– ¿Qué dices? -le pregunté a Phoebe. Me había dicho algo, pero no la había entendido.
– ¿Ves como no hay una sola cosa que te guste?
– Sí hay. Claro que sí.
– ¿Cuál?
– Me gusta Allie, y me gusta hacer lo que estoy haciendo ahora. Hablar aquí contigo, y pensar en cosas, y…
– Allie está muerto. No vale. Si una persona está muerta y en el Cielo, no vale…
– Ya lo sé que está muerto. ¿Te crees que no lo sé? Pero puedo quererle, ¿no? No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se haya muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que siguen viviendo.
Phoebe no contestó. Cuando no se le ocurre nada que decir, se cierra como una almeja.
– Además, ya te digo que también me gusta esto. Estar aquí sentado contigo perdiendo el tiempo…
– Pero esto no es nada.
– Claro que sí. Claro que es algo. ¿Por qué no? La gente nunca le da importancia a las cosas. ¡Maldita sea! Estoy harto.
– Deja de jurar y dime otra cosa. Dime por ejemplo qué te gustaría ser. Científico o abogado o qué.
– Científico no. Para las ciencias soy un desastre.
– Entonces abogado como papá.
– Supongo que eso no estaría mal, pero no me gusta. Me gustaría si los abogados fueran por ahí salvando de verdad vidas de tipos inocentes, pero eso nunca lo hacen. Lo que hacen es ganar un montón de pasta, jugar al golf y al bridge, comprarse coches, beber martinis secos y darse mucha importancia. Además, si de verdad te pones a defender a tíos inocentes, ¿cómo sabes que lo haces porque quieres salvarles la vida, o porque quieres que todos te consideren un abogado estupendo y te den palmaditas en la espalda y te feliciten los periodistas cuando acaba el juicio como pasa en toda esa imbecilidad de películas? ¿Cómo sabes tú mismo que no te estás mintiendo? Eso es lo malo, que nunca llegas a saberlo.
No sé si Phoebe entendía o no lo que quería decir porque es aún muy cría para eso, pero al menos me escuchaba. Da gusto que le escuchen a uno.
– Papá va a matarte. Va a matarte -me dijo.
Pero no la oí. Estaba pensando en otra cosa. En una cosa absurda.
– ¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir?
– ¿Qué?
– ¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno…»? Me gustaría…
– Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno» -dijo Phoebe-. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.
– Ya sé que es un poema de Robert Burns.
Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno», pero entonces no lo sabía.
– Creí que era, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo» -le dije-, pero, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.
Phoebe se quedó callada mucho tiempo. Luego, cuando al fin habló, sólo dijo:
– Papá va a matarte.
– Por mí que lo haga -le dije. Me levanté de la cama porque quería llamar al que había sido profesor mío de literatura en Elkton Hills, el señor Antolini. Ahora vivía en Nueva York. Había dejado el colegio para ir a enseñar a la Universidad-. Tengo que hacer una llamada -le dije a Phoebe-. Enseguida vuelvo. No te duermas.
No quería que se durmiera mientras yo estaba en el salón. Sabía que no lo haría, pero aun así se lo dije para asegurarme.
Mientras iba hacia la puerta, Phoebe me llamó:
– ¡Holden!
Me volví. Se había sentado en la cama. Estaba guapísima.
– Una amiga mía, Phillis Margulis, me ha enseñado a eructarme -dijo- Escucha.
Escuché y oí algo, pero nada espectacular.
– Lo haces muy bien -le dije, y luego me fui al salón a llamar al señor Antolini.
Capítulo 23
Hablé muy poco rato porque tenía miedo de que llegaran mis padres y me pescaran con las manos en la masa. Pero tuve suerte. El señor Antolini estuvo muy amable. Me dijo que si quería, vendría a buscarme inmediatamente. Creo que les desperté a él y a su mujer porque tardaron muchísimo en coger el teléfono. Lo primero que me preguntó fue que si me pasaba algo grave y yo le contesté que no. Pero le dije que me habían echado de Pencey. Pensé que era mejor que lo supiera cuanto antes. Me dijo: «¡Vaya por Dios! ¡Buena la hemos hecho!». La verdad es que tenía bastante sentido del humor. Me dijo también que si quería podía ir para allá en seguida.
El señor Antolini es el mejor profesor que he tenido nunca. Es bastante joven, un poco mayor que mi hermano D.B., y se puede bromear con él sin perderle el respeto ni nada. El fue quien recogió el cuerpo de James Castle cuando se tiró por la ventana. El señor Antolini se le acercó, le tomó el pulso, se quitó el abrigo, cubrió el cadáver con él y lo llevó a la enfermería. No le importó nada que el abrigo se le manchara todo de sangre.
Cuando volví a la habitación de D.B., Phoebe había puesto la radio. Daban música de baile. Había bajado mucho el volumen para que no lo oyera la criada. No se imaginan lo mona que estaba. Se había sentado sobre la colcha en medio de la cama con las piernas cruzadas como si estuviera haciendo yoga. Escuchaba la música. Me hizo una gracia horrorosa.
– Vamos -le dije-, ¿quieres bailar?
La enseñé cuando era pequeña y baila estupendamente. De mí no aprendió más que unos cuantos pasos, el resto lo aprendió ella sola. Bailar es una de esas cosas que se lleva en la sangre.
– Pero llevas zapatos.
– Me los quitaré. Vamos.
Bajó de un salto de la cama, esperó a que me descalzara, y luego bailamos un rato. Lo hace maravillosamente. Por lo general me revienta cuando los mayores bailan con niños chicos, por ejemplo cuando va uno a un restaurante y ve a un señor sacar a bailar a una niña. La cría no sabe dar un paso y el señor le levanta todo él vestido por atrás, y resulta horrible. Por eso Phoebe y yo nunca bailamos en público. Sólo hacemos un poco el indio en casa. Además con ella es distinto porque sí sabe bailar. Te sigue hagas lo que hagas. Si la aprieto bien fuerte, no importa que yo tenga las piernas mucho más largas que ella. Y puedes hacer lo que quieras, dar unos pasos bien difíciles, o inclinarte a un lado de pronto, o saltar como si fuera una polka, lo mismo da, ella te sigue. Hasta puede con el tango.
Bailamos cuatro piezas. En los descansos me hace muchísima gracia. Se queda quieta en posición, esperando sin hablar ni nada. A mí me obliga a hacer lo mismo hasta que la orquesta empieza a tocar otra vez. Está divertidísima, pero no le deja a uno ni reírse ni nada.
Bueno, como les iba diciendo, bailamos cuatro piezas y luego Phoebe quitó la radio. Volvió a subir a la cama de un salto y se metió entre las sábanas.
– Estoy mejorando, ¿verdad? -me preguntó.
– Muchísimo -le dije. Volví a sentarme en la cama a su lado. Estaba jadeando. De tanto fumar no podía ya ni respirar. Ella en cambio seguía como si nada.
– Tócame la frente -dijo de pronto.
– ¿Para qué?
– Tócamela. Sólo una vez.
Lo hice, pero no noté nada.
– ¿No te parece que tengo fiebre?
– No. ¿Es que tienes?
– Sí. La estoy provocando. Tócamela otra vez.
Volví a ponerle la mano en la frente y tampoco sentí nada, pero le dije:
– Creo que ya empieza a subir -no quería que le entrara complejo de inferioridad.
Asintió.
– Puedo hacer que suba muchísimo el ternómetro.