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– ¿Eres alumno de Pencey? -me preguntó. Tenía una voz muy bonita, de esas que suenan estupendamente por teléfono. Debería llevar siempre un teléfono a mano.

– Sí -le dije.

– ¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se llama Ernest Morrow y estudia en Pencey.

– Sí, claro que le conozco. Está en mi clase.

Su hijo era sin lugar a dudas el hijoputa mayor que había pasado jamás por el colegio. Cuando volvía de los lavabos a su habitación iba siempre pegando a todos en el trasero con la toalla mojada. Eso da la medida de lo hijoputa que era.

– ¡Cuánto me alegro! -dijo la señora, pero sin cursilería ni nada. Al contrario, muy simpática-. Le diré a Ernest que nos hemos conocido. ¿Cómo te llamas?

– Rudolph Schmidt -le dije. No tenía ninguna gana de contarle la historia de mi vida. Rudolph Schmidt era el nombre del portero de la residencia.

– ¿Te gusta Pencey? -me preguntó.

– ¿Pencey? No está mal. No es un paraíso, pero tampoco es peor que la mayoría de los colegios. Algunos de los profesores son muy buenos.

– A Ernest le encanta.

– Ya lo sé -le dije. De pronto me dio por meterle cuentos-. Pero es que Ernest se hace muy bien a todo. De verdad. Tiene una enorme capacidad de adaptación.

– ¿Tú crees? -me preguntó. Se le notaba que estaba interesadísima en el asunto.

– ¿Ernest? Desde luego -le dije. La miré mientras se quitaba los guantes. ¡Jo! ¡No llevaba pocos pedruscos!

– Acabo de romperme una uña al bajar del taxi -me dijo mientras me miraba sonriendo. Tenía una sonrisa fantástica. De verdad. La mayoría de la gente, o nunca sonríe, o tiene una sonrisa horrible-. A su padre y a mí nos preocupa mucho -dijo-. A veces nos parece que no es muy sociable.

– No la entiendo…

– Verás, es que es un chico muy sensible. Nunca le ha resultado fácil hacer amigos. Quizá porque se toma las cosas demasiado en serio para su edad.

¡Sensible! ¿No te fastidia? El tal Morrow tenía la sensibilidad de una tabla de retrete. La miré con atención. No parecía tonta. A lo mejor hasta sabía qué clase de cabrón tenía por hijo. Pero con eso de las madres nunca se sabe. Están todas un poco locas. Aun así la de Morrow me gustaba. Estaba la mar de bien la señora.

– ¿Quiere un cigarrillo? -le pregunté.

Miró a su alrededor.

– Creo que en este vagón no se puede fumar, Rudolph -me dijo.

¡Rudolph! ¡Qué gracia me hizo!

– No importa. Cuando empiecen a chillarnos lo apagaremos -le dije.

Cogió un cigarrillo y le di fuego. Daba gusto verla fumar. Aspiraba el humo, claro, pero no lo tragaba con ansia como suelen hacer las mujeres de su edad. La verdad es que era de lo más agradable y tenía un montón de sex-appeal.

Me miró con una expresión rara.

– Quizá me equivoque, pero creo que te está sangrando la nariz -dijo de pronto.

Asentí y saqué el pañuelo. Le dije:

– Es que me han tirado una bola de nieve. De esas muy apelmazadas.

No me hubiera importado contarle lo que había pasado, pero habría tardado muchísimo. Estaba empezando a arrepentirme de haberle dicho que me llamaba Rudolph Schmidt.

– Con que Ernie, ¿eh? Es uno de los chicos más queridos en Pencey, ¿lo sabía?

– No. No lo sabía.

Afirmé:

– A todos nos llevó bastante tiempo conocerle. Es un tío muy especial. Bastante raro en muchos aspectos, ¿entiende lo que quiero decir? Por ejemplo, cuando le conocí le tomé por un snob. Pero no lo es. Es sólo que tiene un carácter bastante original y cuesta llegar a conocerle bien.

La señora Morrow no dijo nada. Pero, ¡jo! ¡Había que verla! La tenía pegada al asiento. Todas las madres son iguales. Les encanta que les cuenten lo maravilloso que es su hijo.

Entonces fue cuando de verdad me puse a mentir como un loco.

– ¿Le ha contado lo de las elecciones? -le pregunté-. ¿Las elecciones que tuvimos en la clase?

Negó con la cabeza. La tenía como hipnotizada.

– Verá, todos queríamos que Ernie saliera presidente de la clase. Le habíamos elegido como candidato unánimemente. La verdad es que era el único tío que podía hacerse cargo de la situación -le dije. ¡Jo! ¡Vaya bolas que le estaba metiendo!-. Pero salió elegido otro chico, Harry Fencer, y por una razón muy sencilla y evidente: que Ernie es tan humilde y tan modesto que no nos permitió que presentáramos su candidatura. Se negó en redondo. ¡Es tan tímido! Deberían ayudarle a superar eso -la miré-. ¿Se lo ha contado?

– No. No me ha dicho nada.

– ¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso es lo malo, que es demasiado tímido. Debería ayudarle a salir de su cascarón.

En ese momento llegó el revisor a pedir el billete a la señora Morrow y aproveché la ocasión para callarme. Esos tíos como Morrow que se pasan el día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida. Pero apuesto la cabeza a que después de todo lo que le dije aquella noche, la señora Morrow verá ya siempre en su hijo a un tío tímido y modesto que no se deja ni proponer como candidato a unas elecciones. Vamos, eso creo. Luego nunca se sabe. Aunque las madres no suelen ser unos linces para esas cosas.

– ¿Le gustaría tomar una copa? -le pregunté. Me apetecía tomar algo-. Podemos ir al vagón restaurante.

– ¿No eres muy joven todavía para tomar bebidas alcohólicas? -me preguntó, pero sin tono de superioridad. Era demasiado simpática para dárselas de superior.

– Sí, pero se creen que soy mayor porque soy muy alto -le dije-, y porque tengo mucho pelo gris.

Me volví y le enseñé todas las canas que tengo. Eso le fascinó.

– Vamos, la invito. ¿No quiere? -le dije-. La verdad es que me habría gustado mucho que aceptara.

– Creo que no. Muchas gracias de todos modos -me dijo-. Además el restaurante debe estar ya cerrado. Es muy tarde, ¿sabes?

Tenía razón. Se me había olvidado la hora que era. Luego me miró y me dijo lo que desde un principio temía que acabaría preguntándome:

– Ernest me escribió hace unos días para decirme que no os darían las vacaciones hasta el miércoles. Espero que no te hayan llamado urgentemente porque se haya puesto enfermo alguien de tu familia -no lo preguntaba por fisgonear, estoy seguro.

– No, en casa están todos bien -le dije-. Yo soy quien está enfermo. Tienen que operarme.

– ¡Cuánto lo siento! -dijo. Y se notaba que era verdad. En cuanto cerré la boca me arrepentí de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.

– Nada grave. Es sólo un tumor en el cerebro.

– ¡Oh, no! -se llevó una mano a la boca y todo.

– No crea que voy a morirme ni nada. Está por la parte de fuera y es muy pequeñito. Me lo quitarán en un dos por tres.

Luego saqué del bolsillo un horario de trenes que llevaba y me puse a leerlo para no seguir mintiendo. Una vez que me disparo puedo seguir horas enteras si me da la gana. De verdad. Horas y horas.

Después de aquello ya no hablamos mucho. Ella empezó a leer un Vogue que llevaba, y yo me puse a mirar por la ventanilla. En Newark se bajó. Me deseó mucha suerte en la operación. Seguía llamándome Rudolph. Luego me dijo que no dejara de ir a visitar a Ernie durante el verano, que tenían una casa en la playa con pista de tenis y todo en Gloucester, Massachusetts, pero yo le di las gracias y le dije que me iba de viaje a Sudamérica con mi abuela. Esa sí que era una trola de las buenas, porque mi abuela no sale ni a la puerta de su casa si no es para ir a una sesión de cine o algo así. Pero ni por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijo de puta de Morrow. Por muy desesperado que estuviera.

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