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– Tienes que olvidarlo, mamá. Tienes que dejarlo atrás. Llama a Neil, queda con él más a menudo, y sigue con tu vida.

Me volví hacia ella y le dije con voz alta y tono cortante:

– No puedo, Zoë. Necesito saber si lo que hice le ha servido de algo. Tengo que saberlo. ¿Es mucho pedir? ¿Acaso es una quimera?

La niña empezó a llorar en la habitación contigua. La había despertado de la siesta. Zoë fue a su habitación y volvió con la pequeña, que seguía lloriqueando entre hipidos. Por encima de los ricitos de su hermana, Zoë me acarició cariñosamente el pelo.

– No creo que lo sepas nunca, mamá. Dudo de que él esté dispuesto a decírtelo. Le cambiaste la vida. Se la pusiste patas arriba, ¿te acuerdas? Lo más probable es que no quiera volver a verte nunca más.

Cogí a la niña de brazos de su hermana, la abracé con fuerza y disfruté del calor de su cuerpecito rollizo. Zoë estaba en lo cierto. Tenía que pasar página y seguir adelante con mi vida.

Cómo hacerlo, ésa era otra cuestión.

Me mantenía ocupada. Entre Zoë, su hermana, Neil, mis padres, mis sobrinos, mi trabajo y la retahíla de fiestas a las que Charla y su marido Barry me invitaban y a las que yo acudía inexorablemente, no disponía de un minuto libre para mí misma. Había conocido a más personas en estos dos años que durante toda mi estancia en París, y me encantaba disfrutar del cosmopolita crisol de Nueva York.

Sí, me había ido de París para siempre, pero cada vez que volvía por mi trabajo, o para ver a mis amigos o a Edouard, me encontraba a mí misma en el Marais, una y otra vez, como si mis pasos no pudieran evitar dirigirse hacia allí. La calle Rosiers, Roi de Sicile, Ecouffes, Saintonge, Bretagne… Ahora las veía con ojos distintos, pues recordaba los sucesos de 1942, aunque se habían producido mucho antes de que yo naciera.

Me preguntaba quién vivía ahora en el apartamento de la calle Saintonge, quién se asomaba a la ventana con vistas al patio frondoso, quién pasaba la mano por la suave repisa de mármol. Me preguntaba si sus ocupantes tendrían la menor sospecha de que en su hogar había muerto un niño, y de que la vida de una niña había cambiado para siempre desde aquel día.

También regresaba al Marais en mis sueños. A veces, en ellos, los horrores del pasado del que yo no había sido testigo aparecían con tal claridad que tenía que encender la luz para ahuyentar la pesadilla.

Durante esas noches vacías y en vela, tumbada en la cama tras una fiesta, agotada de mantener conversaciones triviales y con la boca seca por esa última copa de vino que no debería haberme bebido, era cuando el viejo dolor regresaba para atormentarme.

Sus ojos. Su cara mientras le traducía la carta de Sarah. Todo volvía a mi mente y me robaba el sueño, hurgando en mi interior.

La voz de Zoë me llevó de vuelta a Central Park, al precioso día de primavera y a la mano de Neil en mi muslo.

– Mamá, este monstruo quiere un chupachups.

– De ninguna manera -prohibí-. Nada de chupachups.

La niña se tiró al suelo con la cara apoyada en el césped y empezó a berrear.

– Qué genio tiene -murmuró Neil.

Enero de 2005 me hizo recordar de nuevo a Sarah y a William. La importancia del sexagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz ocupaba los titulares de la prensa de todo el mundo. Nunca antes se había pronunciado con tanta frecuencia la palabra «Shoah».

Cada vez que la oía, mis pensamientos saltaban dolorosamente a ellos dos. Mientras presenciaba el acto de conmemoración del aniversario de Auschwitz por la tele, me pregunté si William también se acordaba de mí cada vez que escuchaba esa palabra, al ver las monstruosas imágenes en blanco y negro del pasado, los esqueléticos cuerpos sin vida apilados unos sobre otros, los crematorios, las cenizas, la suma de todo aquel horror.

Su familia había muerto en aquel espantoso lugar. Los padres de su madre. ¿Cómo no iba a pensar en ello?, me dije. Con Zoë y Charla a mi lado, vi los copos de nieve que caían sobre el campo, la alambrada, la achaparrada torre de vigilancia. La multitud, los discursos, las oraciones, las velas. Los soldados rusos con esa peculiar forma de desfilar que casi parecía un baile.

Y esa visión final e inolvidable del anochecer, mientras las vías del tren en llamas brillaban en la oscuridad con una mezcla conmovedora y patética de dolor y recuerdo.

Recibí la llamada una tarde de mayo, cuando menos me lo esperaba.

Estaba en mi escritorio, peleándome con los caprichos de mi ordenador nuevo. Descolgué el teléfono, y mi «Diga» me sonó brusco incluso a mí.

– Hola. Soy William Rainsferd.

Me puse en pie como un resorte, con el corazón desbocado, y traté de mantener la calma.

William Rainsferd.

Me había quedado sin habla, apretando el auricular contra la oreja.

– ¿Estás ahí, Julia?

Tragué saliva.

– Sí, es que tengo ciertos problemas informáticos… ¿Cómo estás, William?

– Bien -respondió.

Se hizo un breve silencio, pero no fue tenso ni incómodo.

– Ha pasado mucho tiempo -dije con voz tenue.

– Sí, es verdad -contestó.

Otro silencio.

– Ya veo que ahora eres neoyorquina -dijo por fin-. Me he informado sobre ti.

Así que Zoë tenía razón, después de todo.

– Bueno, ¿qué te parece si quedamos?

– ¿Hoy mismo? -le pregunté.

– Si puedes…

Pensé en la niña, que dormía en la habitación contigua. Ya la había llevado a la guardería esa mañana, pero podía llevarla conmigo. Aunque no le iba a hacer gracia que la despertara de su siesta.

– Sí, sí puedo -contesté.

– Estupendo. Iré hasta tu zona. ¿Se te ocurre dónde podemos quedar?

– ¿Conoces el Café Mozart? Está en el cruce de la Calle 70 con Broadway.

– Sí, lo conozco. Bien, ¿qué te parece dentro de media hora?

Colgué. El corazón me latía tan deprisa que apenas me dejaba respirar. Fui a despertar a la niña, hice caso omiso de sus protestas, la vestí, desplegué el cochecito y me fui.

Él ya estaba allí cuando llegamos. Lo vi de espaldas, con sus hombros anchos y su pelo plateado y abundante, sin rastro ya de color rubio. Estaba leyendo el periódico, pero cuando me acercaba se dio la vuelta, como si hubiera percibido mi mirada. Se levantó, y durante un instante embarazoso y divertido nos quedamos uno frente al otro sin saber si darnos la mano o un beso. Se echó a reír, yo también, y al final me dio un abrazo. Fue un enorme abrazo de oso; William me aplastó la barbilla contra su clavícula mientras me daba palmaditas en la espalda. Luego se agachó para admirar a mi hija.

– Vaya, pero qué niña tan guapa -canturreó.

La niña, con gesto solemne, le ofreció su juguete favorito, la jirafa de goma.

– ¿Y cómo te llamas? -preguntó.

– Lucy -dijo la pequeña con su lengua de trapo.

– Ése es el nombre de la jirafa… -empecé a explicar, pero William había empezado a apretar al muñeco y los pitidos del juguete ahogaron mi voz, cosa que hizo que la niña gritara de alegría.

Encontramos una mesa libre y nos sentamos. Dejé a la niña en su sillita. William leyó el menú.

– ¿Has probado alguna vez la tarta de queso Amadeus? -me preguntó enarcando una ceja.

– Sí -le respondí-. Es una tentación diabólica.

William sonrió.

– Tienes muy buen aspecto, Julia. Nueva York te sienta bien.

Me puse roja como una colegiala. Me imaginé a Zoë mirándonos y poniendo los ojos en blanco. En ese momento le sonó el móvil. William contestó, y, por su expresión, deduje que era una mujer. Me pregunté quién sería. ¿Su esposa, una de sus hijas? La conversación seguía. Parecía nervioso. Yo me agaché hacia la niña y jugué con su jirafa.

– Lo siento -dijo guardándose el teléfono-. Era mi novia.

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