Por fin el camarero logró introducirse en la conversación y Monk le pidió una taza de chocolate para Hester, e insistió en pagarla, con más precipitación que cortesía.
– Hay que seguir buscando pruebas, diría yo -dijo Monk una vez se hubieron aquietado las aguas y Hester comenzó a tomar el humeante chocolate a pequeños sorbos-. Aunque si supiera dónde y qué pruebas había que buscar, ya lo habría hecho.
– Supongo que tiene que ser Myles -dijo Hester, pensativa-. O Araminta, en el caso de que Octavia no fuera tan reacia a los halagos como nos inducen a creer. A lo mejor se enteró de que ellos dos tenían un plan y cogió el cuchillo de la cocina con la deliberada intención de matarla.
– En ese caso Myles Kellard lo sabría -argumentó Monk- o abrigaría fuertes sospechas. Y por lo que usted ha dicho, él tiene más miedo de ella que ella de él.
Hester sonrió.
– Si yo fuera un hombre y mi mujer hubiera matado a mi amante con un cuchillo de cocina la verdad es que estaría un poco nervioso, ¿usted no? -Pero no hablaba en serio y por la expresión de Monk supo que lo había captado-. ¿O quizá fue Fenella? -prosiguió Hester-. Creo que tiene el estómago suficiente si a sus ojos hay un móvil que lo justifique.
– Bueno, no creo que lo hiciera presa del deseo por el lacayo -replicó Monk-. Y dudo que Octavia supiera algo tan desagradable sobre ella como para que Basil la echara a la calle. A menos que no contemos con todo un campo todavía por explorar.
Hester apuró el resto del chocolate y dejó el vaso en el plato.
– Bien, yo sigo todavía en Queen Anne Street y es evidente que lady Moidore todavía no está recuperada del todo, ni es probable que se recupere en los próximos días. Todavía me queda algo de tiempo para observar. ¿Quiere que averigüe algo en particular?
– No -dijo Monk con viveza y después se quedó mirando la taza-. Es posible que Percival sea culpable; es posible, sí, pero no disponemos de pruebas suficientes. No sólo debemos respetar los hechos sino también la ley. En caso contrario quedamos expuestos al juicio de cualquiera con respecto a lo que puede ser verdadero o falso: la creencia de culpabilidad se convertirá en algo equivalente a una prueba. Por encima del juicio individual, por muy apasionadamente convencido que esté uno, tiene que haber algo; de lo contrario volveremos a convertirnos en bárbaros.
– Por supuesto que podría ser culpable -dijo Hester en voz muy baja-. Siempre lo he creído. Pero debo aprovechar la oportunidad mientras pueda seguir en Queen Anne Street para enterarme de alguna cosa más. Si descubro algo, tendré que comunicárselo por escrito, ya que ni usted ni el sargento Evan estarán en casa para poder decírselo. ¿Dónde puedo remitirle una carta sin que el resto de la casa se entere de que es para usted?
Pareció desconcertado un momento.
– Yo no me encargo de expedir mis cartas -dijo Hester con una sombra de impaciencia-. Rara vez salgo de casa. Dejo las cartas sobre la mesa del vestíbulo y el lacayo o el limpiabotas les dan curso.
– ¡Ah, claro! Pues envíe la carta al señor… -Monk titubeó y sonrió levemente-. Envíela al señor Butler, así subo unos peldaños en la escala social. A mi misma dirección de Grafton Street; todavía permaneceré unas semanas en la misma casa.
Hester lo miró un momento a los ojos: la comprensión había sido clara y total. Después se levantó y se despidió de Monk. No le dijo que aprovecharía el resto de la tarde para entrevistarse con Callandra Daviot porque a lo mejor Monk se habría figurado que iba a solicitarle algún favor para él; sí, esto era precisamente lo que pensaba hacer, pero sin que él lo supiera. Monk se habría negado de antemano obedeciendo a un sentimiento de orgullo, pero si se trataba de un fait accompli no tendría más remedio que aceptar.
– ¿Cómo dice? -Callandra se quedó consternada, pero pronto se echó a reír a pesar de la indignación-. No me parece muy práctico… Sus sentimientos son admirables, pero de su juicio no diría lo mismo. Estaban las dos en la sala de estar de Callandra, sentadas junto al fuego, y a través de los ventanales se derramaba un generoso sol de invierno. La nueva camarera de salón, que había sustituido a Daisy desde que ésta se había casado, era una muchacha delgadita, una jovencita con aire de desamparo y una deslumbrante sonrisa. Al parecer se llamaba Martha; les sirvió el té acompañado de unos bollos calientes untados con mantequilla. Quizás eran menos distinguidos que los bocadillos de pepino, pero mucho más apetecibles en un día tan frío como aquél.
– ¿Qué habría conseguido si hubiera obedecido y hubiera detenido a Percival? -dijo Hester apresurándose a defender a Monk-. El señor Runcorn seguiría considerando el caso cerrado y sir Basil ya no le permitiría hacer más preguntas ni proseguir ninguna investigación. Buscar más pruebas de culpabilidad de Percival se habría hecho imposible. Parece que a todo el mundo le basta con el cuchillo y el salto de cama.
– Quizá tenga usted razón -admitió Callandra-, pero el señor Monk es una persona impetuosa. Primero el caso Grey y ahora éste. Me parece que es tan poco comedido como usted. -Cogió otro bollo-. Uno y otro se han propuesto empuñar las riendas de los asuntos y uno y otro se han quedado sin su medio de vida. ¿Qué piensa hacer ahora el señor Monk?
– ¡No lo sé! -dijo Hester abriendo las manos-. Pero es que tampoco yo sé qué voy a hacer cuando lady Moidore ya se encuentre bien y no necesite de mis servicios. No tengo ganas de hacer de señorita de compañía a sueldo, yendo de aquí para allá, llevando y trayendo cosas y poniendo paños calientes a enfermedades imaginarias y a sofocos. -De pronto se sentía presa de una profunda sensación de fracaso-. Callandra, ¿qué me ha ocurrido? ¡Vine de Crimea tan llena de ganas de trabajar, de luchar por una reforma y de conseguir tanto! Quería entrevistarme con las personas que se encargan de la limpieza de los hospitales, procurar mayor bienestar a los enfermos… -Aquellos sueños parecían haberse esfumado de pronto, habían pasado a formar parte de un reino dorado y se habían perdido para siempre-. Quería enseñar a la gente que la enfermería constituye una profesión noble, apropiada para personas sensibles y entregadas a su trabajo, mujeres sobrias y de buen carácter, dispuestas a cuidar de los enfermos con competencia, no para mujeres que se dedican simplemente a limpiar los desechos y a ir a buscar todo lo que necesitan los cirujanos. ¿Por qué he renunciado a todo esto?
– Usted no ha renunciado a nada, querida mía -le dijo Callandra con voz cariñosa-. Usted volvió a casa llena de entusiasmo por lo que había hecho en el frente y no le cabía en la cabeza que en tiempo de paz reinase una inercia tan monumental ni que en Inglaterra la gente estuviese tan empeñada en mantenerlo todo como está, pese a quien pese. La gente habla de esta época como de un tiempo de inmensos cambios y no se equivoca. No habíamos puesto nunca en juego tantas dotes de inventiva, no habíamos sido nunca tan ricos, tan libres a la hora de exponer nuestras ideas, buenas y malas. -Hizo unos movimientos negativos con la cabeza-. Pero sigue habiendo un considerable número de personas que están decididas a que todo siga igual, a menos que se las obligue, gritando y luchando, a avanzar al ritmo de los tiempos. Una de sus creencias es que las mujeres deben aprender el arte de saber entretener al marido, de traer hijos al mundo y de educarlos, en caso de no disponer de criados que lo hagan. Además, en épocas señaladas, deben visitar a aquellos pobres que lo merezcan, siempre bien acompañadas de otras personas de su misma condición.
Por sus labios pasó una sonrisa fugaz de irónica piedad. -Nunca, en circunstancia alguna, debería usted levantar la voz ni querer hacer prevalecer sus opiniones si lo que dice puede oírlo algún caballero, ni tratar tampoco de dárselas de demasiado inteligente u obstinada; no sólo es una actitud peligrosa sino además que hace que se sientan muy incómodos.