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Después del funeral, que tuvo lugar en Borgoña, en un cementerio pequeño y triste, Zoë me espetó:

– Mamá, ¿tenemos que irnos a vivir a la calle Saintonge?

– Creo que es lo que tu padre espera que hagamos.

– Pero ¿quieres irte a vivir allí? -me preguntó.

– No -le respondí con toda sinceridad-. Desde que sé lo que ocurrió allí, no quiero.

– Yo tampoco deseo vivir allí.

Entonces me dijo:

– ¿Y adónde podemos ir, mamá?

Y yo le contesté, como de broma, esperando escuchar un bufido de desaprobación:

– Bueno, ¿qué te parece Nueva York?

Con Zoë fue tan fácil como eso, pero a Bertrand no le hizo mucha gracia nuestra decisión. No le gustaba que su hija se fuera tan lejos, pero Zoë se mostró firme. Dijo que volvería cada dos meses, y que Bertrand podía ir para allá también, a verlas al bebé y a ella. Le expliqué a Bertrand que no se trataba de una mudanza definitiva. No era para siempre, solo un par de años de momento, para que Zoë apreciara su «faceta» americana, para ayudarme a seguir adelante y empezar de nuevo. Él ya se había instalado en casa de Amélie, y formaban pareja oficial. Los hijos de Amélie ya eran casi adultos. No vivían en casa, y además pasaban mucho tiempo con su padre. ¿Acaso era la perspectiva de una vida distinta, sin la responsabilidad cotidiana de unos hijos a los que educar, fueran de él o de ella, lo que había tentado a Bertrand? Puede que así fuera. El caso es que al final lo aceptó, y entonces yo me puse en marcha.

Tras una estancia inicial en su casa, Charla me había ayudado a encontrar un sitio donde vivir. Un sencillo apartamento blanco de dos dormitorios con vistas a la ciudad y portero, en el número 86 de West Street, entre Amsterdam y Columbus. Se lo realquilé a un amigo suyo que se había mudado a Los Angeles. El edificio estaba lleno de familias y de padres divorciados: era una ruidosa colmena plagada de bebés, niños, bicicletas, cochecitos de niño, monopatines. El piso era confortable y acogedor, pero allí también me faltaba algo. ¿Qué? No sabía decirlo.

Gracias a Joshua, me contrataron como corresponsal en Nueva York para una página web francesa que estaba en pleno auge. Trabajaba desde casa, y seguía recurriendo a Bamber como fotógrafo cuando necesitaba imágenes de París.

Zoë iba a un colegio nuevo, el Trinity College, a un par de manzanas de distancia.

– Mamá, nunca encajaré en él: me llaman la francesita -se quejaba.

Y yo no podía reprimir una sonrisa.

Era fascinante observar a los neoyorquinos, con su forma tan decidida de caminar, su guasa, su hospitalidad. Mis vecinos me decían hola en el ascensor, nos trajeron pasteles y flores cuando nos mudamos para darnos la bienvenida, y bromeaban con el portero. Ya me había olvidado de todo eso y me había acostumbrado a la sequedad parisina y a que personas que vivían en la misma planta apenas intercambiaran cabeceos de saludo en la escalera.

Tal vez lo más irónico de todo era que, a pesar del torbellino de vida que llevaba ahora, echaba de menos París. Sí, echaba de menos ver la Torre Eiffel iluminándose cada hora, cada noche, como una resplandeciente y seductora dama enjoyada. Añoraba el sonido de las sirenas de los primeros viernes de cada mes, al mediodía, en su simulacro mensual. Extrañaba el mercado al aire libre de los sábados en el bulevar Edgar Quinet, donde el vendedor del puesto de verduras me llamaba «ma p'tite dame», aunque probablemente yo era la más alta de sus clientas. Igual que Zoë, yo también me sentía una francesita, a pesar de ser americana.

Dejar París no había resultado tan fácil como creía. Nueva York, con su energía, sus nubes de vapor ondeando sobre las chimeneas, su inmensidad, sus puentes, sus rascacielos y sus atascos, no acababa de ser mi hogar. Echaba de menos a mis amigos parisinos, aunque ya había hecho nuevas y buenas amistades aquí. A Edouard, a quien me había llegado a sentir tan unida, y que me escribía todos los meses. En especial echaba de menos la forma en que los franceses contemplan a las mujeres, lo que Holly llamaba la mirada que te «desnuda». Allí ya me había acostumbrado a ello, pero ahora, en Manhattan, lo más que había era algún conductor de autobús que le gritaba a Zoë «¡Eh, flaca!» y a mí, «¡Tú, rubia!». Era como si me hubiese vuelto invisible. Me preguntaba por qué me sentía tan vacía, como si un huracán me hubiese devastado por dentro y hubiera arrancado los cimientos de mi vida.

Y las noches.

Por la noche, aunque la pasara en compañía de Neil, me sentía abandonada. Me quedaba tumbada en la cama escuchando el pulso de la gran ciudad y dejaba que las imágenes volvieran a mí, igual que la marea vuelve a acariciar la playa.

Sarah.

Ella nunca me dejó. Había cambiado mi vida para siempre. Llevaba dentro su historia y su padecimiento como si la hubiera conocido. En realidad había conocido a la niña, a la joven, y también al ama de casa de cuarenta años que había estrellado su coche contra un árbol en una carretera helada de Nueva Inglaterra. Podía ver su rostro con claridad. Los ojos verdes y rasgados, la forma de su cabeza, su postura, sus manos, su sonrisa de esfinge. Sí, la conocía, y de haber seguido viva la habría parado por la calle para saludarla.

Zoë era una chica muy avispada. Me había pillado con las manos en la masa…

…mientras tecleaba «William Rainsferd» en el cajetín de búsqueda de Google.

No me había dado cuenta de que había vuelto del colegio. Era una tarde de invierno, y Zoë había entrado en casa sin que yo la oyera.

– ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? -inquirió. Sonaba como una madre que hubiera sorprendido a su hija adolescente fumando marihuana.

Ruborizada, reconocí que llevaba un año entero haciéndolo.

– ¿Y? -me preguntó, cruzada de brazos y con el ceño fruncido.

– Bueno, parece que se ha ido de Lucca -confesé.

– Oh. ¿Y dónde está, entonces?

– Ha vuelto a Estados Unidos. Lleva aquí un par de meses.

No podía seguir soportando su mirada, así que me levanté, me asomé por la ventana y contemplé la bulliciosa avenida Amsterdam.

– ¿Se encuentra en Nueva York, mamá?

Su tono era ahora más suave, menos severo. Se puso detrás de mí y apoyó la cabeza sobre mi hombro.

Asentí. No podía contarle lo nerviosa que me había puesto cuando descubrí que él también estaba aquí, la impresión que me había causado y la ilusión que me hacía descubrir que los dos habíamos acabado en la misma ciudad, dos años después de nuestro último encuentro. Recordé que su padre era neoyorquino, y probablemente había vivido aquí de niño.

Su nombre aparecía en la guía telefónica. Vivía en el West Village, a quince minutos en metro desde mi casa. Llevaba días y semanas preguntándome angustiada si debía o no llamarle. Él no había efectuado intento alguno de ponerse en contacto conmigo desde que lo vi en París, y no había sabido nada él desde entonces.

Empero, la primera ilusión se había difuminado pasado un tiempo. Me faltaba coraje para telefonearle, aunque seguía pensando en él, noche tras noche, día tras día en secreto, en silencio. Me preguntaba si algún día me lo encontraría en el parque, en unos grandes almacenes, en un bar o en un restaurante. ¿Habría venido con su mujer y sus hijas? ¿Por qué había vuelto a Estados Unidos, como yo? ¿Qué había pasado?

– ¿Te has puesto en contacto con él? -me preguntó Zoë.

– No.

– ¿Lo vas a hacer?

Empecé a llorar en silencio.

– Oh, mamá, por favor… -dijo Zoë con un suspiro.

Me enjugué las lágrimas con la mano, enfadada. Me sentía estúpida.

– Mamá, estoy segura de que él sabe que vives aquí. Seguro que también ha buscado tu nombre, y sabe a qué te dedicas y dónde vives.

No se me había pasado por la imaginación que William me buscara a en Google para averiguar mi dirección. ¿Y si Zoë tenía razón? ¿Sabría William que yo también vivía en Nueva York, en el Upper West Side? ¿Pensaba en mí alguna vez? Y si lo hacía, ¿qué sentía exactamente por mí?

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