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– Seattle, Washington -dijo como si me estuviera haciendo un gran favor.

– Tienes una conversación estupenda -le dije-, ¿sabes?

– ¿Qué?

Me di por vencido. De todas formas no hubiera entendido la indirecta.

– ¿Quieres que hagamos un poco de jitterbug? Nada de saltar a lo hortera. Tranquilo y suavecito. Cuando tocan algo rápido, se sientan todos menos los viejos y los gordos, o sea que nos quedará la pista entera. ¿Qué te parece?

– Lo mismo me da -contestó-. Oye, y tú ¿cuántos años tienes?

No sé por qué pero aquella pregunta me molestó muchísimo.

– ¡Venga, mujer! ¡No jorobes! Tengo doce años, pero ya sé que represento un poco más.

– Oye. Ya te lo he dicho antes. No me gusta esa forma de hablar. Si sigues diciendo palabrotas, voy a sentarme con mis amigas y asunto concluido.

Me disculpé a toda prisa porque la orquesta empezaba a tocar una pieza rápida. Bailamos el jitterbug, pero sin nada de cursiladas. Ella lo hacía estupendamente. No había más que darle un toquecito ligero en la espalda de vez en cuando. Y cuando se daba la vuelta movía el trasero a saltitos de una manera graciosísima. Me encantaba. De verdad. Para cuando volvimos a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.

No me invitaron siquiera a sentarme con ellas, creo que sólo porque eran unas ignorantes, pero me senté de todos modos. La rubia, la que había bailado conmigo, se llamaba Bernice Crabs o Krebes o algo por el estilo. Las dos feas se llamaban Marty y Láveme. Les dije que me llamaba Jim Steele. Me dio por ahí. Luego traté de mantener con ellas una conversación inteligente, pero era prácticamente imposible. Costaba un esfuerzo ímprobo. No podía decidir cuál era más estúpida de las tres. Miraban constantemente a su alrededor como esperando que de un momento a otro fuera a aparecer por la puerta un ejército de actores de cine. Las muy tontas se creían que cuando los artistas van a Nueva York no tienen nada mejor que hacer que ir al Salón Malva en vez de al Club de la Cigüeña, o al Morocco, o a sitios así. Trabajaban en una compañía de seguros. Les pregunté si les gustaba lo que hacían, pero me fue absolutamente imposible extraer una respuesta inteligente de aquellas tres idiotas. Pensé que las dos feas, Marty y Láveme, eran hermanas, pero cuando se lo pregunté se ofendieron muchísimo. Se veía que ninguna quería parecerse a la otra, lo cual era comprensible pero no dejaba de tener cierta gracia.

Bailé con las tres, una detrás de otra. La más fea, Láveme, no lo hacía mal del todo, pero lo que es la otra, era criminal. Bailar con la tal Marty era como arrastrar la estatua de la Libertad por toda la pista. No tuve más remedio que inventarme algo para pasar el rato, así que le dije que acababa de ver a Gary Cooper.

– ¿Dónde? -me preguntó nerviosísima-. ¿Dónde?

– Te lo has perdido. Acaba de salir. ¿Por qué no miraste cuando te lo dije?

Dejó de bailar y se puso a mirar a todas partes a ver si le veía.

– ¡Qué rabia! -dijo.

Le había partido el corazón, de verdad. Me dio pena. Hay personas a quienes no se debe tomar el pelo aunque se lo merezcan.

Lo más gracioso fue cuando volvimos a la mesa y Marty les dijo a las otras dos que Gary Cooper acababa de salir. ¡Jo! Láveme y Bernice por poco se suicidan cuando lo oyeron. Se pusieron nerviosísimas y le preguntaron a Marty si ella le había visto. Les contestó que sólo de refilón. Por poco suelto la carcajada.

Ya casi iban a cerrar, así que les invité a un par de copas y pedí para mí otras dos coca-colas. La mesa estaba atestada de vasos. La fea, Láveme, no paraba de tomarme el pelo porque bebía coca-cola. Tenía un sentido del humor realmente exquisito. Ella y Marty tomaban Tom Collins. ¡Jo! ¡Nada menos que en pleno diciembre! ¡Vaya despiste que tenían las tías! La rubia, Bernice, bebía bourbon con agua -tenía buen saque para el alcohol-, y las tres miraban continuamente a su alrededor buscando actores de cine. Apenas hablaban, ni siquiera entre ellas. La tal Marty era un poco más locuaz que las otras dos, pero decía unas cursiladas horrorosas. Llamaba a los servicios «el cuarto de baño de las niñas» y cuando el pobre carcamal de la orquesta de Buddy Singer se levantó y le atizó al clarinete un par de arremetidas que resultaron heladoras, comentó que aquello sí que era el no va más del jazz caliente. Al clarinete lo llamaba «el palulú». No había por dónde cogerla. La otra fea, Laverne, se creía graciosísima. Me repitió como cincuenta veces que llamara a mi papá para ver qué hacía esa noche y me preguntó también otras cincuenta que si mi padre tenía novia o no. Era ingeniosísima. La tal Bernice, la rubia, apenas despegó los labios. Cada vez que le preguntaba una cosa, contestaba: «¿Qué?» Al final le ponía a uno negro.

En cuanto acabaron de beberse sus copas se levantaron y me dijeron que se iban a la cama, que a la mañana siguiente tenían que levantarse temprano para ir a la primera sesión del Music Hall de Radio City. Traté de convencerlas de que se quedaran un rato más, pero no quisieron. Así que nos despedimos con todas las historias habituales. Les prometí que no dejaría de ir a verlas si alguna vez iba a Seattle, pero dudo mucho que lo haga. Ir a verlas, no ir a Seattle.

Incluidos los cigarrillos, la cuenta ascendía a trece dólares. Creo que por lo menos debían haberse ofrecido a pagar las copas que habían tomado antes de que yo llegara; no les habría dejado hacerlo, naturalmente, pero hubiera sido un detalle. La verdad es que no me importó. Eran tan ignorantes y llevaban unos sombreros tan cursis y tan tristes, que me dieron pena. Eso de que quisieran levantarse temprano para ver la primera sesión de Radio City me deprimió más todavía. Que una pobre chica con un sombrero cursilísimo venga desde Seattle, Washington, hasta Nueva York, para terminar levantándose temprano y asistir a la primera sesión del Music Hall, es como para deprimir a cualquiera. Les habría invitado a cien copas por cabeza a cambio de que no me hubieran dicho nada.

Me fui del Salón Malva poco después de que ellas salieran. De todos modos estaban cerrando y hacía rato que la orquesta había dejado de tocar. La verdad es que era uno de esos sitios donde no hay quien aguante a menos que vaya con una chica que baile muy bien, o que el camarero le deje a uno tomar alcohol en vez de coca-cola. No hay sala de fiestas en el mundo entero que se pueda soportar mucho tiempo a no ser que pueda uno emborracharse o que vaya con una mujer que le vuelva loco de verdad.

Capítulo 11

De pronto, mientras andaba hacia el vestíbulo, me volvió a la cabeza la imagen de Jane Gallaher. La tenía dentro y no podía sacármela. Me senté en un sillón vomitivo que había en el vestíbulo y me puse a pensar en ella y en Stradlater metidos en ese maldito coche de Ed Banky. Aunque estaba seguro de que Stradlater no se la había cepillado -conozco a Jane como la palma de la mano-, no podía dejar de pensar en ella. Era para mí un libro abierto. De verdad. Además de las damas, le gustaban todos los deportes y aquel verano jugamos al tenis casi todas las mañanas y al golf casi todas las tardes. Llegamos a tener bastante intimidad. No me refiero a nada físico -de eso no hubo nada. Lo que quiero decir es que nos veíamos todo el tiempo. Para conocer a una chica no hace falta acostarse con ella.

Nos hicimos amigos porque tenía un Dobermann Pinscher que venía a hacer todos los días sus necesidades a nuestro jardín y a mi madre le ponía furiosa. Un día llamó a la madre de Jane y le armó un escándalo tremendo. Es de esas mujeres que arman escándalos tremendos por cosas así. A los pocos días vi a Jane en el club, tumbada boca abajo junto a la piscina, y le dije hola. Sabía que vivía en la casa de al lado aunque nunca había hablado con ella. Pero cuando aquel día la saludé, ni me contestó siquiera. Me costó un trabajo terrible convencerla de que me importaba un rábano dónde hiciera su perro sus necesidades. Por mi parte podía hacerlas en medio del salón si le daba la gana. Bueno, pues después de aquella conversación, Jane y yo nos hicimos amigos. Aquella misma tarde jugamos al golf. Recuerdo que perdió ocho bolas. Ocho. Me costó un trabajo horroroso conseguir que no cerrara los ojos cuando le golpeaba a la pelota. Conmigo mejoró muchísimo, de verdad. No es porque yo lo diga, pero juego al golf estupendamente. Si les dijera los puntos que hago ni se lo creerían. Una vez iba a salir en un documental, pero en el último momento me arrepentí. Pensé que si odiaba el cine tanto como creía, era una hipocresía por mi parte dejarles que me sacaran en una película.

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