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Beatrice optó por no encontrarse bien, lo cual no le discutió nadie, pero insistió en que Hester acompañara a la familia en las ceremonias religiosas. Ella habría preferido ir por la tarde con los criados de arriba, pero era posible que Beatrice entonces la necesitara.

La comida había sido sobria y la conversación escasa, según informaciones de Dinah. La tarde la consagraron a escribir cartas; Basil por su parte, se puso la chaqueta batín y se retiró al salón a pensar, o quizás a dormitar. Estaban prohibidos los libros y los periódicos, por considerarlos inadecuados para el día de descanso y ni siquiera los niños podían sacar sus juguetes ni leer, salvo las Escrituras, ni dedicarse a juego alguno. Incluso la práctica musical se consideraba inadecuada.

La cena tenía que ser fría, para que la señora Boden y demás criados de arriba pudieran ir a la iglesia. La tarde se ocupaba con la lectura de la Biblia, presidida por sir Basil. Era un día que no gustaba a nadie.

A Hester le recordó su infancia, aunque su padre no se había mostrado tan irremediablemente triste ni siquiera en su época más ceremoniosa. Desde que se había ido de su casa para viajar a Crimea, pese a que de eso no hacía tanto tiempo, había olvidado con qué rigor se respetaban aquellas normas. La guerra no había permitido este tipo de ceremonias y el cuidado de los enfermos no se suspendía ni siquiera en plena noche, y ya no digamos un día determinado de la semana.

Hester pasó la tarde en el estudio escribiendo cartas. Habría podido servirse de la sala de estar de las camareras de haber querido, pero como Beatrice decidió dormir y no necesitó de sus servicios, le resultó más fácil escribir apartada de la cháchara de Mary y Gladys.

Había ya escrito a Charles e Imogen y a varios amigos de los tiempos de Crimea cuando de pronto entró Cyprian. No pareció sorprendido de verla y se limitó a disculparse superficialmente por la intromisión.

– ¿Tiene usted una familia muy numerosa, señorita Latterly? -le preguntó fijándose en el montón de cartas.

– ¡Oh, no, sólo un hermano! -le respondió ella-. Las otras cartas son para amigos a los que cuidé durante la guerra.

– Pues veo que tiene muchos amigos -comentó no sin cierta curiosidad y con creciente interés en su rostro-. ¿No le costó instalarse de nuevo en Inglaterra después de unas experiencias tan violentas y terribles?

Ella sonrió, más burlándose de ella misma que de él.

– Sí, mucho -admitió ingenuamente-. Se tenían muchas más responsabilidades; quedaba poco tiempo para trivialidades y para guardar las formas. ¡Ocurrían tantas cosas! terror, agotamiento, libertad, amistad que cruzaba todas las barreras normales, una sinceridad que en la vida corriente es imposible…

Se sentó frente a ella, balanceándose en el brazo de una de las poltronas.

– Leí algunas cosas acerca de la guerra en los periódicos -dijo con el ceño fruncido-, pero el lector no sabe nunca hasta qué punto son verdad las cosas que se cuentan. Me temo que nos dicen lo que quieren que creamos. No creo que usted leyera las crónicas… no, claro.

– ¡Sí que las leía! -lo contradijo inmediatamente, olvidando en el calor de la conversación lo impropio que resultaba que las mujeres bien educadas tuvieran acceso a otra cosa que no fueran las notas de sociedad publicadas por los periódicos.

Pero él no se sorprendió lo más mínimo; al contrario, todavía pareció más interesado.

– Resulta que uno de los hombres más valientes y admirables que atendí era corresponsal de guerra de uno de los mejores periódicos londinenses -prosiguió Hester- y cuando se puso tan enfermo que ni siquiera podía escribir me dictaba los artículos y yo me encargaba de enviar los despachos.

– ¡Dios mío, con usted voy de sorpresa en sorpresa, señorita Latterly! -dijo lleno de sinceridad-. Si dispone de un poco de tiempo me encantaría conocer sus opiniones sobre los hechos de que fue testigo. He oído decir que imperaba una gran incompetencia y que se habrían podido ahorrar muchas muertes, pero otros dicen que esto son mentiras que hacen circular los díscolos y alborotadores que a lo único que aspiran es a hacer prosperar sus ideas a expensas de los demás.

– Algo hay de esto -admitió Hester, dejando a un lado papel y pluma. Le pareció tan interesado en el tema que para ella supuso un auténtico placer exponerle lo que había visto y experimentado personalmente y las conclusiones que había sacado de aquellos hechos.

Él escuchaba con total atención y las pocas preguntas que le hizo fueron muy atinadas y formuladas de manera que revelaba compasión y una ironía que ella encontró muy atractiva. Lejos de la influencia de su familia y olvidado por espacio de una hora de la muerte de su hermana y de todas las miserias y sospechas que la habían seguido como siniestra estela, era un hombre de ideas personales, algunas sumamente innovadoras en relación con las condiciones sociales y las circunstancias de los acuerdos y servicios entre los gobernantes y los gobernados.

Se encontraban enzarzados en una conversación sumamente absorbente y las sombras del exterior ya empezaban a alargarse cuando entró Romola y, pese a que ambos se dieron cuenta de su presencia, pasaron unos minutos antes de que abandonaran el tema que tenían entre manos y reconocieran que había entrado una persona en la biblioteca.

– Papá quiere hablar contigo -dijo Romola, enfurruñada-. Te espera en la sala de estar.

Cyprian se levantó de mala gana y se excusó con Hester por tener que dejarla, ni más ni menos que si fuera una amiga a la que tuviera en gran estima y no una especie de criada.

Así que hubo salido, Romola se quedó mirando a Hester con expresión de perplejidad mezclada con una cierta preocupación en su hermoso rostro. Tenía una piel realmente maravillosa y los rasgos de su cara guardaban una proporción perfecta, salvo el labio inferior, que era ligeramente grueso y a veces, sobre todo cuando estaba cansada, le caía por las comisuras, dándole un aspecto de descontento.

– Si he de serle franca, señorita Latterly, no sé cómo expresarme sin parecer crítica, ni cómo brindarle consejo si a usted no le interesa recibirlo pero, si tiene ganas de tener marido, aspiración lógica en toda mujer normal, deberá aprender a dominar la faceta intelectual e inclinada a la polémica de su manera de ser. Es un rasgo que a los hombres no les gusta ni pizca cuando se da en una mujer y que hace que se sientan incómodos. No están a gusto, les altera los nervios, a diferencia de lo que ocurre cuando la mujer se muestra respetuosa ante sus opiniones. ¡No hay que mostrarse obstinada! ¡Es una actitud horrible! Con mano hábil sujetó con las horquillas un mechón de pelo que se le había desmandado.

– Recuerdo que mi madre ya me lo aconsejaba cuando era niña: es realmente indecoroso que una mujer altere su compostura por la razón que sea. La mayoría de los hombres se siente a disgusto cuando está ante una mujer que se agita por una nimiedad y, en general, ante cualquier estado que desvirtúe la imagen de la mujer como persona serena, fiable, al margen de la vulgaridad y la mezquindad bajo todas sus formas, que no critica nada salvo el desaliño o la incontinencia y, por encima de todo, que no contradice nunca al hombre, ni siquiera cuando cree que se ha equivocado. Aprenda a llevar una casa, a comer con elegancia, a vestir bien y a comportarse con dignidad y gracia, a dirigirse correctamente a todo el mundo en sociedad, aprenda un poco de pintura y de dibujo, toda la música de que sea capaz, de manera especial canto si está dotada para ese arte, algunos rudimentos de labor de aguja, una caligrafía elegante con la pluma y frases agradables en las cartas… y por encima de todo, aprenda a obedecer y a dominar sus prontos aunque la provoquen.

– Si aprende todas estas cosas, señorita Latterly, hará un buen matrimonio dentro de lo que permiten sus cualidades personales y su posición social en la vida y, además, hará feliz a su marido. Y a su vez, también usted será feliz. -Hizo unos leves movimientos con la cabeza-. Me temo que le queda mucho camino por recorrer.

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