– No puedo negarme. Daría la impresión de que no quiero colaborar.
– Eso parecería, en efecto -admitió Araminta observando a su madre con atención-, y de hecho no se les podría criticar si lo pensasen. -Vaciló, pero su voz era cortante, lenta y muy tranquila, las palabras articuladas con precisión-. Después de todo, sabemos que el autor del hecho fue una persona de la casa y ya que es posible que sea uno de los criados… yo soy de la opinión de que probablemente se trata de Percival.
– ¿Percival? -preguntó Beatrice, crispada, volviéndose a mirar a su hija-. ¿Por qué?
Araminta no miraba a su madre a los ojos sino que los tenía fijos en un punto situado un poco a la izquierda de su cara.
– Mamá, no es momento de refugiarse en subterfugios cómodos. Demasiado tarde.
– No entiendo lo que quieres decir -respondió Beatrice con tristeza y levantando las rodillas.
– Claro que me entiendes -le contestó Araminta con impaciencia-. Percival es un muchacho arrogante y presumido, con los apetitos normales de cualquier hombre, y se hace muchas ilusiones con respecto a la manera de desahogarlos. Es posible que te niegues a reconocerlo, pero a Octavia le halagaba que el chico la admirase… y hasta de vez en cuando lo animaba con incitaciones…
La repugnancia que sintió Beatrice hizo que se estremeciera.
– Por favor, Araminta…
– Ya sé que todo esto es muy sórdido -dijo Araminta con voz más suave, pero cada vez con más seguridad-. Parece que fue una persona de esta casa quien la mató. Ya sé que es muy duro, mamá, pero no podemos cambiarlo por mucho que nos andemos con fingimientos. Lo único que haremos es ponerlo todo cada vez peor, y llegará un momento en que la policía lo descubrirá todo. Beatrice se encogió todavía más, inclinando el cuerpo hacia delante, se abrazó las piernas y dejó vagar la mirada.
– ¿Mamá? -le preguntó Araminta con voz contenida-. Dime, mamá, ¿tú sabes algo?
Beatrice no dijo nada, sólo se limitó a abrazarse con más fuerza las piernas. Era ensimismamiento, una pena muy honda de la que Hester ya había sido testigo en otras ocasiones.
Araminta se inclinó para acercarse más.
– Mamá, ¿intentas protegerme…? ¿Lo haces por Myles?
Lentamente Beatrice levantó los ojos, muy erguida pero en silencio, la cabeza vuelta en dirección opuesta al lugar donde estaba Hester, el color de sus cabellos parecido al de los de su hija.
Araminta estaba lívida, inexpresiva, la mirada brillante y dura.
– Mamá, sé que a él le gustaba Octavia y que no se abstenía… -Aspiró y exhaló lentamente-. Que no se abstenía de visitarla en su habitación. Como soy su hermana, me gusta pensar que ella lo rechazaba, pero en realidad no lo sé. Es posible que fuera a verla un día, que ella lo rechazara y… no se toma muy bien los desaires, lo digo por experiencia.
Beatrice miró a su hija y lentamente le tendió la mano en un gesto de dolor compartido. Pero Araminta no se acercó a su madre y ésta dejó caer la mano. No dijo nada. Tal vez no existían palabras para lo que sabía o temía.
– ¿Esto es lo que ocultas, mamá? -preguntó Araminta, implacable-. ¿Temes que alguien te pregunte si fue esto lo que ocurrió?
Beatrice se tendió de nuevo y, antes de responder, ordenó un poco la ropa de la cama. Araminta no hizo gesto alguno para ayudarle. -Preguntarme a mí es perder el tiempo. Yo no sé nada y, como es natural, no voy a decir una cosa así -levantó los ojos-. Araminta, por favor, ¿lo sabes tú?
Por fin Araminta se inclinó hacia delante y puso su mano delgada y fuerte sobre la de su madre.
– Mamá, si el culpable fuera Myles, no podemos ocultar la verdad. Ojalá que no lo sea y que encuentren a quien lo hizo, ¡y pronto! -Su rostro estaba lleno de preocupación, como si la esperanza luchase en ella contra el miedo, profundamente abstraída.
Beatrice intentó decirle algo amable, algo que apartara el horror que se estaba adueñando de las dos, pero se sintió incapaz al ver la valentía y el inflexible deseo de verdad que reflejaba la expresión de su hija.
Araminta se levantó, se inclinó hacia delante, le dio un beso rozándole apenas la frente con los labios y salió de la habitación.
Beatrice todavía permaneció sentada unos minutos, pero lentamente fue dejándose caer en la cama.
– Puede llevarse la bandeja, Hester, me parece que no me tomaré el té.
O sea que Beatrice no había olvidado ni por un momento que su enfermera estaba en la habitación. Hester no sabía si sentirse agradecida porque su situación le brindaba la oportunidad de observar o insultada porque su persona importaba tan poco que daba igual lo que pudiera ver u oír. Era la primera vez en su vida que tenía la sensación de contar tan poco y esto le dolía.
– Sí, lady Moidore -dijo con tranquilidad y, tomando la bandeja, dejó a Beatrice a solas con sus pensamientos.
Aquella noche tenía un poco de tiempo disponible y decidió pasarlo en la biblioteca. Había cenado en el comedor de los criados. De hecho había sido una de las mejores cenas de su vida, mucho más sustanciosa y variada que cuando estaba en su propia casa e incluso cuando las circunstancias económicas de su familia eran más favorables, es decir, en vida de su padre. Nunca le habían ofrecido más de seis platos y normalmente el más fuerte era cordero o buey. Esta noche, en cambio, había tenido posibilidad de elegir entre tres tipos de carne y un total de ocho platos.
Encontró un libro que trataba de las campañas peninsulares del duque de Wellington y estaba metida de lleno en él cuando se abrió la puerta y apareció Cyprian Moidore.
Pareció sorprendido, pero no contrariado.
– Siento molestarla, señorita Latterly. -Echó una ojeada al libro que Hester estaba leyendo-. Estoy seguro de que tiene muy bien merecido un poco de descanso, pero me gustaría que me dijera con franqueza qué piensa de la salud de mi madre. -Parecía preocupado y angustiado, sus ojos la miraban sin vacilación alguna.
Hester cerró el libro y él leyó el título.
– ¡Santo cielo! ¿No ha encontrado nada más interesante que esto? Tenemos cantidad de novelas y también poesía… un poco más hacia la derecha, creo.
– Sí, ya lo sé, gracias. He elegido el libro con toda intención. -Hester vio la duda pintada en sus ojos y, al percatarse de que no bromeaba, la sorpresa-. Creo que lady Moidore está profundamente afectada por la muerte de la hermana de usted -se apresuró a decir Hester-. Por supuesto que eso de tener a la policía siempre en casa es muy molesto. De todos modos, no creo que su salud esté en peligro de sufrir una crisis. El dolor siempre tarda un tiempo en mitigarse, aparte de que es natural que esté indignada y desconcertada, sobre todo teniendo en cuenta lo inesperado de la pérdida. Cuando hay una enfermedad, por lo menos uno tiene tiempo de irse preparando… Bajó los ojos y los fijó en la mesa, colocada entre los dos.
– ¿Mi madre ha dicho algo sobre quién piensa que pueda ser el culpable?
– No… yo no he hablado con ella del tema… aunque la he escuchado cuando ella ha tenido necesidad de hablar conmigo, si he creído que podía servir para aliviar su angustia.
Levantó los ojos y en su rostro brilló una inesperada sonrisa. En otro sitio, lejos de aquella familia y del ambiente opresivo de sospecha y defensa que había en ella y de no haber tenido que desempeñar la función de sirvienta, aquel joven le habría gustado. Tenía sentido del humor y, detrás de sus maneras comedidas, se traslucía su inteligencia.
– ¿No cree que sería conveniente consultar con un médico? -insistió.
– No creo que un médico le fuera de gran ayuda -dijo Hester con franqueza. Le habría dicho lo que ella pensaba, pero temía causarle sólo mayor preocupación y levantar sospechas al hacer evidente que recordaba y valoraba todo lo que escuchaba.
– ¿Qué le pasa a mi madre? -Se había dado cuenta de su indecisión y sabía que había algo más-. Por favor, le ruego que me lo diga, señorita Latterly.