Nicolas, una versión ligeramente más joven de Gaspard, con la misma cara redonda y el mismo pelo blanco y ralo, habló de su relación particular con Sarah. Nos contó que no hacía más que gastarle bromas, ya que el silencio de la chica le apenaba mucho. Cada vez que reaccionaba, aunque fuera encogiéndose de hombros, insultándole o dándole una patada, se le antojaba un triunfo, ya que por un instante Sarah salía del caparazón en el que estaba aislada. Nos contó también la primera vez que Sarah se bañó en el mar, en Trouville, a principios de los cincuenta. Se quedó mirando el mar con absoluto asombro, y después abrió los brazos, soltó una exclamación de alborozo y corrió hacia el agua, con sus piernas ágiles y flacas, y se zambulló entre las olas azules entre gritos de júbilo. Y ellos la habían seguido, gritando igual de alto y enamorados de aquella nueva Sarah que hasta entonces nunca habían visto.
– Estaba guapísima -rememoró Nicolas-. Era una chica de dieciocho años, guapísima y pletórica de vida y energía. Aquel día presentí por primera vez que en lo más profundo de ella había un vestigio de felicidad, que aún había esperanza para ella.
Dos años después, pensé, Sarah salió de la vida de los Dufaure para siempre, llevándose consigo su secreto a América. Y veinte años después había muerto. Me pregunté cómo habrían sido esos veinte años en América. Su matrimonio, el nacimiento de su hijo. ¿Había sido feliz en Roxbury? Sólo William tenía la respuesta a esas preguntas. Era el único que podía contestarlas. Mis ojos se cruzaron con los de Edouard, y supe que estaba pensando lo mismo que yo.
Oí la llave de Bertrand en la cerradura. Mi marido apareció, bronceado, apuesto, exudando Habit Rouge, sonriendo y estrechando manos con soltura, y no pude evitar acordarme de aquella canción de Carly Simon que Charla decía que le recordaba a Bertrand: «Yon walked into the
party like you were walking on to a yatch» .
Bertrand había decidido posponer la mudanza al piso de Saintonge por las complicaciones de mi embarazo. En esta extraña nueva vida a la que todavía no me había acostumbrado, él estaba físicamente presente de forma amistosa y útil, pero faltaba su presencia espiritual. Viajaba más de lo habitual, llegaba tarde a casa y se marchaba temprano. Seguíamos compartiendo la cama, pero ya no era el tálamo nupcial. En medio había surgido el muro de Berlín.
Zoë parecía llevarlo bastante bien. Hablaba a menudo del bebé, de lo mucho que significaba para ella y de lo emocionada que se sentía. Había ido de compras con mi madre durante su estancia en París, y ambas se habían puesto como locas en Bonpoint, una tienda de ropa de bebé exclusiva y precios escandalosamente caros que había en la calle de l'Université.
La mayor parte de la gente reaccionaba como Zoë, mis padres, mi hermana, mi familia política y Mamé. Todos mostraban su entusiasmo por el inminente nacimiento, e incluso Joshua, con su aversión hacia los bebés y las bajas por enfermedad, parecía interesarse.
– No sabía que se podían tener hijos después de los cuarenta y cinco -me comentó con bastante mala uva.
Nadie mencionó la crisis por la que atravesaba mi matrimonio. Era como si nadie se diera cuenta. Tal vez, en el fondo, creían que cuando naciera la criatura Bertrand entraría en razón, o incluso la recibiría con los brazos abiertos.
Me di cuenta de que tanto Bertrand como yo nos habíamos encerrado en un caparazón de incomunicación y aislamiento. Los dos estábamos esperando a que naciera el bebé. Después, cuando tuviéramos que mudarnos y tomar decisiones, ya veríamos.
Una mañana noté que el bebé empezaba a moverse dentro de mí y me daba esas primeras pataditas que suelen confundirse con gases. Quería que el bebé naciera de una vez para poder cogerlo en brazos. Odiaba esta situación de silencioso letargo, esta larga espera, y me sentía atrapada. Quería viajar cuanto antes al invierno, a principios del año siguiente, al momento del parto.
Odiaba el polvo y los últimos coletazos del calor del verano, esos últimos estertores del estío que discurrían lentos como el goteo de la melaza. Tampoco me gustaba la palabra francesa para referirse al comienzo de septiembre, la vuelta al colegio y al trabajo, la «rentreé», que se repetía constantemente en la radio, la televisión y los periódicos. Estaba harta de que la gente me preguntara cómo iba a llamarse el bebé. La amniocentesis había revelado su sexo, pero yo no había querido que me lo dijeran. El bebé aún no tenía nombre, lo cual no significaba que yo no estuviera preparada.
Iba tachando los días en el calendario. Septiembre se convirtió en octubre, mientras mi barriga adquiría una bonita curva. Ya podía levantarme, volver a la oficina, recoger a Zoë del colegio, ir al cine con Isabelle o comer con Guillaume en el Select.
Pero, a pesar de que mis días volvían a estar más ocupados, seguía sintiendo ese vacío, ese dolor…
… el de William Rainsferd. Recordaba su cara, sus ojos, la expresión con que había mirado a la niña de la estrella amarilla y, sobre todo, el tono en que había exclamado «Dios mío».
¿Cómo sería su vida ahora? ¿Habría borrado todo de su mente en el momento que nos dio la espalda a Zoë y a mí? ¿Se habría olvidado al llegar a casa? ¿Y si era al contrario? ¿Y si su vida se había convertido en un infierno, si era incapaz de olvidar lo que yo le había dicho y mis revelaciones habían cambiado su vida? Su madre se había convertido en una extraña, alguien de cuyo pasado no sabía nada.
Me preguntaba si le había contado algo a su esposa o a sus hijas, si les había dicho que una mujer americana había aparecido en Lucca, acompañada por una niña, para enseñarle una foto y decirle que su madre era judía, que la habían arrestado durante la guerra, que había sufrido mucho y que había perdido a un hermano y unos padres de los que él jamás había oído hablar.
Me preguntaba si había buscado información sobre el Vel' d'Hiv', si había leído artículos o libros sobre lo ocurrido en julio de 1942 en el corazón de París.
Me preguntaba si por las noches se quedaba despierto pensando en su madre, en su pasado, en la verdad que había permanecido oculta y callada, envuelta en un manto de oscuridad.
El piso de la calle Saintonge estaba casi listo. Bertrand había planeado que Zoë y yo nos mudáramos después de nacer el bebé, en febrero. Estaba quedando muy bonito, diferente. Su equipo había hecho un trabajo espléndido. Ya no tenía la impronta de Mamé, y yo
me imaginaba que estaba a años luz del que Sarah había conocido.
Pero mientras paseaba por las habitaciones vacías recién pintadas, la cocina nueva y mi despacho privado, me pregunté si sería capaz de vivir en el mismo lugar en que había muerto el hermanito de Sarah. El armario secreto ya no existía, había desaparecido al convertir dos habitaciones en una, pero eso no cambiaba demasiado las cosas, al menos para mí.
Aquí fue donde ocurrió todo. Me resultaba imposible quitármelo de la cabeza. No le había contado a mi hija la tragedia que había tenido lugar allí, pero ella lo intuía a su manera tan particular y emocional.
Una lluviosa mañana de noviembre fui al apartamento para empezar con las cortinas, el papel pintado y la moqueta. Isabelle me había sido de gran ayuda, y me había acompañado a las distintas tiendas y almacenes. Para alegría de Zoë, me había propuesto romper con los tonos suaves y apagados a los que me había limitado hasta entonces, y me había decidido por tonos nuevos y atrevidos. A Bertrand le era indiferente: «Decididlo Zoë y tú. Al fin y al cabo, va a ser vuestra casa». Zoë había escogido un verde lima y un púrpura claro para su cuarto. Me recordaba tanto al gusto de Charla que no pude evitar una sonrisa.