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Cuando acabó la cosa esa de Navidad, empezó una porquería de película. Era tan horrible que no podía apartar la vista de la pantalla. Trataba de un inglés que se llamaba Alec o algo así, y que había estado en la guerra y había perdido la memoria. Cuando sale del hospital, se patea todo Londres cojeando sin tener ni idea de quién es. La verdad es que es duque, pero no lo sabe. Luego conoce a una chica muy hogareña y muy buena que se está subiendo al autobús. El viento le vuela el sombrero y él se lo recoge. Luego va con ella a su casa y se ponen a hablar de Dickens. Es el autor que más les gusta a los dos. El lleva siempre un ejemplar de Oliver Twist en el bolsillo y ella también. Sólo oírlos hablar ya daba arcadas. Se enamoran en seguida y él la ayuda a administrar una editorial que tiene la chica y que va la mar de mal porque el hermano es un borracho y se gasta toda la pasta. Está muy amargado porque era cirujano antes de ir a la guerra y ahora no puede operar porque tiene los nervios hechos polvo, así que el tío le da a la botella que es un gusto, pero es la mar de ingenioso. El tal Alec escribe un libro y la chica lo publica y se vende como rosquillas. Van a casarse cuando aparece la otra, que se llama Marcia y era novia de Alec antes de que perdiera la memoria. Un día le ve en una librería firmando ejemplares y le reconoce. Le dice que es duque y todo eso, pero él no se lo cree y no quiere ir con ella a ver a su madre ni nada. La madre no ve ni gorda. Luego la otra chica, la buena, le obliga a ir. Es la mar de noble. Pero él no recobra la memoria ni cuando el perro danés se le tira encima a lamerle, ni cuando la madre le pasa los dedazos por toda la cara y le trae el osito de peluche que arrastraba él de pequeño por toda la casa. Al final unos niños que están jugando al crickett le atizan en la cabeza con una pelota. Recupera de golpe la memoria y entonces le da un beso a su madre en la frente y todas esas gilipolleces. Pero entonces empieza a hacer de duque de verdad y se olvida de la buena y de la editorial. Podría contarles el resto de la historia, pero no quiero hacerles vomitar. No crean que me lo callo por no estropearles la película. Sería imposible estropearla más. Pero, bueno, al final Alec y la buena se casan, el borracho se pone bien y opera a la madre de Alec que ve otra vez, y Marcia y él empiezan a gustarse. Terminan todos sentados a la mesa desternillándose de risa porque el perro danés entra con un montón de cachorros. Supongo que es que no sabían que era perra. Sólo les digo que si no quieren vomitar no vayan a verla.

Lo más gracioso es que tenía al lado a una señora que no dejó de llorar en todo el tiempo. Cuanto más cursi se ponía la película, más lagrimones echaba. Pensarán que lloraba porque era muy buena persona, pero yo estaba sentado al lado suyo y les digo que no. Iba con un niño que se pasó las dos horas diciendo que tenía que ir al baño, y ella no le hizo ni caso. Sólo se volvía para decirle que a ver si se callaba y se estaba quieto de una vez. Lo que es ésa, tenía el corazón de una hiena. Todos los que lloran como cosacos con esa imbecilidad de películas suelen ser luego unos cabrones de mucho cuidado. De verdad.

Cuando salí del cine me fui andando hacia el Wicker Bar donde iba a ver a Carl Luce y, mientras, me puse a pensar en la guerra. Siempre me pasa lo mismo cuando veo una película de esas. Yo creo que no podría ir a la guerra. No me importaría tanto si todo consistiera en que te sacaran a un patio y te largaran un disparo por las buenas, lo que no aguanto es que haya que estar tanto tiempo en el ejército. Eso es lo que no me gusta. Mi hermano D.B. se pasó en el servicio cuatro años enteros. Estuvo en el desembarco de Normandía y todo, pero creo que odiaba el ejército más que la guerra. Yo era un crío en aquel tiempo, pero recuerdo que cuando venía a casa de permiso, se pasaba el día entero tumbado en la cama. Apenas salía de su cuarto. Cuando le mandaron a Europa no le hirieron ni tuvo que matar a nadie. Estaba de chofer de un general que parecía un vaquero. No tenía que hacer más que pasearle todo el día en un coche blindado. Una vez le dijo a Allie que si le obligaran a matar a alguien no sabría adonde disparar. Le dijo también que en el ejército aliado había tantos cabrones como en el nazi. Recuerdo que Allie le preguntó si no le venía bien ir a la guerra siendo escritor porque de eso podía sacar un montón de temas. D.B. le dijo que se fuera a buscar su guante de béisbol y le preguntó quién escribía mejores poemas bélicos, si Rupert Brooke o Emily Dickinson. Allie dijo que Emily Dickinson. Yo entiendo bastante poco de todo eso porque no leo mucha poesía, pero sé que me volvería loco de atar si tuviera que estar en el ejército con tipos como Ackley y Stradlater y Maurice, marchando con ellos todo el tiempo. Una vez pasé con los Boy Scouts una semana y no pude aguantarlo. Todo el tiempo te decían que tenías que mirar fijo al cogote del tío que llevabas delante. Les juro que si hay otra guerra, prefiero que me saquen a un patio y que me pongan frente a un pelotón de ejecución. No protestaría nada. Lo que no comprendo es por qué D.B. me hizo leer Adiós a las armas si odiaba tanto la guerra. Decía que era una novela estupenda. Es la historia de un tal teniente Harry que todo el mundo considera un tío fenómeno. No entiendo cómo D.B. podía odiar la guerra y decir que ese libro era buenísimo al mismo tiempo. Tampoco comprendo cómo a una misma persona le pueden gustar Adiós a las armas y El gran Gatsby D.B. se enfadó mucho cuando se lo dije y me contestó que era demasiado pequeño para juzgar libros como ésos. Le dije que a mí me gustaban Ring Lardner y El gran Gatsby. Y es verdad. Me encantan. ¡Qué tío ese Gatsby! ¡Qué bárbaro! Me chifla la novela. Pero, como les decía, me alegro muchísimo de que hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré justo encima de ella. Me presentaré voluntario, se lo juro.

Capítulo 19

Por si no viven en Nueva York, les diré que el Wicker Bar está en un hotel muy elegante, el Seton. Antes me gustaba mucho, pero poco a poco fui dejando de ir. Es uno de esos sitios que se consideran muy finos y donde se ven farsantes a patadas. Había dos chicas francesas, Tina y Janine, que actuaban tres veces por noche. Una de ellas tocaba el piano -lo asesinaba-, y la otra cantaba, siempre unas canciones o muy verdes o en francés. La tal Janine se ponía delante del micrófono y antes de empezar la actuación, decía como susurrando: «Y ahoja les pjesentamos nuestja vejsión de Vulé vú fjansé. Es la histojia de una fjansesita que llega a una gjan siudad como Nueva Yojk y se enamoja de un muchachito de Bjooklyn. Espejo que les guste.»

Cuando acababa de susurrar y de demostrar lo graciosa que era, cantaba medio en francés medio en inglés una canción tontísima que volvía locos a todos los imbéciles del bar. Si te pasabas allí un buen rato oyendo aplaudir a ese hatajo de idiotas, acababas odiando a todo el mundo. De verdad. El barman era también insoportable, un snob de muchísimo cuidado. No hablaba a nadie a menos que fuera un tío muy importante o un artista famoso o algo así, y cuando lo hacía era horroroso. Se acercaba a quien fuera con una sonrisa amabilísima, como si fuera una persona estupenda, y le decía: «¿Qué tal por Connecticut?», o «¿Qué tal por Florida?». Era un sitio horrible, de verdad. Como les digo, poco a poco fui dejando de ir.

Cuando llegué aún era muy temprano. Estaba llenísimo. Me acerqué a la barra y pedí un par de whiskis con soda. Los pedí de pie para que vieran que era alto y no me tomaran por menor de edad. Luego me puse a mirar a todos los cretinos que había por allí. A mi lado tenía a un tío metiéndole un montón de cuentos a la chica con que estaba. Le decía por ejemplo que tenía unas manos muy aristocráticas. ¡Menudo imbécil! El otro extremo de la barra estaba lleno de maricas. No es que hicieran alarde de ello -no llevaban el pelo largo ni nada-, pero aun así se les notaba. Al final apareció mi amigo.

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