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Cuando llegué a casa aquella noche, me encontré con que me esperaba la familia Tézac al completo. Estaban sentados en el salón con Bertrand y Zoë, y capté de inmediato la frialdad del ambiente.

Parecían estar divididos en dos grupos: Edouard, Zoë y Cécile, que estaban «de mi parte», y aprobaban lo que había hecho, y Colette y Laure, que lo censuraban.

Curiosamente, Bertrand no decía nada. Tenía un gesto triste, con las comisuras de los labios caídas, y ni siquiera me miraba.

– ¿Cómo puedes haber hecho algo así? -estalló Colette-. Rastrear a esa familia y ponerte en contacto con ese hombre, que al final no sabía nada del pasado de su madre.

– Pobre hombre -añadió mi cuñada, estremecida-. De pronto ha tenido que averiguar quién es en realidad, que su madre era judía, que liquidaron a su familia entera en Polonia y que su tío murió de inanición. Julia debería haberle dejado tranquilo.

Edouard se levantó de repente y empezó a hacer aspavientos.

– ¡Dios mío! -rugió-. ¿Adónde ha llegado esta familia? -Zoë vino a refugiarse bajo mi brazo-. Julia ha hecho algo muy valiente, algo generoso -continuó, temblando de ira-. Quería asegurarse de que la familia de aquella niña supiera que ella nos importaba. Quería que supiera que mi padre se aseguró de que a Sarah Starzynski la cuidaba una familia adoptiva y recibía amor suficiente.

– Oh, papá, por favor -le interrumpió Laure-. Lo que ha hecho Julia es patético. Remover el pasado nunca es una buena idea, sobre todo con lo que ocurrió durante la guerra. A la gente no le gusta que se lo recuerden. Nadie quiere pensar en ello.

Al decir esto no me miraba, pero yo percibía su hostilidad y leía lo que estaba pensando. La mía era la actitud típica de un americano. No respetaba el pasado, no tenía ni idea de lo que era un secreto de familia y me faltaban modales y sensibilidad. Una americana vulgar e inculta, en suma. L'Americaine avec ses gros sabots .

– ¡No estoy de acuerdo! -saltó Cécile con su voz chillona-. Me alegro de que me hayas contado lo que pasó, père. Esa historia del pobre crío muriéndose en el apartamento y la chica que regresa es terrible. Creo que Julia ha hecho lo correcto al ponerse en contacto con esa familia. Después de todo, no hay nada de lo que tengamos que avergonzarnos.

– Tal vez -admitió Colette, apretando los labios-, pero si Julia no hubiese montado tanto alboroto, Edouard jamás lo habría mencionado, ¿me equivoco?

Edouard encaró a su mujer. Su rostro estaba gélido igual que su voz.

– Colette, mi padre me hizo prometerle que jamás revelaría lo que ocurrió. Yo he respetado su deseo a duras penas durante los últimos sesenta años, pero ahora me alegro de que lo sepáis. Al fin puedo compartir esto con vosotros, aunque parece que a algunos os molesta.

– Gracias a Dios, Mamé no sabe nada -repuso Colette con un suspiro, mientras se atusaba el pelo.

– Mamé sí que lo sabe -nos sorprendió Zoë.

Mi hija enrojeció como un tomate, pero dio la cara con valentía.

– Ella me contó lo que había pasado. Yo ignoraba lo del niño; supongo que porque mi madre no quería que escuchara esa parte, pero Mamé me explicó todos los detalles -Zoë prosiguió-. Ella lo supo desde el mismo día en que ocurrió, porque la concierge le informó del regreso de Sarah. También me explicó que el abuelo sufría pesadillas con un niño muerto en su habitación. Que era horrible saberlo y no poder hablar de ello ni con su marido ni con su hijo, ni más tarde con el resto de su familia. Que aquello cambió para siempre a mi bisabuelo, y que le había afectado de tal manera que era incapaz de hablar de ello, ni siquiera con su mujer.

Miré a mi suegro, que no apartaba la vista de mi hija, sin poder creer lo que oía.

– ¿Lo sabía? ¿Lo ha sabido todos estos años?

Zoë asintió.

– Mamé me dijo que era un secreto muy difícil de guardar, que nunca había dejado de pensar en la niña y que ahora se alegraba de que yo lo supiera. Dijo que deberíamos haber hablado de ello mucho antes, que deberíamos haber hecho lo que ha hecho mamá y no haber esperado tanto. Que deberíamos haber buscado a la familia de la niña y que era un error mantener oculta esa historia. Me contó todo eso justo antes del derrame.

Hubo un silencio largo y doloroso.

Zoë enderezó los hombros. Después miró a Colette, a Edouard, a sus tías, a su padre. Me miró a mí.

– Hay algo más que quiero deciros -añadió, pasando sin transición del francés al inglés, y exagerando su acento americano-. No me importa lo que penséis y me da igual si creéis que mamá se ha equivocado o ha cometido una estupidez. Estoy muy orgullosa de ella por haber encontrado a William y contarle todo. No tenéis idea de lo mucho que necesitaba hacerlo y de lo que significaba para ella. Ni de lo que significa para mí y, ya puestos, probablemente, para William. ¿Y sabéis qué os digo? Cuando crezca, quiero ser como ella, quiero ser una madre de la que sus hijos puedan enorgullecerse. Bonne-nuit .

Zoë se despidió con una graciosa reverencia, salió del salón y cerró la puerta sin hacer ruido.

Nos quedamos en silencio durante un buen rato. El gesto de Colette era cada vez más rígido e inexpresivo: Laure se retocaba el maquillaje mirándose en un espejo de bolsillo, mientras que Cécile parecía petrificada.

Bertrand no despegó los labios. Estaba frente a la ventana, con las manos entrelazadas a la espalda. No me había mirado en ningún momento, así como tampoco había mirado a nadie más.

Edouard se levantó y me acarició la cabeza con un gesto paternal. Sus ojos azules brillaban cuando se acercó y me murmuró al oído, en francés:

– Has hecho lo correcto. Muy bien.

Pero esa misma noche, más tarde, sola en mi cama, incapaz de leer, de pensar o de hacer cualquier cosa que no fuera estar tumbada y mirar al techo, empecé a hacerme preguntas.

Pensé en William, dondequiera que estuviese, intentando encajar las nuevas piezas que habían aparecido en su vida.

Pensé en la familia Tézac, que por una vez había salido de su caparazón y había tenido que comunicarse para sacar a la luz un secreto oscuro y triste. Pensé en Bertrand, dándome la espalda.

«Tu as fait ce qu'il fallait. Tu as bien fait».

¿Llevaba razón Edouard? No estaba segura, pero aun así no dejaba de preguntármelo.

Zoë abrió la puerta, se coló en mi cama como un cachorrillo sigiloso y se acurrucó junto a mí. Después me cogió la mano, la besó suavemente y apoyó la cabeza en mi hombro.

Oí el rumor apagado del tráfico en el bulevar de Montparnasse. Se estaba haciendo tarde. Bertrand andaba con Amélie, sin duda. Me parecía tan lejano como un extraño, una persona a la que apenas conocía.

Dos familias a las que yo había unido por un día. Dos familias que jamás volverían a ser las mismas.

¿Había hecho lo correcto?

No sabía qué pensar. No sabía qué creer.

Zoë se quedó dormida a mi lado; su respiración lenta me hacía cosquillas en la mejilla. Pensé en el bebé que esperaba y sentí que me invadía algo parecido a la paz, una sensación relajante que me tranquilizó durante un rato.

Pero el dolor y la tristeza permanecieron.

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* «La americana con sus enormes zuecos». [N. del T.]

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* Buenas noches. [N. del T.]

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