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Basil tenía el rostro surcado por profundas arrugas, que ahora el disgusto y la ansiedad hacían más trágicas.

– Ella no lo sabe -dijo lentamente, mirando a Monk a los ojos-. Confío en que le he hablado claramente, ¿verdad, inspector? Si ella se enterara del fallo de Myles, se vendría abajo y no serviría de nada. Es su marido y continuará siéndolo. No sé qué hacen las mujeres del mundo de usted cuando se encuentran en una situación así, pero las de nuestro mundo arrostran los problemas con dignidad y en silencio. ¿Me ha comprendido?

– Del todo -respondió Monk con acritud-. Si ella no lo sabe, no seré yo quien se lo diga a menos que sea necesario… y supongo que entonces ya será de dominio público. También yo quisiera pedirle un favor, señor, y es que no advierta al señor Kellard que yo estoy al corriente del asunto. No me hago muchas ilusiones con respecto a que confiese algo, pero espero mucho de su reacción inmediata cuando se lo diga.

– O sea que usted quiere que yo… -comenzó a decir Basil, evidentemente indignado, aunque calló al darse cuenta de lo que iba a decir.

– Eso mismo -admitió Monk torciendo el gesto-. Dejando aparte los fines de la justicia con respecto a la señora Haslett, usted y yo sabemos que fue alguien de la casa. Si usted protege al señor Kellard para ahorrarse un escándalo, o un disgusto en el caso de la señora Kellard, no hace más que alargar las pesquisas, las sospechas, las penas que sufre lady Moidore, cuando es evidente que al final alguien de la casa tendrá que pagar los platos rotos.

Se miraron un momento y sus miradas reflejaron la mutua antipatía que se tenían… pero también que se habían entendido perfectamente.

– En caso de que sea preciso que la señora Kellard se entere, se lo diré yo -dictaminó Basil.

– Como usted quiera -accedió Monk-, aunque yo que usted no esperaría mucho. Si yo puedo sacar partido de la noticia, también ella…

Basil se irguió.

– ¿Y a usted quién se lo ha dicho? ¡Seguro que no ha sido Myles! ¿Ha sido lady Moidore?

– No, no he hablado con lady Moidore.

– Bueno, no me entretenga más, hombre. ¿Quién ha sido?

– Prefiero callármelo, señor.

– ¡Me importa un rábano lo que usted prefiera! ¿Quién ha sido?

– Ya que me obliga… le diré que me niego a decírselo.

– ¿Cómo dice? -intentó sostener la mirada de Monk hasta que comprendió que no estaba en condiciones de intimidarlo sin una amenaza específica y que no estaba preparado para formularla. Volvió a bajar los ojos; no estaba acostumbrado a que lo retasen, por esto le fallaba la reacción rápida-. Bueno, prosiga sus averiguaciones de momento, pero acabaré por enterarme, se lo prometo.

Monk no se apoyó excesivamente en su victoria, era demasiado endeble y el enfrentamiento que había surgido entre los dos demasiado volátil.

– Sí, señor, es muy posible. Puesto que ella es la única persona más que, según a usted le consta, está enterada del asunto, ¿podría hablar con lady Moidore?

– Dudo que ella pueda facilitarle ningún dato. El que se ocupó del asunto fui yo.

– De eso estoy seguro, señor, pero también ella se enteró del lance y es posible que observara emociones en la gente que a usted le pasaron por alto. Pudo tener oportunidades que usted no tuvo, ocasiones que brinda la vida doméstica; las mujeres suelen tener más sensibilidad para este tipo de cosas.

Basil titubeó.

Monk pensó en varios aspectos de la situación: el final abrupto del caso, hacer justicia a Octavia… y entonces la cautela le apuntó que Octavia estaba muerta y que Basil podía pensar que lo que ahora más importaba era salvaguardar la fama de los vivos. Ya no podía hacer nada por Octavia, pero podía proteger a Araminta de sufrir una terrible vergüenza o algún daño. Monk acabó por no decir nada.

– Muy bien -admitió Basil a contrapelo-, pero que esté presente la enfermera y, en caso de que lady Moidore se sintiera mal, que abandone inmediatamente el interrogatorio. ¿Está claro?

– Sí, señor -dijo Monk al momento, al tiempo que pensaba que para él supondría una ventaja imprevista contar con las impresiones de Hester-. Gracias.

Volvieron a hacerlo esperar mientras Beatrice se vestía convenientemente para recibir a la policía y, alrededor de media hora más tarde, apareció Hester en la salita para acompañarlo a la sala de estar.

– Cierre la puerta -le ordenó Monk así que la vio entrar.

Hester obedeció y lo observó llena de curiosidad.

– ¿Sabe algo? -le preguntó a Monk con cautela, como si previera que, independientemente de lo que hubiera podido averiguar, era algo que no le gustaba del todo.

Esperó a que hubiera cerrado la puerta y a que se situase en el centro de la habitación.

– Hace dos años que en esta casa había una sirvienta que acusó a Myles Kellard de haberla violado y que, a consecuencia de esto, fue despedida sin referencias.

– ¡Oh! -Hester pareció sobresaltarse. Era evidente que no se había enterado del particular a través de los criados. Así que de su rostro hubo desaparecido la sorpresa, apareció la cólera y se le encendieron las mejillas-. ¿Se refiere a que la echaron a la calle? ¿Qué le pasó a Myles?

– Nada -dijo Monk secamente-. ¿Qué esperaba que le pasase?

Hester estaba muy erguida, los hombros echados para atrás y la barbilla levantada, y lo miraba fijamente. Fue percatándose con rapidez de que lo que él acababa de decir era un hecho inexorable, mientras que sus ilusiones iniciales de justicia y transparencia chocaban siempre con la realidad.

– ¿Quién está enterado? -preguntó al fin.

– Sólo sir Basil y lady Moidore, que yo sepa -replicó Monk-. Por lo menos eso cree sir Basil.

– ¿Y a usted quién se lo dijo? Sir Basil no, seguro.

Monk sonrió, pero su boca se torció en una mueca de desagrado.

– Percival, cuando se dio cuenta de que yo iba estrechando el círculo en torno a él. No estaba dispuesto a sumirse en las tinieblas por culpa de ellos, no quería acabar como la pobre Martha Rivett. Si Percival tiene que hundirse, hará cuanto esté en su mano para arrastrar tras él a cuantos más mejor.

– A mí ese hombre no me gusta -dijo Hester con voz tranquila y bajando los ojos-, pero no le censuro que se defienda. Creo que yo haría lo mismo. Quizá sería capaz de soportar una injusticia por alguien a quien amase, pero no por esta clase de gente, no por personas que piensan que otros deben cargar con sus culpas para poder salir con las manos limpias. ¿Qué preguntará a lady Moidore? Si usted sabe que es verdad…

– No, no lo sé -la contradijo Monk-, Myles Kellard dice que la chica era ligera de cascos y que lo incitó, y a Basil le tiene sin cuidado que eso sea verdad o no. Ella no podía seguir en la casa habiendo acusado a Kellard, y además estaba embarazada. Lo único que le importaba a Basil era quitarse el problema de encima y proteger a Araminta.

Hester puso cara de sorpresa.

– ¿Ella no sabe nada?

– ¿A usted le parece que sí? -le preguntó él a bocajarro.

– Lo que a mí me parece es que ella lo odia por algo. Tal vez no sea por esto pero…

– Puede ser por cualquier otra razón -admitió él- pero, aun así, no veo que saberlo pueda ser un motivo para matar a Octavia… aunque ésta hubiera descubierto el día anterior lo de la violación.

– Yo tampoco -admitió ella-. Hay algo muy importante que todavía no sabemos.

– Y no creo que me entere a través de lady Moidore. De todos modos, lo mejor que puedo hacer es verla ahora. No quisiera que sospechasen que usted y yo hablamos de ellos, de lo contrario a partir de ahora no se manifestarían con la misma libertad delante de usted. ¡Vamos!

Hester, obediente, volvió a abrir la puerta y lo acompañó a través del amplio vestíbulo hasta la sala de estar. El día era frío y ventoso y en los largos ventanales repiqueteaban las primeras gotas de lluvia. El fuego crepitaba en la chimenea y su fulgor iluminaba la roja alfombra Aubusson y se propagaba hasta el terciopelo de las cortinas que colgaban de las barras coronadas por bastidores con abundantes y ricos pliegues y faldones rematados de flecos que rozaban el suelo.

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