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Cogí el cuaderno y volví a mirar a William. Él me animó a leer con un gesto y el brillo de sus ojos.

Abrí el libro y leí mentalmente la primera frase. Después leí en voz alta, traduciendo del francés a nuestra lengua materna. Era un proceso lento; aquella escritura, una sucesión de garabatos finos y torcidos, era difícil de descifrar.

¿Dónde estás, mi pequeño Michel? Mi precioso Michel.

¿Dónde estás ahora?

¿Te acuerdas de mí?

Michel,

Soy Sarah, tu hermana.

La que nunca volvió. La que te dejó dentro del armario. La que creyó que estarías a salvo.

Michel.

Han pasado los años y aún guardo la llave.

La llave de nuestro escondite secreto.

Ya ves, la he conservado, acariciándola día tras día, recordándote.

La guardo conmigo desde el 16 de julio de 1942.

Aquí nadie sabe nada de la llave ni de ti.

Ni del armario.

Ni de nuestros padres.

Ni del campo.

Ni del verano de 1942.

Ni de quién soy en realidad.

Michel.

No ha pasado un solo día en que no haya pensado en ti.

O haya recordado el 26 de la calle Saintonge.

Llevo la carga de tu muerte como si llevara un hijo.

La llevaré hasta mi último día.

A veces me quiero morir.

No puedo soportar el peso de tu trance.

Del fin de mamá, del de papá.

Visiones de vagones para ganado conduciéndolos a su muerte.

Oigo el tren en mi cabeza, lo llevo oyendo una y otra vez durante los últimos treinta años.

No puedo soportar el peso de mi pasado.

Pero tampoco puedo deshacerme de la llave del armario.

Es la única cosa concreta que me queda de ti, aparte de tu tumba.

Michel.

¿Cómo puedo fingir ser otra persona?

¿Cómo puedo hacerles creer que soy otra mujer?

No, no puedo olvidar.

El estadio.

El campo.

El tren.

Jules y Geneviève.

Alain y Henriette.

Nicolas y Gaspard.

Mi pequeño no me hace olvidar. Le quiero, es mi hijo.

Mi marido no sabe quién soy.

No conoce mi historia.

Venir aquí ha sido un terrible error.

Pensé que podía cambiar. Pensé que podía dejarlo todo atrás.

Pero no puedo.

Los llevaron a Auschwitz. Los asesinaron.

Mi hermano. Él murió en el armario.

No me queda nada.

Pensé que me quedaba algo, pero me equivocaba.

No basta con un hijo y un marido.

Ellos no saben nada.

No saben quién soy.

Y nunca lo sabrán.

Michel.

En mis sueños apareces y me alcanzas.

Me coges de la mano y me llevas.

Esta vida es una carga para mí.

Miro la llave y te anhelo a ti, y al pasado.

Los días cómodos y sencillos antes de la guerra.

Sé que mis heridas jamás cicatrizarán.

Espero que mi hijo me perdone.

Él nunca sabrá.

Nadie lo sabrá.

Zakhor. Al Tichkah.

Recordar. Nunca olvidar.

El café era un sitio animado y bullicioso, pero a nuestro alrededor se había formado una burbuja de silencio absoluto.

Solté el cuaderno, abatida por lo que ahora sabía.

– Se suicidó -afirmó William sin levantar la voz-. No fue un accidente. Estrelló el coche contra el árbol.

No dije nada. Era incapaz de articular palabra y no sabía qué decir.

Tenía ganas de cogerle la mano, pero algo me lo impedía. Respiré hondo, y aun así las palabras no me salieron.

La llave seguía entre los dos, encima de la mesa. Un testigo silencioso del pasado, de la muerte de Michel. Sentí que William se cerraba en banda, igual que había hecho en Lucca, cuando levantó las palmas de las manos como si quisiera empujarme. Una vez más, resistí el poderoso impulso de tocarle, de abrazarle. ¿Por qué sentía que podía compartir tantas cosas con aquel hombre? Por alguna razón, no me sentía en la compañía de un desconocido; y lo más raro era que no me sentía aún menos extraña para él. ¿Qué nos unía? ¿Mi investigación, mi búsqueda de la verdad, mi compasión por su madre? Él lo desconocía todo sobre mí, ignoraba que mi matrimonio se iba a pique y que había estado a punto de abortar en Lucca. No sabía nada de mi trabajo ni mi vida. Y yo, ¿qué información tenía de él, de su esposa, de sus hijas, de su carrera? Su presente era un misterio para mí, pero en cambio veía su pasado y el de su madre como un oscuro sendero rodeado de antorchas llameantes. Quería demostrarle a aquel hombre que me importaba, que la desgracia de su madre había cambiado mi vida.

– Gracias -dijo al fin-. Gracias por contarme todo esto.

Su voz me sonó artificial, controlada. Me di cuenta de que habría deseado que se viniera abajo, que llorara, que al menos manifestara algún tipo de emoción. ¿Por qué? Sin duda, porque yo misma necesitaba desahogarme y derramar lágrimas que borraran el dolor, el sufrimiento, el vacío. Me hacía falta compartir mis sentimientos con él en una comunión íntima y privada.

Iba a marcharse. Se levantó de la mesa y cogió la llave y el cuaderno. No soportaba la idea de que se fuera tan pronto. Si se iba ahora, estaba convencida de que no volvería a saber nada de él nunca más. Ya no querría verme ni hablar conmigo, y perdería el último lazo de unión que me quedaba con Sarah. Lo perdería a él. Y por alguna remota y oscura razón, William Rainsferd era la única persona con la que me apetecía estar en aquel momento.

Debió de notarme algo en la cara, porque antes de alejarse de la mesa vaciló un instante.

– Quiero ir a esos lugares -me dijo-. Beaune-la-Rolande y la calle Nélaton.

– Puedo ir contigo si quieres.

Sus ojos se posaron sobre mí. De nuevo percibí el contraste entre los sentimientos que le inspiraba, una complicada mezcla de rencor y gratitud.

– No, prefiero ir solo. Eso sí, te agradecería que me facilitaras la dirección de los Dufaure. A ellos también me gustaría visitarlos.

– Claro -contesté. Busqué en mi agenda y le apunté las direcciones en un trozo de papel.

De repente volvió a dejarse caer sobre la silla.

– ¿Sabes? Me apetece tomar una copa -me dijo.

– Estupendo. Por supuesto -repuse a la vez que hacía una señal al camarero, y le pedí vino.

Mientras bebíamos en silencio, me di cuenta de lo cómoda que me sentía con él. Dos compatriotas americanos disfrutando de una copa tranquilos. Por alguna razón no nos hacía falta hablar, y, sin embargo, aquel silencio no resultaba embarazoso. Pero yo sabía que en cuanto terminara el vino se marcharía.

Y el momento llegó.

– Gracias, Julia. Gracias por todo.

No me dijo: Estaremos en contacto, dame tu correo electrónico, hablaremos por teléfono de vez en cuando. No, no dijo nada de eso. Pero yo sabía lo que significaba su silencio, alto y claro: No me llames. No te pongas en contacto conmigo, por favor. Necesito recomponer mi vida. Necesito tiempo, silencio y paz. Necesito descubrir quién soy.

Lo vi alejarse bajo la lluvia, hasta que su silueta se desvaneció entre la gente de la calle.

Acomodé las manos sobre la curva de mi tripa y me dejé arrastrar por la marea de la soledad.

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