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– ¿O sea que de pronto la violación se ha convertido en crimen? -Monk se sentía asqueado-. ¿Desde cuándo? ¿Desde que el cuello de usted está en peligro?

Si el comentario asustó o descolocó a Percival no se reflejó en la expresión de su rostro.

– No, la violación no, señor… el asesinato. El asesinato siempre ha sido un delito. -Sus hombros volvieron a levantarse en un expresivo gesto-. Suponiendo que se le llame asesinato, no justicia, privilegio o cosa parecida.

– Como ocurre con la violación de una criada, por ejemplo. -Monk por una vez estaba de acuerdo con él, también él odiaba aquel tipo de cosas-. Muy bien, puede marcharse. -¿Quiere que le diga a sir Basil que quiere verlo?

– Si quiere conservar su puesto, mejor que no se lo diga en estos términos.

Percival no se molestó en responder, salió caminando con absoluta naturalidad e incluso con una cierta gracia, el cuerpo totalmente distendido.

Monk estaba demasiado preocupado, demasiado furioso ante aquella terrible injusticia y los sufrimientos que comportaba y también receloso de su entrevista con Basil Moidore como para permitirse sentimientos de desprecio hacia Percival.

Pasó casi un cuarto de hora antes de que apareciera Harold para decirle que sir Basil se entrevistaría con él en la biblioteca.

– Buenos días, Monk. ¿Quería verme? -Basil estaba de pie junto a la ventana con la butaca y la mesa situadas entre los dos, lo que imponía una cierta distancia. Tenía aire preocupado y en su rostro se marcaban unas arrugas que denotaban impaciencia. Monk lo irritaba con sus preguntas, su actitud, la forma misma de su cara.

– Buenos días, señor -contestó Monk-. Esta mañana he sabido algunas cosas y quisiera preguntarle si son verdad y, si es así, que me diga qué más sabe al respecto.

Basil no mostró ningún signo de preocupación, sino tan sólo un limitado interés. Su luto era riguroso, pero elegante y distinguido. No era el luto propio de una persona hundida por la pena.

– ¿De qué se trata, inspector?

– De una sirvienta que trabajó en esta casa hace dos años y cuyo nombre era Martha Rivett.

A Basil se le tensaron los rasgos y se apartó de la ventana irguiéndose todavía más.

– ¿Y eso qué tiene que ver con la muerte de mi hija?

– ¿La muchacha fue víctima de una violación, sir Basil?

Sir Basil abrió más los ojos y en su rostro asomó un sentimiento de desagrado, sustituido poco después por una expresión concentrada.

– ¡No tengo ni la más mínima idea!

Monk consiguió a duras penas dominarse.

– ¿No acudió a usted para comunicarle que la habían violado?

La boca de sir Basil esbozó una media sonrisa mientras la mano, que colgaba a un lado del cuerpo, comenzó a abrirse y a cerrarse.

– Mire, inspector, si usted tuviera una casa con un personal tan numeroso como yo en la mía, formado en gran parte por mujeres jóvenes, imaginativas y dadas a reacciones histéricas, a buen seguro que tendría que escuchar un montón de historias sobre enredos, ataques y contraataques de todo tipo. No le niego que vino a verme para decirme que había sufrido una agresión, pero no puedo saber si era verdad lo que decía o si había quedado en estado debido a su conducta y quería descargar las culpas en otra persona, para que nosotros nos ocupásemos de ella. Es posible que alguno de los criados llevara sus desahogos más allá… -Distendió las manos y se encogió ligeramente de hombros.

Monk se mordió la lengua pero dirigió a Basil una mirada cargada de dureza.

– ¿Eso cree usted, señor? Usted habló con la chica. Tengo entendido que ella acusó al señor Kellard, dijo que había sido él quien la había asaltado. Imagino que usted también hablaría con el señor Kellard. ¿Le dijo, quizá, que él no tenía nada que ver?

– ¿Y eso qué le importa, inspector? -dijo Basil fríamente.

– En caso de que el señor Kellard violara a la chica, sí me importa, sir Basil, ya que este hecho podría ser la raíz del crimen que nos ocupa.

– ¿En serio? No entiendo por qué. -En su voz no había ni deseo de conciliación ni tampoco ultraje.

– Bueno, entonces tendré que explicárselo -dijo Monk entre dientes-. En el supuesto de que el señor Kellard violara a aquella desgraciada, el hecho se ocultó y echaron a la chica a la calle, abandonada a lo que pudiera depararle el destino, lo que dice muchas cosas acerca de la manera de ser del señor Kellard y de que está convencido de que puede forzar a las mujeres a aceptar sus atenciones con independencia de cuáles puedan ser sus sentimientos. Es muy probable que admirara a la señora Haslett y de que intentara también obligarla a aceptar sus atenciones.

– ¿Y que la asesinara? -Basil estaba considerando la posibilidad, había cautela en su voz, el inicio de una nueva línea de pensamiento, aunque profundamente marcada por la duda-. Martha no insinuó en ningún momento que la amenazara con arma alguna y es perfectamente evidente que no la lastimó en absoluto.

– ¿La hizo usted examinar? -le preguntó Monk a quemarropa.

A Basil se le encalabrinaron los nervios.

– ¡No, naturalmente! ¿Para qué? Ella no dijo en ningún momento que hubiera mediado violencia, ¡ya se lo he dicho!

– Creo que no lo explicó porque lo consideró inútil, y no iba desencaminada: denunció que la habían violado y la echaron a la calle sin referencias, sin otro sitio donde vivir o morir. -Así que hubo pronunciado aquellas palabras se dio cuenta de que eran fruto del genio, no de la reflexión.

A Basil se le encendieron las mejillas debido a la indignación.

– ¡Una mocosa que hace de criada en mi casa se queda embarazada y acusa al marido de mi hija de haberla violado! ¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Cree usted que iba a dejarla en mi casa? ¿O que la recomendaría a algún amigo? -Seguía en el extremo opuesto de la estancia, mirando a Monk por encima de la mesa y de la butaca que los separaban-. Mi deber es proteger a mi familia y de manera especial a mi hija procurando su bienestar, así como el bienestar de mis amigos. Recomendar una chica así a un amigo y darle unas referencias sin considerar lo que había afirmado acerca de su amo habría demostrado una falta de responsabilidad absoluta.

Monk habría querido preguntarle acerca de su responsabilidad sobre Martha Rivett, pero sabía que de haberle hecho una afrenta de tal naturaleza probablemente habría propiciado la queja que Runcorn estaba esperando y le habría proporcionado una excusa para censurarlo y quizás incluso retirarle el caso de las manos.

– ¿Usted no creyó lo que dijo la chica, señor? -A duras penas conseguía dominarse-. ¿Negó el señor Kellard que había mantenido relaciones con ella?

– No, no lo negó -respondió Basil con viveza-. Dijo que ella lo había incitado y que había consentido plenamente y que sólo más tarde, cuando descubrió que estaba embarazada, lo acusó para protegerse. Yo diría que quería obligarnos a ocuparnos de ella para impedir que divulgara el incidente. Esa chica tenía una moral muy laxa y se había propuesto sacar tajada de la ocasión, es de lo más evidente.

– O sea que usted dio el caso por cerrado y supongo que creyó la versión que le dio el señor Kellard.

Basil lo miró con frialdad.

– No, la verdad es que no. Yo no digo que él no impusiera sus pretensiones a la chica, pero es un detalle que ahora importa poco. Los hombres tienen apetencias naturales, siempre ha sido así. Soy del parecer de que la chica coqueteó con él y de que él interpretó mal sus avances. ¿Insinúa usted que intentó lo mismo con mi hija Octavia?

– Podría ser.

Basil frunció el ceño. -Y en caso de que lo hiciera, ¿por qué su comportamiento debía conducir necesariamente al asesinato, que es lo que usted parece apuntar? Si ella lo hubiera atacado, caería dentro de lo posible, pero ¿matarla?

– A lo mejor ella amenazó con decirlo -replicó Monk-. Parece que eso de violar a una criada se puede aceptar, pero ¿habría usted visto con igual condescendencia que hubiera violado a su hija? ¿Y qué me dice de la señora Kellard, si se hubiera enterado?

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