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– Ah.

Debí de sonar confundida, porque empezó a reírse.

– Estoy divorciado, Julia.

Me miró a la cara. Su gesto volvía a ser serio.

– Verás, después de hablar contigo todo cambió.

Por fin se decidía a contarme lo que necesitaba saber: las secuelas, las consecuencias.

No sabía muy bien qué decir. Temía que, si pronunciaba una sola palabra, él dejaría de hablar. Seguí entretenida con mi hija, dándole su botella de agua, sujetándola para que no se la echara toda encima, y limpiándola con una servilleta de papel.

La camarera se acercó para tomarnos nota. Dos tartas de queso Amadeus, dos cafés y una tortita para la niña.

William me dijo:

– Todo se hizo añicos. Fue un infierno, un año espantoso.

Durante un par de minutos no dijimos nada, solo mirábamos a la gente que ocupaba las mesas de nuestro alrededor. El café era un lugar animado y bullicioso, ambientado por música clásica que sonaba en unos altavoces camuflados. La niña hacía gorgoritos y nos sonreía a William y a mí mientras agitaba su muñeco. La camarera nos trajo las tartas.

– ¿Y ahora, te encuentras bien? -le tanteé.

– Sí -se apresuró a responder-. Sí, estoy bien. Me llevó un tiempo acostumbrarme a esta nueva parte de mí, comprender y aceptar la historia de mi madre y afrontar el dolor. Aún hay días en que no me siento capaz, pero lo intento con todas mis fuerzas. Hice un par de cosas que me parecían necesarias.

– ¿Cuáles? -le pregunté mientras le iba dando a mi hija pegajosos trozos de tortita.

– Me di cuenta de que no podía soportar esto solo. Me sentía aislado, roto. Mi mujer no entendía la situación por la que estaba pasando, y yo no podía explicárselo, porque ya no nos comunicábamos. Llevé a mis hijas a Auschwitz el año pasado, antes de la celebración del sexagésimo aniversario. Necesitaba contarles lo que les había ocurrido a sus bisabuelos. No era fácil, y la única forma que se me ocurría era enseñárselo. Fue un viaje muy emotivo y triste, pero por fin me encontré en paz, y sentí que mis hijas lo comprendían.

Su gesto era triste y pensativo. Yo no dije nada, le dejé hablar a él. Le limpié la cara a la niña y le di más agua.

– En enero hice una última cosa. Volví a París. Hay un nuevo edificio conmemorativo del Holocausto en el Marais, quizá te hayas enterado. -Asentí. Había oído hablar de él y tenía pensado ir a verlo en mi siguiente visita-. Lo inauguró Chirac a finales de enero. En la entrada hay un muro con nombres. Es un enorme muro de piedra gris con 76.000 nombres grabados. Los nombres de todos y cada uno de los judíos que fueron deportados de Francia.

Observé cómo sus dedos recorrían el borde de la taza de café. Me resultaba difícil mirarle directamente a la cara.

– Fui a buscar sus nombres, y allí estaban: Wladyslaw y Rywka Starzynski. Mis abuelos. Sentí la misma paz que había encontrado en Auschwitz, y también el mismo dolor. Agradecí que no los hubieran olvidado, que los franceses los recordaran y honraran de aquella forma. Había gente llorando delante de ese muro, Julia. Mayores, jóvenes, personas de mi edad que tocaban el muro con los dedos y lloraban.

William hizo una pausa y soltó aire por la boca, poco a poco. Yo mantuve la mirada en la taza y en sus dedos. La jirafa de la niña soltó un pitido, pero casi no la oíamos.

– Chirac pronunció un discurso. No entendí nada, por supuesto. Más tarde lo busqué en Internet y leí la traducción. Me pareció muy bueno. Exhortaba a la gente a recordar la responsabilidad de Francia en la redada del Vel' d'Hiv' y todo lo que vino después. Chirac pronunció las mismas palabras que mi madre había escrito al final de su carta: Zakhor, Al Tichkah. Recordar, nunca olvidar, en hebreo.

William se agachó. Sacó un sobre grande de papel de estraza de la mochila que tenía a los pies y me lo dio.

– Éstas son las fotos que tengo de mi madre. Quería enseñártelas. De pronto me di cuenta de que no sabía quién era ella, Julia. Quiero decir, conocía su aspecto, su cara y su sonrisa, pero nada de su vida íntima.

Me limpié el sirope de los dedos para coger las fotos. Sarah, el día de su boda, alta, esbelta, con su tímida sonrisa y el secreto guardado en sus ojos. Sarah, acunando a William de bebé. Sarah, agarrando a William de la mano mientras él daba sus primeros pasos. Sarah, a los treinta y tantos años, con un vestido de fiesta esmeralda. Y Sarah, justo antes de su muerte, en un primer plano en color. Me di cuenta de que tenía el pelo gris. Prematuramente gris, y aun así le favorecía, igual que le pasaba a su hijo ahora.

– La recuerdo como a una persona callada, alta y delgada -dijo William mientras yo contemplaba las fotos, cada vez más emocionada-. No se reía mucho, pero era una mujer apasionada y una madre cariñosa. Sin embargo, después de su muerte nadie mencionó la posibilidad del suicidio. Nunca, ni siquiera mi padre. Supongo que él nunca leyó el cuaderno. Nadie lo había leído. Tal vez lo encontró mucho después de su muerte. Todos pensamos que fue un accidente. Nadie sabía quién era mi madre, Julia, ni siquiera yo, y eso es algo que me cuesta mucho aceptar. No sé qué la llevó a matarse aquel día nevado, ni cómo tomó esa decisión. Por qué decidió no contárselo a mi padre. Por qué se guardó todo su sufrimiento y su dolor para ella sola.

– Son unas fotos preciosas -le dije al fin-. Gracias por traerlas.

Hice una pausa.

– Hay algo que debo preguntarte -empecé, apartando las fotos y haciendo acopio de valor para mirarle por fin a la cara.

– Adelante.

– ¿No me guardas rencor? -inquirí con una tímida sonrisa-. Me siento como si hubiese arruinado tu vida.

William sonrió.

– No te guardo el menor rencor, Julia. Sólo necesitaba pensar, entender, encajar todas las piezas. Me llevó un tiempo. Por eso no has sabido nada de mí durante estos dos años.

Me sentí aliviada.

– Pero siempre he sabido dónde estabas -añadió sonriendo-. He dedicado bastante tiempo a seguirte la pista.

Mamá, él sabe que vives aquí. Seguro que él también ha buscado tu nombre, y sabe a qué te dedicas y dónde vives.

– ¿En qué fecha te mudaste a Nueva York? -me preguntó.

– Un poco después de que naciera el bebé, en primavera de 2003.

– ¿Y por qué te marchaste de París? -me preguntó-. Vamos, si no te importa contármelo…

Sonreí de medio lado, triste.

– Mi matrimonio se había ido al traste y acababa de tener a esta cría. No fui capaz de irme a vivir al apartamento de la calle Saintonge después de saber lo que ocurrió allí. Y, además, me apetecía volver a Estados Unidos.

– ¿Y cómo lo hiciste?

– Nos quedamos una temporada en casa de mi hermana, que vive en el Upper East Side. Luego realquilé el piso de un amigo suyo, y mi ex jefe me encontró un buen trabajo. ¿Y tú?

– La misma historia. La vida en Lucca se me antojaba imposible. Y mi mujer y yo… -Su voz se fue apagando. Hizo un pequeño gesto con los dedos, como diciendo adiós-. Yo viví aquí de niño, antes de irnos a Roxbury. La idea llevaba tiempo rondándome por la cabeza, y al final me decidí. Primero estuve en casa de unos viejos amigos, en Brooklyn, y luego encontré un piso en el Village. Aquí me dedico a lo mismo: soy crítico gastronómico.

El teléfono de William sonó. Su novia, otra vez. Yo aparté la mirada, tratando de darle la intimidad que necesitaba. Por fin colgó.

– Es un poco posesiva -me confió con voz dócil-. Me parece que voy a apagar el móvil un rato.

William pulsó un botón del teléfono.

– ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?

– Un par de meses. -Me miró-. ¿Y tú qué? ¿Sales con alguien?

– Pues sí.

Pensé en la sonrisa dulce y cortés de Neil, en sus gestos atentos, en el sexo rutinario. Estuve a punto de añadir que no era nada importante, que sólo quería compañía, porque no soportaba estar sola, porque todas las noches pensaba en William y en su madre, y llevaba así desde hacía dos años y medio, pero mantuve la boca cerrada y dije tan sólo:

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