– Sí, algunos sí lo eran -dijo con una sonrisa-, pero desgraciadamente no estaban en muy buena forma.
– ¡Oh! -exclamó Mary con una carcajada, al tiempo que movía la cabeza y daba por terminado el trabajo de recoger la ropa recién lavada de su señora-. Claro, no lo había pensado. En fin, no importa. Como siga trabajando en casas como ésta, no sabe con lo que se puede llegar a encontrar. -Y después de una observación tan esperanzadora como aquélla, se cargó el fardo de ropa y se lo llevó, haciendo balancear las caderas con garbo mientras se dirigía hacia la escalera.
Hester sonrió, terminó su trabajo y fue a la cocina a preparar una tisana para Beatrice. Subía con la bandeja cuando se cruzó con Septimus, que salía por la puerta de la bodega con un brazo torpemente doblado sobre el pecho, como si llevara algo escondido debajo de la chaqueta.
– Buenas tardes, señor Thirsk -dijo Hester cordialmente, como dándole a entender que encontraba normal que tuviera alguna ocupación en la bodega.
– Ejem… buenas tardes, señorita… ejem…
– Latterly -le facilitó su nombre-, soy la enfermera de lady Moidore.
– ¡Ah, sí, claro! -dijo el hombre con un parpadeo de sus ojos descoloridos-. Le ruego que me perdone. Buenas tardes, señorita Latterly. -Se apartó rápidamente de la puerta de la bodega y se notó por su actitud que estaba muy azarado.
Annie, una de las camareras de arriba que pasaba en aquel momento por allí, echó a Septimus una mirada cargada de intención y a Hester una sonrisa. Era una muchacha alta y espigada, como Dinah. Habría podido ser una buena camarera de salón, pero era demasiado joven en aquellos momentos y bastante novata, ya que sólo tenía quince años. Era posible, además, que fuera excesivamente testaruda. Hester la había sorprendido más de una vez cuchicheando con Maggie y riendo a hurtadillas en la habitación de las sirvientas del primer rellano, que era donde se preparaba el té por la mañana, o agachadas las dos curioseando un libro de tres al cuarto, medio escondidas en el armario de la ropa blanca, examinando con unos ojos como platos ilustraciones de escenas románticas y arriesgadas aventuras. Sólo Dios sabía qué cosas debían de pasarles por la imaginación. Algunos de los comentarios que habían hecho sobre el asesinato pecaban más de pintorescos que de creíbles.
– Una niña encantadora -comentó Septimus con aire ausente-. Su madre se dedica a hacer pasteles en Portman Square, pero ella no llegará nunca a cocinera. Sueña despierta -dijo en tono afectuoso-, le gusta que le cuenten historias del ejército. -Se encogió de hombros y por poco le resbala la botella que sostenía con el brazo. Se sonrojó pero le dio tiempo a agarrarla.
Hester le devolvió la sonrisa.
– Ya lo sé -comentó-, a mí me ha hecho un montón de preguntas. Estoy segura de que tanto ella como Maggie podrían ser unas buenas enfermeras, justo el tipo de chicas que necesitamos, inteligentes, rápidas y con ideas propias.
Septimus pareció un poco desconcertado ante sus palabras, lo que hizo suponer a Hester que debía de estar acostumbrado al tipo de cuidados médicos que se dispensaban en el ejército antes de los tiempos de Florence Nightingale, razón por la cual aquellas ideas nuevas caían fuera de su campo de experiencias.
– Maggie también es una buena chica -dijo con el ceño fruncido y un tanto desorientado-, rebosa sentido común. Su madre es lavandera, creo que en un pueblo de Gales. Ya se ve que la chica tiene temperamento, pero aunque su genio es vivo también sabe ser paciente cuando conviene. Se pasó toda una noche en vela cuando el gato del jardinero se puso enfermo, o sea que supongo que debe de tener usted razón y que, en efecto, sería una enfermera bastante buena. De todos modos, a mi me parece una lástima poner a dos chicas decentes como éstas en un trabajo así. -Se removió disimuladamente para colocarse mejor la botella debajo de la chaqueta y procurar que no se notara el bulto, pero puso cara de saber que se le había visto la oreja. Tampoco parecía haberse enterado de que había insultado a las mujeres que ejercían la profesión de Hester: se había limitado a hablar con franqueza de la fama que tenían y no le había pasado por las mientes que también ella hacía aquel trabajo.
Hester se quedó dudando entre ahorrarle el bochorno o informarle mejor. Ganó la primera opción, de manera que apartó los ojos de aquel bulto de debajo de la chaqueta y continuó como si no hubiese observado nada.
– Gracias, quizá les exponga sus ideas cuando tenga ocasión. Eso sí, le ruego que no mencione las mías al ama de llaves -dijo Hester.
El hombre hizo una mueca entre burlona y asustada.
– Créame, señorita Latterly, ¡eso ni soñarlo! Soy un soldado demasiado veterano para andar acusando sin fundamento.
– ¡Exacto! -admitió Hester-. Y yo también he cuidado a demasiados de esos soldados.
Por un instante el rostro del hombre se mostró totalmente sobrio, sus ojos azules se aclararon, le desaparecieron de la cara aquellas arrugas producidas por la ansiedad y se produjo entre los dos una afinidad completa. Los dos habían visto la carnicería del campo de batalla y la inacabable tortura de las heridas de guerra, las vidas truncadas. Sabían qué precio costaba la incompetencia y la arrogancia. Aquélla era una vida que nada tenía que ver con la de esta casa ni con su civilizada rutina y su disciplina férrea compuesta de trivialidades: las camareras que se levantaban a las cinco de la mañana para limpiar las chimeneas, ennegrecer los hierros, sembrar de hojas húmedas de té las alfombras y barrerlas después, ventilar las habitaciones, vaciar los desechos, sacar el polvo, barrer, bruñir, dar la vuelta a los colchones, lavar, planchar metros y más metros de ropa de lino, enaguas, encajes y cintas, zurcir, ir a buscar cosas, transportarlas… hasta que a las nueve de la noche, o a las diez, o a las once se las autorizaba a dejar de trabajar.
– Sí, hábleles de eso de la enfermería -dijo el hombre finalmente y, sin disimulo alguno, se sacó la botella de debajo de la chaqueta y se la colocó más cómodamente antes de dar media vuelta y salir caminando con paso ligero pero con una cierta vacilación.
Hester subió la bandeja a Beatrice y la dejó ante ella. Se disponía a salir cuando entró Araminta. -Buenas tardes, mamá -le dijo en tono alegre-. ¿Qué tal te encuentras? -al igual que le ocurría a su padre, para ella Hester era invisible. Se acercó a su madre, la besó en la mejilla y después se sentó en la butaca más próxima, con las anchas faldas convertidas en montañas de muselina gris oscuro y una delicada pañoleta de color lila sobre los hombros que le sentaba muy bien, tolerada para el luto por su color. Su cabellera llameante relucía como siempre y enmarcaba aquel rostro delicado y de leve asimetría.
– Exactamente igual, gracias -respondió Beatrice sin verdadero interés. Se volvió ligeramente hacia Araminta, con los labios fruncidos en un gesto expectante. No se notaba afecto entre las dos y Hester dudaba entre salir o quedarse. Experimentaba la curiosa sensación de que en cierto modo no era una intrusa, porque la tensión entre las dos mujeres, el hecho de no saber qué decirse una a la otra ya la excluía. Ella era una sirvienta, alguien cuya opinión no tenía la más mínima importancia, alguien inexistente.
– Bueno, supongo que es lo que cabía esperar -dijo Araminta con una sonrisa, pero sin que en sus ojos apareciera el más mínimo signo de afecto-. Me temo que la policía no va a conseguir nada. He hablado con el sargento de la policía… creo que se llama Evan… pero o no sabe nada o no quiere decírmelo. -Fijó una mirada ausente en los adornos del brazo de la butaca-. En el caso de que quieran hacerte alguna pregunta, ¿querrás hablar con ellos?
Beatrice levantó los ojos y los fijó en la araña de cristal que pendía del centro del techo. Era primera hora de la tarde y estaba apagada, pero los últimos rayos del sol que ya iba a la puesta arrancaban reflejos de uno o dos cristales.