de proceder impertinente con la señora Haslett, ya que de lo contrario habría informado de ellas a sir Basil para que protegiera a su hija, como habría hecho cualquier mujer decente.
– Bien… yo… yo… -Vaciló antes de sumirse en silencio, palidísima y contrariada, mientras Rathbone volvía a su asiento. No había necesidad de continuar humillándola ni de poner todavía más de manifiesto su vanidad o su insensatez o la exposición innecesariamente malévola de los pequeños secretos que afectaban a los criados. La escena había sido sumamente embarazosa, pero constituía la primera duda que se proyectaba sobre las pruebas esgrimidas contra Percival. Al día siguiente la sala todavía estaba más concurrida y Araminta ocupó el estrado de los testigos. Esta vez la testigo no era una mujer casquivana y con ganas de exhibirse, como en el caso de Fenella. Iba sobriamente vestida y su compostura fue intachable. Manifestó que a ella no le había gustado nunca Percival pero que, como la casa donde vivía era de su padre, no le correspondía a ella elegir a los criados. Consideraba, pues, que los juicios que podía emitir sobre Percival estarían indefectiblemente influidos por sus gustos personales. Ahora, sin embargo, las cosas habían cambiado y lamentaba haber guardado silencio.
Acuciada a preguntas por O'Hare reveló, aparentemente con gran esfuerzo, que su hermana no compartía sus antipatías por el lacayo y que se había mostrado imprudente en su actitud con los criados en general. Aunque le resultaba penoso reconocerlo, era una actitud que obedecía a que, tras la muerte de su marido, el capitán Haslett, en el reciente conflicto de Crimea, muchas veces su hermana bebía más de la cuenta. Así, criterio y proceder se habían relajado más de lo conveniente o, según ahora se había podido comprobar, más de lo aconsejable.
Rathbone le preguntó si su hermana le había dicho alguna vez que tuviera miedo de Percival o de alguna otra persona en concreto. Araminta lo negó, añadiendo que de ser así habría tomado las medidas oportunas para protegerla.
Rathbone le preguntó si ellas dos, como hermanas, se llevaban bien. Araminta lamentaba profundamente que, desde la muerte del capitán Haslett, Octavia hubiera cambiado y no existiera entre las dos un vínculo afectivo tan estrecho como en otros tiempos. Rathbone no vio fisura alguna en su declaración, como tampoco palabra o actitud dignas de ataque. Así pues, adoptó una actitud prudente y abandonó el interrogatorio. Myles añadió muy poco a lo que ya se sabía. Comprobó que, en efecto, Octavia había cambiado desde que se había quedado viuda. Su comportamiento era deplorable y lamentaba tener que admitir que cedía fácilmente a las emociones y carecía a menudo de criterio debido al consumo excesivo de vino. Sin duda debió de ser en alguna de aquellas ocasiones cuando no supo poner coto como correspondía a la conducta osada de Percival. Más tarde, en momentos de mayor sobriedad, al darse cuenta de lo que había hecho, se habría sentido avergonzada de buscar ayuda y habría optado por llevarse a la cama un cuchillo de cocina. Era algo sumamente trágico y todos estaban profundamente afectados.
Rathbone no se atrevió a atacarlo, era demasiado consciente de la simpatía que había despertado en el público para intentarlo.
El último testigo que llamó O'Hare fue el propio sir Basil. Ocupó el estrado con actitud grave y toda la sala se vio recorrida por una oleada de simpatía y de respeto. Hasta los miembros del jurado se quedaron más erguidos y uno echó el cuerpo para atrás en señal de mayor respeto.
Basil habló con sencillez de su hija muerta, del dolor en que se había sumido al recibir la noticia de que su marido había perdido la vida en la guerra, de lo mucho que aquel hecho había trastornado sus emociones haciéndola llegar al extremo de buscar solaz en el vino. Sentía una profunda vergüenza al tener que admitirlo… lo que provocó un murmullo de simpatía entre el público. Eran muchos los que habían perdido a algún ser querido en aquellos baños de sangre de Balaclava, Inkermann, el Alma, o a consecuencia de los rigores del hambre y el frío en las colinas de Sebastopol, o a causa de la enfermedad en el temible hospital de Shkodër. Conocían todas las manifestaciones del dolor y el hecho de admitirlo establecía un vínculo entre ellos. Admiraban su dignidad y su franqueza. El calor del afecto que había levantado se notaba incluso en el lugar donde estaba sentada Hester. Sentía a Beatrice a su lado, pero el velo que le cubría la cara la hacía casi invisible y ocultaba sus emociones.
O'Hare estuvo brillante y Hester se sintió desfallecer.
Por fin le correspondió a Rathbone ejercer la defensa a la que tuviera acceso.
Comenzó interrogando al ama de llaves, la señora Willis. Estuvo cortés en su trato con ella, haciendo que expusiera sus credenciales que la acreditaban para desempeñar el puesto preeminente que ocupaba, ya que no sólo llevaba la economía del piso superior sino que era responsable del personal femenino, aparte del personal de la cocina. Su bienestar moral constituía su principal preocupación.