Nueva York, 2005
Zoë! -grité-. ¡Por el amor de Dios, coge a tu hermana de la mano! ¡Se va a caer de esa cosa y se va a romper el cuello!
Mi hija, una joven de piernas espigadas, me frunció el ceño.
– Eres la madre más paranoica que conozco.
Agarró el brazo carnoso de la niña y la empujó para volver a sentarla bien en el triciclo. Las piernecitas de la cría pedaleaban frenéticas a lo largo del camino mientras Zoë la sujetaba por detrás. La niña gorjeaba de alegría y volvía el cuello hacia atrás para cerciorarse de que yo la estaba mirando, con la sincera vanidad que se tiene a los dos años.
Central Park y las promesas tempranas y tentadoras de la primavera. Estiré las piernas y volví la cara hacia el sol.
El hombre que estaba sentado a mi lado me acarició la mejilla.
Era Neil, mi novio. Un poco mayor que yo. Un abogado divorciado que vivía en el distrito de Fiat Iron con sus hijos adolescentes. Me lo había presentado mi hermana, y me gustaba. No estaba enamorada de él, pero disfrutaba de su compañía. Era un hombre inteligente y culto. No tenía ninguna intención de casarse conmigo, gracias a Dios, y de vez en cuando no le importaba estar con mis hijas.
Había tenido un par de novios desde que nos vinimos a vivir aquí. Nada demasiado formal ni comprometedor. Zoë los llamaba mis «aspirantes», y Charla, imitando a Escarlata O'Hara, mis «pretendientes». Antes de Neil, el último aspirante había sido un tal Peter. Tenía una galería de arte, una calva en forma de tonsura que le acomplejaba y un ático con corrientes de aire en el TriBe-Ca *. Todos ellos eran hombres de mediana edad, decentes, ligeramente aburridos y americanos de la cabeza a los pies. Educados, formales, detallistas. Tenían buenos trabajos, estudios de grado superior, eran cultos y, por lo general, divorciados. Venían a buscarme, me abrían la puerta del coche, me ofrecían el brazo y el paraguas. Me llevaban a almorzar fuera, al Mer **, al MoMA *, a la Ciudad de la Ópera, al NYCB **, a ver espectáculos en Broadway, a cenar fuera y, a veces, incluso a la cama. Yo lo soportaba. Practicaba el sexo porque me daba la impresión de que había que hacerlo, aunque se trataba de algo mecánico y soso. En ese sentido, algo se había esfumado: la pasión, la excitación, el ardor. Adiós a todo eso.
Tenía la sensación de que alguien (¿yo misma?) había pulsado el botón de avance rápido de mi vida, y de que parecía una marioneta de Charlot que lo hacía todo de forma acelerada y torpe, como si no me quedara más remedio, con una sonrisa pegada a la cara, actuando como si fuera feliz con mi nueva vida. A veces Charla me miraba de reojo, me daba un codazo y me decía: «Eh, ¿estás bien?». Yo le contestaba: «Oh, sí, claro». Mi hermana no parecía convencida, pero de momento me dejaba en paz. Mi madre también escrutaba mi gesto y fruncía los labios con preocupación. «¿Va todo bien, cariño?».
Yo trataba de espantar su inquietud con una sonrisa despreocupada.
Era una mañana fría y despejada en Nueva York, una de esas mañanas espléndidas de las que nunca se ven en París. El viento seco y fresco, el cielo de un intenso azul, los rascacielos recortándose por encima de los árboles, la pálida mole del edificio Dakota frente a nosotros, el olor a perritos calientes y galletitas saladas flotando arrastrado por la brisa.
Estiré la mano y acaricié la rodilla de Neil, con los ojos aún cerrados bajo el calor del sol, que iba en aumento. Nueva York y su intenso contraste de tiempo: veranos ardientes, inviernos de hielo y nieve. Me había enamorado de la luz que se derramaba sobre la ciudad, plateada y cortante. París, con su llovizno fría y gris, pertenecía ya a otro mundo.
Abrí los ojos y vi a mis hijas retozando en el parque. De la noche a la mañana, o al menos a mí me lo parecía, Zoë se había convertido en una adolescente espectacular. Me había sobrepasado en altura y tenía unos miembros fuertes y ágiles. Se parecía a Charla y a Bertrand, de los que había heredado la clase, el atractivo, el encanto y la vitalidad; una poderosa combinación de los Jarmond y los Tézac que me tenía cautivada.
La pequeña era otra cosa, más tierna, redondita y frágil. Necesitaba mimos y besos, y también más cuidados y atención que Zoë a su edad. Tal vez era porque su padre no estaba cerca, ya que Zoë, el bebé y yo nos marchamos de Francia y nos instalamos en Nueva York poco después de su nacimiento. La verdad era que no lo sabía y tampoco pensaba mucho en ello.
Me había resultado raro volver a vivir en América después de tantos años en París. A veces me sentía como una extraña, y aún no me encontraba del todo como en casa. Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en aclimatarme. Pero lo había hecho, pese a las dificultades: no había sido una decisión fácil de tomar.
El nacimiento de la niña había sido prematuro, lo cual fue causa de bastante pánico y sufrimiento. Nació justo después de Navidades, adelantándose dos meses. Me practicaron una cesárea difícil y larga en la sala de urgencias del hospital Saint-Vicent de Paul. Bertrand estuvo allí, más tenso y conmovido de lo que él mismo habría querido reconocer. Era una niña minúscula y, sin embargo, perfecta. Me pregunté si él se habría sentido decepcionado. Yo no. Esta niña significaba mucho para mí. Había luchado por ella, y no me había rendido: ella era mi triunfo.
Poco después del parto, y justo antes de la mudanza a la calle Saintonge, Bertrand reunió el coraje suficiente para decirme que amaba a Amélie, que quería vivir con ella a partir de ahora, que quería mudarse al apartamento del Trocadero con ella, que no podía seguir mintiéndonos ni a mí ni a Zoë y que tendríamos que divorciarnos, pero que se podía hacer de forma rápida y sencilla. Al oír su confesión, complicada y prolija, mientras paseaba por la habitación con las manos a la espalda y la mirada en el suelo, fue cuando por primera vez se me pasó por la cabeza la idea de irme a América. Escuché a Bertrand hasta el final. Parecía agotado y abatido, pero lo había conseguido: había sido sincero conmigo, al fin, y también consigo mismo. Y yo miré hacia atrás, vi al marido atractivo y sensual que había sido, y le di las gracias. Él pareció sorprendido, y me reconoció que esperaba una reacción más fuerte y acerba, que gritara, le insultara y le armara un número. El bebé había lloriqueado en mis brazos y había agitado en el aire sus diminutos puños.
– Pues no, nada de números -contesté-. Ni gritos ni insultos. ¿Te parece bien?
– Me parece bien -me respondió. Me dio un beso, y otro al bebé.
Él se sentía ajeno a mi vida, como si ya hubiera salido de ella.
Aquella noche, cada vez que me levantaba a darle las tomas al bebé, pensaba en regresar a Estados Unidos. ¿Boston? No, detestaba la idea de volver al pasado, a la ciudad donde había pasado mi infancia.
Y entonces lo supe.
Nueva York. Zoë, el bebé y yo podíamos trasladarnos a Nueva York. Charla estaba allí, y mis padres no vivían muy lejos. Nueva York, ¿por qué no? No la conocía demasiado, ya que nunca había pasado allí mucho tiempo, exceptuando las visitas anuales a casa de mi hermana. Nueva York: quizá la única ciudad capaz de rivalizar con París en ser diferente de todas las demás. Cuanto más lo pensaba, más me atraía la idea. No se lo había comentado a mis amigos. Sabía que a Hervé, Christophe, Guillaume, Susannah, Holly, Isabelle y Jan les molestaría que quisiera marcharme, pero también sabía que lo comprenderían y lo aceptarían.
Y entonces murió Mamé. No había vuelto a hablar desde noviembre, tras su derrame cerebral, aunque al menos había recuperado la consciencia. La habían trasladado a la unidad de cuidados intensivos del hospital Cochin. Yo daba por supuesto que iba a morir y me estaba preparando para afrontarlo, pero aun así supuso un trauma para mí.