– ¿Quién cree que puede mentir? -le preguntó Beatrice.
Hester titubeó un poco antes de contestar y se acercó a la cama para poner orden en las ropas, esponjar las almohadas y procurar dar la impresión de que estaba haciendo algo.
– No lo sé, pero es evidente que alguien miente.
Beatrice pareció sobresaltada, como si no hubiera previsto aquella respuesta.
– ¿Quiere decir que puede haber alguien que proteja al asesino? ¿Por qué? ¿Quién podría ser y por qué? ¿Qué motivo podría tener?
Hester intentó excusarse.
– Yo sólo quería decir que la persona en cuestión está en la casa, y que miente para protegerse. -Entonces se dio cuenta de que casi se le había escapado la oportunidad-. Ahora que lo dice, tiene usted razón: es probable que lo sepa alguien más, o que por lo menos conozca el motivo. Casi me atrevería a decir que varias personas eluden la verdad, sea cual fuere. -Miró a Beatrice desde la cama-. ¿No le parece, lady Moidore?
Beatrice titubeó.
– Eso temo -dijo en voz muy baja.
– Si usted me pregunta por la persona -prosiguió Hester, pasando por alto el hecho de que nadie le había pedido parecer-, yo me he hecho mis cábalas. Pienso que puede haber alguien que esconda una verdad que sabe o sospecha y que lo haga para proteger a una persona porque la quiere… -Observó el rostro de Beatrice y se fijó en que se le tensaban los músculos, como si el dolor la hubiera sorprendido desprevenida-. Cuesta decir algo que podría provocar una sospecha injustificada y, por consiguiente, causar un gran disgusto. Por ejemplo, un afecto que podría haber sido mal interpretado…
Beatrice la miró a su vez con los ojos muy abiertos.
– ¿Le ha dicho esto al señor Monk?
– ¡Oh, no! -replicó Hester fingiendo escandalizarse-. Podría haberse figurado que pensaba en alguien en particular.
Beatrice esbozó una leve sonrisa. Se acercó a la cama y se tendió en ella, aunque con un cansancio que no parecía físico, sino sólo mental, mientras Hester la tapaba, solícita, con las mantas y trataba de disimular su impaciencia. Estaba convencida de que Beatrice sabía algo y de que cada día que pasaba en silencio reforzaba el peligro de que no llegase nunca a descubrirse y de que todas las personas de la casa se encerrasen en sí mismas, corroídas por las sospechas y por veladas acusaciones. ¿Bastaría con que ella callase para protegerse indefinidamente del asesino?
– ¿Está cómoda? -le preguntó Hester con voz amable.
– Sí, gracias -dijo Beatriz, ausente-. Oiga, Hester.
– Sí, diga.
– ¿Pasó usted miedo en Crimea? Debió de correr muchos peligros. ¿No temía por usted… y por aquellos que usted amaba?
– Sí, naturalmente. -Los pensamientos de Hester volaron hasta los tiempos en que, echada en su camastro, sentía que el horror le recorría la piel ante el pensamiento del dolor que aguardaba a los hombres que había visto hacía unos momentos, mientras el frío le entumecía los miembros en las colinas que coronaban Sebastopol y veía las mutilaciones resultado de las heridas, la carnicería de las batallas, los cuerpos fracturados y despedazados hasta el punto de no parecer seres humanos, sólo piltrafas sanguinolentas, hombres que antes estaban vivos y que habían sufrido inimaginables dolores. Raras veces había temido por sí misma, aunque en alguna ocasión, cuando estaba tan cansada que se sentía enferma, el súbito espectro del tifus o del cólera la aterraba hasta tal punto que se le revolvía el estómago y todo el cuerpo le quedaba empapado de sudor frío.
Beatrice la miraba, por una vez sus ojos estaban impregnados de verdadero interés… pero ahora no la observaba con simple cortesía, no fingía.
Hester sonrió.
– Sí, alguna vez pasé miedo, pero no a menudo. La mayoría de las veces estaba demasiado atareada. Cuando una persona está ocupada en algo, por insignificante que sea, desaparece la avasalladora sensación de horror. Se borra el conjunto y sólo queda al descubierto una pequeña parte, la que te mantiene ocupada. El simple hecho de hacer algo también te apacigua, pese a que a veces sólo alivies los sufrimientos de una persona o le ayudes a soportarlos con esperanza. En alguna ocasión el solo hecho de limpiar cosas sucias ya te hace bien, es una manera de poner orden en el caos.
Sólo al terminar y ver asomar la comprensión en el rostro de Beatrice se dio cuenta de los significados involucrados en lo que había dicho. Si en otro tiempo le hubieran preguntado si habría cambiado su vida por la de Beatrice, una mujer casada y con buena posición social, con familia y amigos, habría dicho que sí por considerar que aquélla era la función ideal de una mujer, como si hasta el simple hecho de dudarlo ya fuera una estupidez. Quizá Beatrice habría dicho que no con la misma presteza. Ahora las dos habían modificado sus puntos de vista y en ellas había surgido una sorpresa que todavía crecía. Beatrice estaba a salvo de la desgracia material, pero por dentro se marchitaba de aburrimiento y se sentía inútil. Era un dolor que se le hacía más insoportable porque no podía intervenir en él, y lo aguantaba pasivamente, sin conocimiento ni armas con que combatirlo: ni en ella ni en aquellos que ella amaba o compadecía las encontraba. Hester ya había conocido a mujeres desgraciadas como aquéllas, nunca las había comprendido de manera tan nítida y lacerante.
Habría sido una torpeza intentar expresar con palabras algo tan sutil, para afrontarlo según sus respectivas percepciones ambas necesitaban tiempo. Hester quería decir algo reconfortante, pero sólo se le ocurrían frases que denotaban superioridad y que habrían roto la delicada empatía que existía entre las dos.
– ¿Qué quiere comer? -preguntó finalmente.
– ¿Tiene eso alguna importancia? -dijo Beatrice con una sonrisa y encogiéndose de hombros, advirtiendo el contraste de pasar de una cuestión a otra tan diferente y tan extremadamente trivial.
– No tiene ninguna. -Hester le sonrió con tristeza-. De todos modos, sería mejor que se complaciera usted en lugar de complacer a la cocinera.
– Entonces, ni flan de huevo ni budín de arroz -dijo Beatrice con decisión-. Me recuerda la comida de los niños, tengo la impresión de volver a ser una niña.
Hester acababa de volver a la habitación con una bandeja en la que había un trozo de cordero frío, encurtidos frescos, pan, mantequilla y una buena porción de flan de frutas con crema de leche, lo que mereció la lógica aprobación de Beatrice, cuando de pronto se oyeron unos enérgicos golpes en la puerta y entró Basil. Pasó junto a Hester como si no la hubiera visto y se sentó en una silla próxima a la cama, cruzó las piernas y se puso cómodo.
Hester no sabía si salir o quedarse. Tenía poco que hacer en la habitación, pero sentía la curiosidad de saber cómo debía de ser la relación entre Beatrice y su marido, una relación que dejaba tan aislada a aquella mujer que no le quedaba otro recurso que retirarse a su cuarto en lugar de recurrir a su esposo para que la protegiera o, mejor, para luchar juntos contra la adversidad. ¿No sería que toda su aflicción estaba centrada en el campo de la familia y de las emociones, no sería que había dolor, amor, odio, probablemente celos… asuntos todos que pertenecen al terreno de la mujer, ese campo donde adquieren todo su peso sus dones y donde puede utilizar su fuerza?
Beatrice se sentó recostada en las almohadas y comió con gran satisfacción el cordero frío.
Basil miró la comida como desaprobándola.
– ¿No es un poco fuerte esta comida para una enferma? Déjame que pida algo más apropiado, cariño. -Alcanzó el cordón de la campana sin esperar respuesta.
– A mí me gusta -dijo Beatrice en un acceso de enfado- y en el estómago no me pasa nada. Me lo ha ido a buscar Hester y aquí la señora Boden no tiene nada que decir. Como la hubiera dejado a ella, lo que me habría traído habría sido budín de arroz.
– ¿Hester? -dijo él frunciendo el ceño-. ¡Ah, sí, la enfermera! -Hablaba como si Hester no estuviera presente o no pudiese oír sus palabras-. Bueno… si a ti te gusta…