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Hester captó instantáneamente la intención de la última amonestación y, pese a la enorme provocación, supo dominarse.

– Gracias, señora Moidore -dijo después de hacer una profunda aspiración-. No olvidaré sus consejos, aunque me temo que estoy destinada a permanecer soltera.

– ¡Oh, espero que no! -dijo Romola con sentimiento-. Ése es un estado muy poco natural en una mujer. Aprenda a refrenar la lengua, señorita Latterly, y no pierda nunca la esperanza.

Afortunadamente, después de aquel último consejo salió de la habitación mientras Hester se quedaba echando chispas por todas las palabras que no había dicho y se le habían quedado metidas dentro del cuerpo. Pese a todo, se sentía extrañamente perpleja, atormentada por una sensación de pena cuya razón desconocía. Sólo sabía que experimentaba confusión e infelicidad y tenía una aguda conciencia de la misma.

A día siguiente, Hester se levantó temprano y se buscó algunas tareas en la cocina y en la lavandería con la esperanza de relacionarse con algunas sirvientas y, por qué no, ver de sacarles alguna cosa. Aunque aparentemente tenía la impresión de que las piezas no encajaban, tal vez Monk podría ensamblar unas con otras y reconstruir el cuadro completo.

Annie y Maggie se perseguían escaleras arriba y se revolcaban por el suelo muertas de risa, tapándose la boca con el delantal para ahogar sus gritos e impedir que se propagaran por el rellano.

– ¿De qué pueden reírse tan temprano? -preguntó Hester con una sonrisa.

Las dos la miraron con ojos muy abiertos y conteniendo la risa.

– Bueno, ¿qué me dicen? -insistió Hester sin la menor crítica en la voz-. ¿No quieren decírmelo? ¡A mí también me gustan los chistes!

– La señora Sandeman… -se apresuró a responder Maggie, apartándose los rubios cabellos de los ojos-. Es que tiene unas revistas que hay que ver, señorita. Seguro que usted no ha visto cosa igual en su vida, son unas historias como para helarte la sangre… y no sé, historias de hombres con mujeres que hasta a una chica de las que hacen la calle se le subirían los colores a la cara.

– ¿En serio? -exclamó Hester levantando las cejas-. ¿O sea que la señora Sandeman se dedica a leer cosas subidas de tono?

– ¡Y tan subidas! Cosas de un rojo subido, diría yo -dijo Annie, tronchándose.

– O mejor verde subido -la corrigió Maggie sin parar de reír.

– ¿Y de dónde han sacado la revista? -les preguntó Hester, sosteniéndola en las manos y tratando de aparentar que se quedaba tan fresca.

– De fuera de su habitación, cuando hemos limpiado -replicó Annie con transparente ingenuidad.

– ¿A esta hora de la mañana? -dijo Hester, como poniéndolo en duda-. Si no son más que las seis y media… ¡No me dirán que la señora Sandeman ya está levantada!

– ¡No, ni hablar! No se levanta hasta la hora de comer -se apresuró a decir Maggie-. Tiene que dormirla… y no me extraña.

– ¿Qué es lo que tiene que dormir? -Hester no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad-. Ayer noche no salió, que yo sepa.

– Se pone a tono en su habitación -replicó Annie-. El señor Thirsk lo pilla de la bodega. No acabo de entender por qué, yo me figuraba que al señor Thirsk no le gustaba esta mujer, pero debe de gustarle si birla el oporto de la bodega para ella… y del mejorcito, además.

– ¡Será tonta! ¡Lo roba porque el señor Thirsk no traga a sir Basil! -intervino Maggie-. Por esto toma el mejor. Cualquier día sir Basil enviará al señor Phillips a buscar una botella de oporto y se encontrará con que no hay. La señora Sandeman se lo habrá bebido todo.

– Yo sigo pensando que al señor Thirsk no le gusta esta mujer -insistió Annie-. ¿No te has fijado en la cara que pone cuando la mira?

– A lo mejor hubo un tiempo en que le gustaba -dijo Maggie esperando haber dado en el clavo y ofreciendo una panorámica enteramente nueva del caso que acababa de abrirse a su imaginación- y ella se lo sacó de encima y por eso ahora la odia.

– No -en este punto Annie estaba completamente segura-, yo creo que él la desprecia. Antes era militar, y de los buenos, ¿sabe?, en fin, un oficial de bastante categoría… pero se ve que tuvo una aventura de faldas que terminó muy mal.

– ¿Y eso cómo lo sabe? -le preguntó Hester-, no será porque él se lo haya contado.

– ¡No, claro! Pero oí que la señora se lo contaba una vez al señor Cyprian. Yo creo que al señor Thirsk esa mujer le da asco, que no la ve como una señora. -De pronto puso unos ojos muy grandes-. ¿Y si resulta que fue ella la que se le insinuó y, como a él le da asco, la mandó a hacer gárgaras?

– Entonces sería ella la que lo odiaría -dijo Hester.

– ¡Pero es que ella lo odia! -respondió Annie al momento-. Cualquier día de éstos dirá a sir Basil que el señor Thirsk le roba el oporto, ya veréis. Sólo que quizá, cuando se lo diga, ella estará tan pirada que él no se lo creerá.

Hester aprovechó aquella oportunidad, si bien algo avergonzada por su proceder.

– ¿Quién creen ustedes que mató a la señora Haslett?

Las sonrisas se borraron de sus rostros instantáneamente.

– Pues… el señor Cyprian es muy buena persona y además, ¿por qué iba a hacer una cosa así? -Annie descartó la idea-. La señora Moidore, como no hace caso de nadie, no creo que pueda odiar a alguien. Y la señora Sandeman tres cuartos de lo mismo… -A menos que la señora Haslett supiera algo de ella que a ella no le gustara -apuntó Maggie-. Eso es lo más probable. Yo veo a la señora Sandeman capaz de clavarte un cuchillo si la amenazas con delatarla.

– ¡Y tanto que sí! -admitió con ella Annie, que de pronto se había puesto seria y ya se había dejado de fantasías y de bromas-. Con franqueza, señorita, nosotras creemos que igual fue Percival, que se da muchos aires en esta casa. Además, la señora Haslett le gustaba. Es un tipo de cuidado, se lo digo yo.

– Sí, se figura que Dios lo hizo para regalo de las mujeres -exclamó Maggie con desprecio-, es tan imbécil que se lo tiene creído. Si fuera verdad, querría decir que Dios conoce poco a las mujeres.

– ¡Y también está Rose! -prosiguió Annie-. Esa sí que bebe los vientos por Percival. ¡Mira a quién ha ido a escoger! ¿Será imbécil?

– ¿Y ella por qué iba a matar a la señora Haslett? -preguntó Hester.

– Por celos, naturalmente. -Las dos se miraron como si la consideraran corta de entendederas.

Hester estaba sorprendida.

– ¿Tanto le gustaba a Percival la señora Haslett? ¡Pero si no es más que un lacayo, por el amor de Dios!

– Sí, váyale a él con ese cuento -dijo Annie, como asqueada.

Nellie, la criada que se encargaba de los dos pisos, apareció de pronto subiendo la escalera a todo correr con una escoba en una mano y un cubo de hojas de té frío en la otra con la intención de esparcirlas sobre las alfombras para quitarles el polvo.

– ¿Por qué no barréis? -preguntó a sus compañeras, mayores que ella-. Como aparezca la señora Willis a las ocho y vea que no hemos limpiado vais a ver la bronca. No quiero que me deje sin té a la hora de acostarme. Bastó el nombre del ama de llaves para galvanizar a las chicas y propulsarlas a la acción inmediata, por lo que dejaron a Hester en el rellano mientras corrían escaleras abajo a buscar las escobas y los trapos del polvo.

Una hora más tarde, en la cocina, Hester preparaba la bandeja del desayuno para Beatrice: simplemente té, una tostada, mantequilla y mermelada de albaricoque. Estaba dando las gracias al jardinero por haberla obsequiado con una de las últimas rosas con la que quería adornar el jarrón de plata cuando pasó Sal, la criada pelirroja que trabajaba en la cocina, riendo a carcajadas y dando codazos a un lacayo que había aparecido con una nota de su cocinera para la cocinera de Sal. Los dos bromeaban y se daban golpes y manotazos justo en la puerta y los chillidos de Sal se oían desde la trascocina y resonaban por todo el pasillo.

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