La mujer bajó los ojos y se hizo un gran silencio en la sala.
– Era muy competente en su trabajo, señor O'Hare, pero era un hombre arrogante y codicioso, refinado en el vestir y en la comida -dijo en voz baja pero muy clara-. Se hacía ideas y alimentaba aspiraciones que estaban muy por encima de su posición y por este motivo sentía una especie de amargura al verse obligado a llevar el tipo de vida en la que Dios había tenido a bien situarlo. Jugaba con los sentimientos de la pobre Rose Watkins pero después, cuando pensó que podría… -Levantó los ojos hacia O'Hare y le dirigió una mirada arrolladora. Su voz se hizo más ronca aún-. De veras que no sé cómo expresarlo con delicadeza. Le quedaría sumamente agradecida si quisiera ayudarme un poco.
Junto a Hester, Beatrice hizo una profunda aspiración y las manos, que descansaba en su regazo, se tensaron dentro de los guantes de cabritilla.
O'Hare la ayudó.
– ¿Insinúa, quizá, señora, que tenía aspiraciones de cariz amoroso en relación con una persona de la familia?
– Sí -respondió ella con exagerada modestia-, desgraciadamente esto es ni más ni menos lo que me veo en la obligación de decir. En más de una ocasión lo sorprendí hablando con descaro acerca de mi sobrina Octavia y, al hacerlo, vi en su cara una expresión en relación con la cual no hay mujer que pueda llevarse a engaño.
– Comprendo. ¡Qué desagradable debió de ser para usted!
– Así es -afirmó ella.
– ¿Qué hizo al encontrarse en estas circunstancias, señora?
– ¿Qué hice? -Lo miró con un parpadeo-. Mi querido señor O'Hare, yo no podía hacer nada. Si la propia Octavia no tenía nada que objetar, ¿qué podía decirle yo a ella, ni a nadie?
– ¿Ella no tenía nada que objetar? -O'Hare levantó la voz, sorprendido, dirigió una mirada a los circunstantes y seguidamente volvió a mirarla-. ¿Está usted absolutamente segura, señora Sandeman?
– ¡Oh, sí, señor O'Hare! Lamento profundamente tener que decirlo y más en un sitio tan público como éste. -Su voz se quebró un momento y Beatrice experimentó una tensión tan grande que Hester creyó que iría a romper en llanto-. Parece que la pobre Octavia se sentía muy halagada con sus atenciones -prosiguió Fenella, implacable-. Claro que ella no tenía ni idea de que él pretendía algo más que palabras. Yo tampoco lo sabía, de otro modo se lo habría dicho a su padre, como es lógico, prescindiendo de lo que ella pudiera pensar de mí.
– ¡Claro, claro! -admitió O'Hare como deseando tranquilizarla-. Seguro que todos comprendemos que de haber previsto el trágico resultado de esta pasión usted habría hecho todo lo posible para impedirlo. Pese a todo, el testimonio que usted presenta ahora en relación con sus observaciones es sumamente valioso para poder hacer justicia a la señora Haslett y todos nos hacemos cargo de lo terrible que debe ser para usted venir aquí a contárnoslo.
Acto seguido la instó a que diera ejemplos específicos de la conducta de Percival que confirmasen sus asertos, lo que ella hizo con bastantes detalles. Después, el abogado le rogó lo mismo en relación con la conducta alentadora de Octavia, a lo que ella procedió a responder igualmente.
– ¡Ah! Antes de que termine, señora Sandeman -dijo O'Hare levantando la vista como si hubiera estado a punto de olvidarlo-, ha dicho usted que Percival era codicioso. ¿En qué aspecto?
– En el aspecto económico, naturalmente -replicó ella sin levantar mucho la voz pero con mirada brillante y despiadada-. Le gustaban las cosas caras que su salario de lacayo no podía costear.
– ¿Y usted cómo lo sabe, señora?
– Era un fanfarrón -dijo con todas las letras-. En cierta ocasión me contó cómo se las arreglaba para conseguir pequeñas entradas de dinero.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo se las arreglaba? -le preguntó O'Hare con aire inocente, como si esperase que ella le diera una explicación honorable y al alcance de toda persona corriente.
– Sabía cosas de la gente -replicó con sonrisa levemente perversa-, pequeñas cosas que son triviales para la mayoría de nosotros. Qué sé yo, pequeñas vanidades que tienen algunos y que son desconocidas de los demás. -Se encogió de hombros-. La camarera del salón, Dinah, alardea siempre de pertenecer a una buena familia, cuando en realidad es expósita y no tiene familia ninguna. Como los aires que se daba molestaban a Percival, éste le hizo saber que estaba al cabo de la calle de sus antecedentes. En cuanto a la lavandera Lizzie, es muy mandona y orgullosa, pero tenía un lío de tipo amoroso. Él también estaba enterado, tal vez a través de Rose, esto no lo sé. En fin, pequeñas cosas como éstas. El hermano de la cocinera es un borracho… la camarera de la cocina tiene un hermano deficiente…
O'Hare sintió una cierta incomodidad, aun cuando no habría podido decirse si era por Percival o porque le molestaba que Fenella hiciese públicas aquellas pequeñas tragedias domésticas.
– ¡Qué hombre tan desagradable! -exclamó el abogado-. ¿Y cómo se enteraba él de todas estas cosas, señora Sandeman?
Fenella parecía no darse cuenta de aquella actitud de desagrado evidente en O'Hare.
– Supongo que abría las cartas con vapor -dijo la mujer encogiéndose de hombros-. Él era el encargado de distribuir el correo.
– Ya comprendo.
Volvió a dar las gracias a la señora Sandeman mientras Oliver Rathbone se ponía en pie y se adelantaba con una gracia de movimientos casi felina.
– Señora Sandeman, tiene usted una memoria envidiable y estamos muy en deuda con usted por la exactitud de sus declaraciones y la sensibilidad que ha demostrado.
Fenella le dirigió una mirada de agudo interés. Había en Rathbone una faceta esquiva, provocativa y poderosa que no tenía O'Hare, ante la cual ella reaccionó de inmediato.
– Es usted muy amable.
– Nada de eso, señora Sandeman -respondió con un gesto de la mano-. Le puedo asegurar que no lo soy. ¿Este lacayo enamoradizo, codicioso y presumido manifestó alguna vez su admiración hacia otras señoras de la casa? ¿Hacia la esposa del señor Cyprian Moidore, para poner un ejemplo? ¿O hacia la señora Kellard?
– No tengo ni idea -respondió, sorprendida.
– ¿O hacia usted, quizá?
– Bien… -bajó los párpados con recato.
– ¡Por favor, señora Sandeman! -la instó él-. No es momento de andarse con modestias.
– Sí, traspasó los límites de lo que impone… la simple cortesía.
Varios miembros del jurado observaban la escena con aire expectante. Un hombre de mediana edad que llevaba patillas pareció francamente cohibido. -¿Le demostró atenciones de carácter amoroso, quizá? -la acució Rathbone.
– Sí.
– ¿Y usted cómo salió al paso de la situación, señora?
La señora Sandeman abrió mucho los ojos y lo miró con fijeza.
– Lo puse en el sitio que le correspondía, señor Rathbone. Sé muy bien cómo hay que tratar a un criado que se propasa.
Al lado de Hester, Beatrice irguió el cuerpo.
– De eso estoy seguro -la frase de Rathbone estaba cargada de insinuaciones-, y sin peligro alguno para usted, además. Usted no consideró necesario acostarse con un cuchillo de cocina a mano, ¿verdad?
La mujer palideció visiblemente y sus manos, cubiertas con mitones, se tensaron en la barandilla del estrado.
– ¡No diga cosas absurdas! ¡Naturalmente que no!
– ¿Y no estimó necesario aconsejar a su sobrina en ese arte tan útil para usted?
– Yo… pues… -Se la notaba muy inquieta.
– Usted estaba al corriente de que Percival alimentaba intenciones amorosas con respecto a ella. -Rathbone se movía con agilidad y gracia, como si estuviera en un salón, dentro del espacio de que disponía. Hablaba con suavidad y con una leve nota de desdeñoso escepticismo en la voz-. Y en cambio permitió que su sobrina se quedara a solas con sus miedos y que tuviera que recurrir al extremo de coger un cuchillo de la cocina y llevárselo a la cama para poder defenderse si Percival entraba en su cuarto por la noche.