– Sí, me gusta. -Beatrice tomó unos bocados más antes de volver a hablar-. Tengo entendido que el señor Monk continúa visitándonos.
– Sí, sí, naturalmente. De todos modos, me parece que no hace gran cosa… no he visto que haya conseguido nada hasta ahora. Sigue interrogando a los criados. Tendremos suerte si, cuando termine todo esto, no se despiden en bloque. -Apoyó los codos en los brazos de la butaca y juntó las yemas de los dedos de ambas manos-. No tengo ni idea de lo que espera conseguir. Me parece, querida mía, que debes comenzar a hacerte a la idea de que no llegaremos a saber nunca la verdad. -Comprobó cómo a su mujer se le tensaban los músculos, encorvaba la espalda y los nudillos se le quedaban blancos de tanto apretar el cuchillo-. Yo también me he hecho mis cábalas -continuó-, no creo que haya que culpar a ninguna de las sirvientas, esto para empezar…
– ¿Por qué no, Basil? -le preguntó su mujer-. No veo que sea imposible que una mujer apuñale a otra con un cuchillo y la mate. No se necesita tanta fuerza como eso. Y Octavia habría desconfiado mucho menos de una mujer, al verla aparecer en su habitación por la noche, que de un hombre.
Por la cara de Basil cruzó una sombra de irritación.
– Mira, Beatrice, ¿no te parece que ya es hora de aceptar unas cuantas verdades en relación con Octavia? Hacía casi dos años que era viuda. Era una mujer en la flor de la vida…
– ¡O sea que tenía un lío con el lacayo! -dijo Beatrice, furiosa, con los ojos desencajados y la voz rebosante de desdén-. ¿Eso es lo que piensas de tu hija, Basil? Si en esta casa hay alguien que se rebaja a encontrar placer con un criado, creo que esa persona debe de ser Fenella. Aunque dudo que sea capaz de inspirar una pasión que provoque el asesinato… como no sea la pasión de asesinarla a ella. De todos modos, no es de las que cambian de actitud y se resisten hasta el último momento. ¡Dudo que nunca ella haya rechazado a nadie! -En su rostro apareció una mueca de asco e incomprensión.
La expresión de Basil reflejó un desagrado equivalente, aunque en la de él había una indignación que no era momentánea, sino que procedía de muy adentro. -La vulgaridad es indecorosa, Beatrice, y ni siquiera esta tragedia puede excusarla. Si se llega a una situación que lo justifique, sé lo que tengo que decir a Fenella. ¿No estarás insinuando que Fenella mató a Octavia en un arranque de celos porque le robaba las atenciones del lacayo, verdad?
Era evidente que lo había dicho con ironía, pero Beatrice se lo tomó al pie de la letra.
– Yo no insinúo nada -dijo-, pero ya que pones el asunto sobre el tapete, no me parece imposible. Percival es un muchacho de muy buen ver y me he fijado que Fenella lo mira con agrado. -Se le formaron unas pequeñas arrugas en la cara y se estremeció ligeramente. Dejó vagar la mirada hasta el tocador, con sus tarros de cristal tallado y sus frascos con tapón de plata, todo cuidadosamente dispuesto y añadió-: Ya sé que es repugnante, pero creo que Fenella tiene algo de viciosa…
Basil se puso en pie y le volvió la espalda para mirar más allá de la ventana, al parecer todavía olvidado de Hester, que estaba de pie junto a la puerta del vestidor con un salto de cama colgado del brazo y el cepillo de la ropa en la mano.
– Tú eres mucho más remilgada que la mayoría de las mujeres, Beatrice -le soltó a quemarropa-. A veces me parece que no conoces la diferencia que hay entre la moderación y la abstinencia.
– Pero conozco la diferencia que hay entre un lacayo y un señor -dijo con voz tranquila, aunque se quedó callada de pronto, frunció el ceño y por sus labios vagó la sombra de una sonrisa-. Bueno, en realidad no es verdad… no tengo ni idea. Nunca he tenido familiaridades con los criados…
Basil dio media vuelta, sin advertir el más ligero humor en su observación ni en la situación en general, movido sólo por la ira y el más descarnado insulto.
– Esta tragedia te ha desquiciado por completo -dijo con frialdad y una mirada de sus negros ojos estática e inexpresiva vista a la luz de la lámpara-. Has perdido el sentido de la proporción entre lo que está bien y lo que está mal. Mejor será que permanezcas en esta habitación hasta que consigas centrarte un poco. No se podía esperar otra cosa teniendo en cuenta que no eres una mujer fuerte. Deja que la señorita… como se llame se ocupe de ti. Araminta se encargará del servicio hasta que estés más recuperada. Ahora no habrá festejos, como es natural, así es que no tienes que preocuparte. Nos arreglaremos perfectamente sin ti. -Y sin añadir nada más, salió y cerró la puerta tras él con cuidado, dejando que la lengüeta del cierre encajara en su sitio con un ruidoso chasquido.
Beatrice apartó la bandeja sin terminar la comida, volvió la cabeza a un lado y escondió el rostro entre las almohadas. Por el temblor de sus hombros Hester se dio cuenta de que estaba llorando, pese a que su boca no profería sonido alguno.
Hester tomó la bandeja y la colocó sobre la mesilla de al lado, después sumergió un paño en el agua caliente de un aguamanil y volvió a la cama. Con gran delicadeza rodeó con el brazo a la mujer y la retuvo hasta que vio que se había tranquilizado; le alisó los cabellos y se los apartó de la frente, para después secarle los ojos y las mejillas con el paño mojado.
Empezaba la tarde cuando Hester volvía de la lavandería con los delantales limpios y, medio por casualidad, medio con intención, sorprendió una conversación entre el lacayo Percival y la lavandera Rose. Ésta estaba doblando un montón de fundas de almohada de hilo recamadas de bordados y acababa de dar a Lizzie, que era su hermana mayor, los delantales rematados de encajes de la camarera del salón. Rose se tenía muy erguida, la espalda rígida, los hombros levantados y la barbilla hacia delante. Era tan diminuta que hasta Hester habría podido rodearle la cinturita con las manos, pero tenía manos pequeñas y cuadradas, dotadas de una fuerza sorprendente. Sus ojos azules, del color de las flores de aciano, eran enormes y su rostro era agraciado, sin que la larga nariz ni la boca exageradamente grande estropeasen en nada la armonía del conjunto.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Rose, aunque sus palabras quedaban desmentidas por el tono con que las había pronunciado. Las había articulado como una pregunta, pero parecían más bien una invitación.
– Vengo a por las camisas del señor Kellard -dijo el muchacho, evasivo.
– No sabía que te encargaras de esos menesteres. Como se entere el señor Rhodes, sabrás lo que es bueno. Le estás pisando el terreno.
– Precisamente ha sido Rhodes quien me ha dicho que las viniera a buscar -replicó él.
– Pero tú preferirías hacer de ayuda de cámara, ¿verdad?, y acompañar al señor Kellard cuando viaja y está invitado en estas grandes mansiones donde dan esas fiestas tan estupendas y todas esas cosas… -lo decía con una voz melosa y, sólo oyéndola, Hester ya se imaginaba sus ojos brillantes, sus labios entreabiertos por la excitación, un entusiasmo que venía de pensar en todos aquellos placeres, gente nueva, un saloncito para los criados, buena comida, música, reuniones hasta tarde, vino, risas y chismorreo.
– No estaría mal -admitió Percival con una nota de entusiasmo en la voz-. De todos modos, voy a sitios bastante interesantes. -Ahora hablaba como un fanfarrón y Hester lo sabía.
Y al parecer. Rose también.
– Pero te quedas fuera -le soltó ella-, tienes que esperar en las caballerizas, junto a los coches.
– ¡Oh, no!, no es verdad -había crispación en su voz y Hester ya imaginaba el brillo de sus ojos y la pequeña curva de sus labios, porque había tenido ocasión de verlo varias veces cuando atravesaba la cocina y pasaba junto a las criadas-, algunas veces entro.
– Sí, en la cocina -dijo Rose con desprecio-, pero si fueras ayuda de cámara también podrías ir arriba. Ayuda de cámara siempre es mejor que criado.