Según usted me escribe, lady Moidore sigue profundamente preocupada y Fenella dista bastante de comportarse con dignidad, aunque no está segura de si tiene que ver con la muerte de Octavia. Lo encuentro muy interesante, pero no hace más que reforzar nuestro convencimiento de que el caso todavía no está resuelto. Tenga mucho cuidado con sus averiguaciones y, por encima de todo, recuerde que si descubre algo importante, el asesino o asesina se volverá contra usted.
Yo sigo en contacto con Evan, quien me tiene al corriente de cómo procede la policía con el caso. No se proponen investigar más. Evan está seguro de que quedan muchas cosas por averiguar, pero no sabemos qué hacer al respecto. Ni la misma lady Callandra tiene opinión formada en este sentido.
Vuelvo a insistir: le ruego que tenga muchísimo cuidado.
Cordialmente suyo,
William Monk
Al cerrarla, ya había tomado la decisión. No podía esperar enterarse de nada más en Queen Anne Street y Monk no estaba en condiciones de hacer ninguna investigación en relación con el caso. La única esperanza de Percival se cifraba en el juicio. Tal vez había una persona que podía dar a Hester algún consejo al respecto: Oliver Rathbone. No podía volver a preguntar a Callandra, puesto que si ella hubiera querido aconsejarla, lo habría hecho cuando se encontraron previamente y Hester la informó de la situación. Rathbone era un profesional. No había ningún motivo que impidiera que ella fuera a su despacho y le comprara media hora de tiempo. Pensándolo bien, tampoco estaría en condiciones de pagarle más.
Comenzó pidiendo permiso a Beatrice para ausentarse una tarde a fin de ocuparse del problema que afectaba a su familia, lo que ésta no tuvo inconveniente en concederle. Después escribió una breve carta a Oliver Rathbone, donde le explicaba que necesitaba que la asesorase legalmente en una cuestión muy delicada y que únicamente disponía del martes por la tarde para ir a visitarlo a su despacho en el caso de que él pudiera recibirla. Previamente había comprado unos cuantos sellos de correos a fin de expedir la carta y encargó al limpiabotas que la depositara en el buzón, lo que éste hizo encantado. Hester recibió la respuesta al mediodía siguiente, ya que había varios repartos diarios, y la abrió así que dispuso de un momento en el que nadie la observaba.
20 de diciembre de 1856
Querida señorita Latterly:
Tendré sumo gusto en recibir su visita en mi despacho de Vere Street, en las proximidades de Lincoln's Inn Fields, a las tres de la tarde del martes 23 de diciembre. Espero tener la oportunidad de ayudarla, cualquiera que sea el asunto que a usted le interese.
Hasta entonces, quedo de usted,
Oliver Rathbone
Era una misiva breve y directa. Habría sido absurdo esperar otra cosa, pero su misma eficiencia le recordó que debería pagar cada uno de los minutos de su visita y que no podía incurrir en unos gastos que no pudiera afrontar. No había que desperdiciar palabras ni perder tiempo en trivialidades o eufemismos. No había en su ropero vestidos deslumbrantes, nada de sedas ni terciopelos como en los armarios de Araminta o de Romola, nada de tocados con bordados ni de bonetes de ningún tipo, nada de guantes de blonda como los que llevan habitualmente las señoras. No eran indumentos adecuados para las personas destinadas al servicio de una casa, por muy expertas que fueran en su trabajo. Los únicos vestidos que tenía y que había podido comprarse desde la ruina financiera de su familia eran de color gris o azul y estaban confeccionados de acuerdo con unas líneas modestas y utilitarias y, en cuanto a la tela, estaban hechos de pañete. El bonete era de un agradable color rosa intenso, pero aparte de este detalle poca cosa buena se podía decir sobre él. Tampoco era nuevo.
Sabía, sin embargo, que a Rathbone le tendría sin cuidado su apariencia, puesto que ella acudía a su consulta para aprovechar su experiencia legal, no para cumplir con una obligación social.
Se miró en el espejo sin satisfacción alguna por su parte. Estaba excesivamente delgada y era demasiado alta incluso para sus propios gustos personales. Tenía unos cabellos gruesos pero casi lacios y, para peinarlos con los bucles que estaban entonces de moda, se requería más tiempo y habilidad que la que ella poseía. Y pese a que sus ojos eran de una tonalidad gris azulada oscura y estaban bien asentados en su rostro, la mirada era tan franca y directa que producía inquietud en las personas que hablaban con ella; sus facciones, finalmente, eran excesivamente marcadas.
Pero éstos eran detalles en los que ni ella ni nadie podía hacer nada, salvo sacar el mejor partido de su insignificancia. Lo único que podía hacer era esforzarse en ser simpática y estaba dispuesta a intentarlo. Su madre le había dicho a menudo que no sería nunca hermosa pero que, si por lo menos sonreía, ya conseguía bastante. Era un día con el cielo encapotado y con un viento cortante e impetuoso de lo más desagradable.
Tomó un cabriolé desde Queen Anne Street a Vere Street y llegó cuando faltaban unos pocos minutos para las tres. A las tres en punto estaba sentada en la sala de espera de Oliver Rathbone, una estancia sobria pero elegante y contigua a su despacho. Hester estaba impaciente para iniciar su consulta.
Ya iba a levantarse para hacer una pregunta cuando se abrió la puerta del despacho y apareció Rathbone. Iba impecablemente vestido, tal como Hester lo recordaba desde la última vez que lo había visto, y simultáneamente tuvo conciencia de que ella iba vestida con suma modestia y arreglada sin concesión alguna a la feminidad.
– Buenas tardes, señor Rathbone. -La decisión de mostrarse simpática que había tomado previamente era un tanto endeble-. Ha sido muy amable al citarme con tanta premura.
– Para mí ha sido un placer, señorita Latterly. -El abogado sonrió con amabilidad, mostrando al hacerlo una dentadura impecable, pero su mirada era concentrada y Hester advirtió de manera especial el ingenio y la inteligencia que dejaba traslucir-. Tenga la amabilidad de pasar y acomódese. -Le abrió la puerta para dejarla pasar, a lo que ella obedeció con presteza, consciente de que la media hora que se había destinado ya había empezado a transcurrir a partir del momento en que él la había saludado.
La habitación no era espaciosa, pero estaba amueblada con gran sobriedad y con un estilo que recordaba más a Guillermo IV que a la soberana entonces reinante. Lo estilizado de los muebles producía una impresión de luz y espacio. Los colores eran suaves y la madera blanca. Colgado en la pared más distante, Hester reconoció un cuadro de Joshua Reynolds, un retrato que representaba a un caballero vestido a la moda del siglo XVIII sobre el fondo de un paisaje romántico.
Eran detalles que no hacían al caso, ya que Hester quería concentrarse en el asunto que la había traído hasta allí.
Tomó asiento en uno de los sillones mientras Rathbone se acomodaba en otro y cruzaba las piernas después de subirse un ápice las perneras de los pantalones a fin de no malbaratar la raya.
– Señor Rathbone, le ruego que disculpe mi excesiva franqueza, pero si procediera de otro modo pecaría de falta de sinceridad. Mi situación sólo me permite que me dedique media hora, o sea que le ruego que no deje que me demore más tiempo.
Vio brillar una chispa de humor en los ojos del abogado, si bien su respuesta fue absolutamente ecuánime:
– No se preocupe, señorita Latterly, porque me preocuparé de que así sea. Confíe en que estaré atento al reloj. Entretanto usted limítese a informarme en qué puedo ayudarla.
– Gracias -repuso Hester-. Se trata del asesinato de Queen Anne Street. ¿Está al corriente de las circunstancias del mismo?
– Sé los detalles por el periódico. ¿Conoce usted a la familia Moidore?