– ¿Cuándo has llegado a casa? -estaba contentísima de verme. Se le notaba.
– No grites. Ahora mismo. ¿Cómo estás?
– Muy bien. ¿Has recibido mi carta? Te escribí cinco páginas…
– Sí. Oye, baja la voz. Gracias.
Es cierto que me había escrito una carta que yo no había podido contestar. En ella me contaba que iban a hacer una función en el colegio y me pedía que no quedara con nadie para ese viernes porque quería que fuera a verla.
– ¿Qué tal va la función? -le pregunté-. ¿Cómo dijiste que se llamaba?
– Cuadro navideño para americanos. Es malísima, pero yo hago de Benedict Arnold. Es casi el papel más importante.
¡Jo! Tenía los ojos abiertos de par en par. Cuando le cuenta a uno cosas de ésas se pone nerviosísima.
– Empieza cuando yo me estoy muriendo una Nochebuena y viene un fantasma y me pregunta si no me da vergüenza. Ya sabes, haber traicionado a mi país y todo eso. ¿Vas a venir? -estaba sentada en la cama-. Por eso te escribí. ¿Vendrás?
– Claro que sí. No me lo perderé.
– Papá no puede. Tiene que ir a California -me dijo.
¡Jo! ¡No estaba poco despierta! En dos segundos se le pasa todo el sueño. Estaba medio sentada medio arrodillada en la cama, y me había cogido una mano.
– Oye, mamá dijo que no llegarías hasta el miércoles.
– Pero me dejaron salir antes. Y no grites tanto. Vas a despertar a todo el mundo.
– ¿Qué hora es? Dijeron que no volverían hasta muy tarde. Han ido a Norwalk a una fiesta. ¡Adivina lo que he hecho esta tarde! ¿A que no sabes qué película he visto? ¡Adivina!
– No lo sé. Oye, ¿no dijeron a qué hora…?
– Se llamaba El doctor -siguió Phoebe-, y era una película especial que ponían en la Fundación Lister. Sólo hoy. Es la historia de un médico de Kentucky que asfixia con una manta a un niño que está paralítico y no puede andar. Luego le meten en la cárcel y todo. Es estupenda.
– Escucha un momento. ¿No dijeron a qué hora…?
– Al médico le da mucha pena y por eso le mata. Luego le condenan a cadena perpetua, pero el niño se le aparece todo el tiempo para darle las gracias por lo que ha hecho. Había matado por piedad, pero él sabe que merece ir a la cárcel porque un médico no debe quitar la vida que es un don de Dios. Nos llevó la madre de una niña de mi clase, Alice Holmborg. Es mi mejor amiga. La única del mundo entero que…
– Para el carro, ¿quieres? -le dije-. Te estoy haciendo una pregunta. ¿Dijeron a qué hora volverían, o no?
– No, sólo que sería tarde. Se fueron en el coche para no tener que preocuparse por los trenes. Le han puesto una radio, pero mamá dice que no se oye por el tráfico.
Aquello me tranquilizó un poco. Por otra parte empezó a dejar de preocuparme que me encontraran en casa o no. Pensé que, después de todo, daba igual. Si me pillaban, asunto concluido.
No se imaginan lo graciosa que estaba Phoebe. Llevaba un pijama azul con elefantes rojos en el cuello. Los elefantes le vuelven loca.
– Así que la película era buena, ¿eh?
– Muy buena, sólo que Alice estaba un poco acatarrada y su madre no hacía más que preguntarle cómo se encontraba. En lo mejor de la película se te echaba encima para ver si tenía fiebre. Le ponía a una nerviosa.
Luego le dije:
– Oye, te había comprado un disco, pero se me ha roto al venir para acá.
Saqué los trozos del bolsillo y se los enseñé,
– Estaba borracho -le dije.
– Dame los pedazos. Los guardaré.
Me los quitó de la mano y los metió en el cajón de la mesilla de noche. Es divertidísima.
– ¿Va a venir D.B. para Navidad? -le pregunté.
– Mamá ha dicho que no sabe. Que depende. A lo mejor tiene que quedarse en Hollywood para escribir un guión sobre Annapolis.
– ¿Sobre Annapolis? ¡No me digas!
– Es una historia de amor. Y ¿sabes quiénes van a ser los protagonistas? ¿Qué artistas de cine? Adivina.
– No me importa. Nada menos que sobre Annapolis. Pero, ¿qué sabe D.B. sobre la Academia Naval? ¿Qué tiene que ver eso con el tipo de cuentos que él escribe? -le dije. ¡Jo! Esas cosas me sacan de quicio. ¡Maldito Hollywood!- ¿Qué te has hecho en el brazo? -le pregunté. El pijama era de esos sin mangas y vi que llevaba una tirita de esparadrapo.
– Un chico de mi clase, Curtis Weintraub, me empujó cuando bajábamos la escalinata del parque -me dijo-. ¿Quieres verlo?
Empezó a despegarse la tirita.
– Déjalo. ¿Por qué te empujó?
– No sé. Creo que me odia -dijo Phoebe-. Selma Atterbury y yo siempre le estamos manchando el anorak con tinta y cosas así.
– Eso no está bien. Ya no tienes edad de hacer tonterías.
– Ya sé, pero cada vez que voy al parque me sigue por todas partes. No me deja en paz. Me pone nerviosa.
– Probablemente porque le gustas. Además, esa no es razón para mancharle…
– No quiero gustarle -me dijo. Luego empezó a mirarme con una expresión muy rara-. Holden, ¿cómo es que has vuelto antes del miércoles?
– ¿Qué?
¡Jo! ¡El cuidado que había que tener con ella! No se imaginan lo lista que es.
– ¿Cómo es que has venido antes del miércoles? -volvió a preguntarme-. No te habrán echado, ¿verdad?
– Ya te he dicho que nos dejaron salir antes. Decidieron…
– ¡Te han echado! ¡Te han echado! -dijo Phoebe. Me pegó un puñetazo en la pierna. Cuando le da la ventolera te atiza unos puñetazos de miedo-. ¡Te han echado! ¡Holden! -se había llevado la mano a la boca y todo. Es de lo más sensible. Lo juro.
– ¿Quién dice que me hayan echado? Yo no he…
– Te han echado. Te han echado.
Luego me largó otro puñetazo. No saben cómo dolían.
– Papá va a matarte -dijo. Se tiró de bruces sobre la cama y se tapó la cabeza con la almohada. Es una cosa que hace bastante a menudo. A veces se pone como loca.
– Ya vale -le dije-. No va a pasar nada. Papá no va a… Vamos, Phoebe, quítate eso de la cara. Nadie va a matarme.
Pero no quiso destaparse. Cuando se empeña en una cosa, no hay quien pueda con ella. Siguió repitiendo:
– Papá va a matarte. Papá va a matarte -apenas se le entendía con la almohada sobre la cabeza.
– No va a matarme. Piensa un poco. Para empezar voy a largarme de aquí una temporada. Buscaré trabajo en el Oeste. La abuela de un amigo mío tiene un rancho en Colorado. Le pediré un empleo -le dije-. Si voy, te escribiré desde allí. Venga, quítate esa almohada de la cara. ¡Vamos, Phoebe! Por favor. ¿Quieres quitártela?
No me hizo caso. Traté de arrancársela pero no pude porque tiene muchísima fuerza. Se cansa uno de forcejear con ella. ¡Jo! ¡Qué tía! Cuando se le mete una cosa en la cabeza…
– Phoebe, por favor, sal de ahí -le dije-. Vamos. ¡Eh, Weatherfield! ¡Sal de ahí!
Pero como si nada. A veces no hay modo de razonar con ella. Al final fui al salón, cogí unos cigarrillos de la caja que había sobre la mesa, y me los metí en el bolsillo. Se me habían terminado.