– ¿Qué tal tus muchas mujeres?
– Bien.
Reconozco que mi conversación no era muy brillante, pero no tenía ganas de hablar.
– ¿Cómo está Sally?
Conocía a Sally Hayes. Se la había presentado una vez.
– Está bien. He salido con ella esta tarde.
¡Jo! ¡Parecía que habían pasado como veinte años desde entonces!
– Ya no tenemos mucho en común -le dije.
– Pero era una chica muy guapa. ¿Y la otra? Aquélla de que me hablaste. La que conociste en Maine.
– ¿Jane Gallaher? Está bien. Probablemente la llamaré mañana.
Terminamos de hacer la cama.
– Es toda tuya -dijo el señor Antolini-. Pero no sé dónde vas a meter esas piernas que tienes.
– No se preocupe. Estoy acostumbrado a camas cortas -le dije-. Y muchas gracias. Usted y la señora Antolini me han salvado la vida esta noche.
– Ya sabes dónde está el baño. Si quieres algo, dame un grito. Aún estaré en la cocina un buen rato. ¿Te molestará la luz?
– No, claro que no. Muchas gracias.
– De nada. Buenas noches, guapetón.
– Buenas noches. Y muchas gracias.
Se fue a la cocina y yo me metí en el baño a desnudarme. No pude lavarme los dientes porque no había traído cepillo. Tampoco tenía pijama y el señor Antolini se había olvidado de prestarme uno de los suyos. Así que volví al salón, apagué la lámpara, y me acosté en calzoncillos. El sofá era cortísimo, pero aquella noche habría dormido de pie sin un solo parpadeo. Estuve pensando un par de segundos en lo que me había dicho el señor Antolini, en eso de que uno aprendía a calcular el tamaño de su inteligencia. La verdad es que era un tío muy listo. Pero no podía mantener los ojos abiertos y me dormí.
De pronto ocurrió algo. No quiero ni hablar de ello. No sé qué hora sería, pero el caso es que me desperté. Sentí algo en la cabeza. Era la mano de un tío. ¡Jo! ¡Vaya susto que me pegué! Era la mano del señor Antolini. Se había sentado en el suelo junto al sofá en medio de la oscuridad y estaba como acariciándome o dándome palmaditas en la cabeza. ¡Jo! ¡Les aseguro que pegué un salto hasta el techo!
– ¿Qué está haciendo?
– Nada. Estaba sentado aquí admirando…
– Pero, ¿qué hace? -le pregunté de nuevo. No sabía ni qué decir. Estaba desconcertadísimo.
– ¿Y si bajaras la voz? Ya te digo que estaba sentado aquí…
– Bueno, tengo que irme -le dije. ¡Jo! ¡Qué nervios! Empecé a ponerme los pantalones sin dar la luz ni nada. Pero estaba tan nervioso que no acertaba. En todos los colegios a los que he ido he conocido a un montón de pervertidos, más de los que se pueden imaginar, y siempre les da por montar el numerito cuando estoy delante.
– ¿Que tienes que irte? ¿Adonde? -dijo el señor Antolini.
Trataba de hacerse el muy natural, como si todo fuera de lo más normal, pero de eso nada. Se lo digo yo.
– He dejado las maletas en la estación. Creo que será mejor que vaya a recogerlas. Tengo allí todas mis cosas.
– No tengas miedo que no va a llevárselas nadie. Vuelve a la cama. Yo voy a acostarme también. Pero, ¿qué te pasa?
– No me pasa nada. Es que tengo el dinero y todas mis cosas en esas maletas. Volveré enseguida. Tomaré un taxi y volveré inmediatamente.
¡Jo! No daba pie con bola en medio de aquella oscuridad.
– Es que el dinero no es mío. Es de mi madre.
– No digas tonterías. Holden. Vuelve a la cama. Yo me voy a dormir. El dinero seguirá allí por la mañana.
– No, de verdad. Tengo que irme. En serio.
Había terminado de vestirme, pero no encontraba la corbata. No me acordaba de dónde la había puesto. Dejé de buscarla y me puse la chaqueta sin más. El señor Antolini se había sentado ahora en un sillón que había a poca distancia del sofá. Estaba muy oscuro y no se veía muy bien, pero supe que me miraba. Seguía bebiendo como un cosaco porque llevaba su fiel compañero en la mano.
– Eres un chico muy raro.
– Lo sé -le dije.
Me cansé de buscar la corbata y decidí irme sin ella.
– Adiós -le dije-. Muchas gracias por todo. De verdad.
Me siguió hasta la puerta y se me quedó mirando desde el umbral mientras yo llamaba al ascensor. No me dijo nada, sólo repetía para sí eso de que era «un chico muy raro». ¡De raro, nada! Siguió allí de pie sin quitarme ojo de encima. En mi vida he esperado tanto tiempo a un ascensor. Se lo juro.
Como no se me ocurría de qué hablar y él seguía clavado sin moverse, al final le dije:
– Voy a empezar a leer libros buenos. De verdad.
Algo tenía que decir. Era una situación de lo más desairada.
– Recoge tus maletas y vuelve aquí inmediatamente. Dejaré la puerta abierta.
– Muchas gracias -le dije-. Adiós.
Por fin llegó el ascensor. Entré en él y bajé hasta el vestíbulo. ¡Jo! Iba temblando como un condenado. Cosas así me han pasado ya como veinte veces desde muy pequeño. No lo aguanto.
Capítulo 25
Cuando salí estaba empezando a amanecer. Hacía mucho frío pero me vino bien porque estaba sudando. No tenía ni idea de dónde meterme. No quería ir a un hotel y gastarme todo el dinero que me había dado Phoebe, así que me fui andando hasta Lexington y allí tomé el metro a la estación de Grand Central. Tenía las maletas en esa consigna y pensé que podría dormir un poco en esa horrible sala de espera donde hay un montón de bancos. Y eso es lo que hice. Al principio no estuvo tan mal porque como no había mucha gente pude echarme todo lo largo que era en un banco. Pero prefiero no hablarles de aquello. No fue nada agradable. No se les ocurra intentarlo nunca, de verdad. No saben lo deprimente que es.
Dormí sólo hasta las nueve porque a esa hora empezaron a entrar miles de personas y tuve que poner los pies en el suelo. Como así no podía seguir durmiendo, acabé sentándome. Me seguía doliendo la cabeza y ahora mucho más fuerte. Creo que nunca en mi vida me había sentido tan deprimido.
Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini y en qué le diría a su mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido allí. No me preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le ocurriría alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así. Eso no era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y haberme encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté si me habría equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemente le gustaba acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se puede saber esas cosas con seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo mejor debía haber recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le había dicho. Pensé que aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se había portado muy bien conmigo. No le había importado nada que le hubiera llamado a media noche y hasta me había dicho que fuera inmediatamente si quería. Pensé que se había molestado en darme todas esas explicaciones acerca de cómo averiguar qué tamaño tienes de inteligencia, y pensé también que fue el único que se acercó a James Castle cuando estaba muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba, más me deprimía. Quizá debía haber vuelto a su casa. Quizá me había acariciado la cabeza sólo porque le apetecía. Pero cuantas más vueltas le daba en la cabeza a todo aquel asunto, peor me sentía. Me dolían muchísimo los ojos. Me escocían de no dormir. Y para colmo estaba cogiendo un catarro y no llevaba pañuelo. Tenía unos cuantos en la maleta, pero no me apetecía abrirla en medio de toda aquella gente. Alguien se había dejado una revista en el banco de al lado, así que me puse a ojearla a ver si con eso dejaba de pensar en el señor Antolini y en muchas otras cosas. Pero el artículo que empecé a leer me deprimió aún más. Hablaba de hormonas. Te decía cómo tenías que tener la cara y los ojos y todo lo demás cuando las hormonas te funcionaban bien, y yo no respondía para nada a la descripción. Era igualito, en cambio, al tipo que según el artículo tenía unas hormonas horribles, así que de pronto empecé a preocuparme por las dichosas hormonas. Luego me puse a leer otro artículo sobre cómo descubrir si tienes cáncer. Decía que si te sale una pupa en los labios y tarda mucho en curarse es probablemente señal de que lo tienes. Precisamente hacía dos semanas que tenía una calentura que no se secaba, así que inmediatamente me imaginé que tenía cáncer. Aquella revistita era como para levantarle la moral a cualquiera. Dejé de leer y salí a dar un paseo. Estaba seguro de que me quedaban como dos meses de vida. De verdad. Completamente seguro de ello. Y la idea no me produjo precisamente una alegría desbordante.