Una pila de catálogos me esperaba sobre el suelo desnudo y encerado. Estaba examinándolos con atención cuando me sonó el móvil. Reconocí el número: el de la residencia de Mamé. Últimamente, Mamé había estado cansada, algo irascible y a ratos insoportable. Era difícil hacerla sonreír; e incluso a Zoë le costaba mucho conseguirlo. Se había vuelto muy intolerante con todos, y visitarla se había convertido casi en un castigo.
– ¿Mademoiselle Jarmond? Soy Véronique, de la residencia. Me temo que no tengo buenas noticias. Madame Tézac no se encuentra bien. Ha sufrido un derrame cerebral.
Me enderecé, conmocionada.
– ¿Un derrame cerebral?
– Ahora está un poco mejor. El doctor Roche está con ella, pero tiene usted que venir. Hemos contactado con su suegro, pero no conseguimos localizar a su marido.
Colgué el teléfono nerviosa y asustada. Fuera, la lluvia repiqueteaba contra los cristales de las ventanas. ¿Dónde estaba Bertrand? Marqué su número y me saltó el buzón de voz. En su oficina, cerca de La Madeleine, nadie parecía saber dónde se encontraba, ni siquiera Antoine. Le expliqué a éste que yo me encontraba en la calle Saintonge, y le pedí que le dijera a Bertrand que me llamara de inmediato, que era muy urgente.
– Mon Dieu, ¿el bebé? -preguntó tartamudeando.
– No, Antoine, no es el bebé, es la abuela -le contesté, y colgué.
Miré al exterior. Ahora la lluvia caía más fuerte, como una densa cortina gris. Iba a calarme. Qué mala pata, maldije, pero daba igual. Mamé, mi maravillosa y encantadora Mamé. No, Mamé no podía irse ahora, la necesitaba. Era demasiado pronto, aún no estaba preparada. En todo caso, ¿cómo podía prepararme para su muerte? Miré a mi alrededor, por el salón, recordando que fue allí mismo donde la vi por primera vez. Y una vez más sentí sobre mí el peso de todos los acontecimientos que habían tenido lugar en aquella casa y que parecían volver para perseguirme.
Decidí llamar a Cécile y a Laure para asegurarme de que ya lo sabían y se ponían en camino. Laure sonaba formal y lacónica; ya estaba en el coche. Me dijo que nos veríamos en la residencia. A Cécile la encontré más frágil y sentimental, al borde del llanto.
– Oh, Julia, no soporto la idea de que Mamé… Ya sabes… Es terrible…
Le conté que no conseguía localizar a Bertrand. Pareció sorprendida.
– Pero si acabo de hablar con él…
– ¿Le has llamado al móvil?
– No -me respondió, en tono vacilante.
– ¿En la oficina, entonces?
– Va a venir a recogerme en cualquier momento, para llevarme a la residencia.
– Yo no he logrado contactar con él.
– Ah -contestó con cautela-. Ya veo.
Entonces lo comprendí, y empecé a sentir que la ira crecía en mi interior.
– Estaba en casa de Amélie, ¿verdad?
– ¿Amélie? -repitió en tono inexpresivo.
Di una patada en el suelo, impaciente.
– Vamos, Cécile. Sabes perfectamente de quién te estoy hablando.
– Está sonando el timbre, es Bertrand -me dijo casi sin respirar, y colgó.
Me quedé en medio de la habitación vacía, empuñando el teléfono como si fuese una pistola. Apoyé la frente contra el cristal frío de la ventana. Me apetecía propinarle un puñetazo a Bertrand. Ya no era su interminable historia de amor con Amélie lo que me fastidiaba, era el hecho de que sus hermanas tuvieran el número de esa mujer y supieran dónde localizarle en caso de emergencias como ésta, mientras que yo no. Era el hecho de que, aunque nuestro matrimonio estaba en las últimas, aún no había tenido el coraje de decirme que seguía viendo a esa mujer. Como siempre, yo era la última en enterarse. La clásica esposa engañada de todos los vodeviles.
Me quedé allí un buen rato, sin moverme, sintiendo las pataditas del bebé.
Me pregunté si acaso Bertrand seguía importándome, y por eso aún me dolía su engaño. ¿O era tan sólo una cuestión de orgullo herido? Amélie y su glamour parisino, su perfección, su atrevido y moderno apartamento con vistas al Trocadero, sus hijos tan bien educados («Bonjour madame») y aquel intenso perfume que se pegaba al pelo y la ropa de Bertrand. Si la quería a ella y a mí había dejado de amarme, ¿por qué tenía miedo a decírmelo? ¿Temía hacerme daño, hacer daño a Zoë? ¿Qué era lo que tanto le asustaba? ¿Cuándo iba a darse cuenta de que no era su infidelidad lo que peor llevaba yo, sino su cobardía?
Me fui a la cocina. Tenía la boca seca. Dejé correr el agua y bebí directamente del grifo, aplastándome la tripa contra la pila. Volví a mirar por la ventana. La lluvia parecía haber amainado. Me puse el impermeable, cogí la cartera y me dirigí hacia la puerta.
Alguien llamó. Tres golpes secos. Es Bertrand, pensé torvamente. Antoine o Cécile debían de haberle dicho que me llamara o que viniera a buscarme.
Me imaginé a Cécile esperándome abajo, en el coche, muerta de vergüenza, y el incómodo y cortante silencio que habría entre nosotros en cuanto me subiera al Audi.
Bien, esta vez se iban a enterar. No pensaba desempeñar el papel de la típica esposa francesa, tímida y dócil. Iba a decirle a Bertrand que a partir de ese momento me contara la verdad.
Abrí la puerta de un tirón, pero el hombre que aguardaba en el descansillo no era Bertrand. Lo reconocí de inmediato por su estatura y por aquellos hombros tan anchos. Tenía el pelo rubio ceniza aplastado y oscurecido por la lluvia.
Era William Rainsferd.
Reculé un paso, sorprendida.
– ¿Vengo en mal momento? -preguntó.
– No -logré articular.
¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿Qué quería?
Nos quedamos mirando el uno al otro. Algo había cambiado en su gesto desde la última vez que le había visto. Parecía demacrado, atormentado por algo. Ya no era el gastrónomo apacible y bronceado al que conocí en Lucca.
– Necesito hablar contigo -me dijo-. Es urgente. Lo siento, no he logrado averiguar tu número y he venido directamente aquí. Como anoche no estabas, se me ocurrió volver por la mañana.
– ¿Cómo has conseguido esta dirección? -le pregunté, confusa-. Aún no está en la guía, todavía no nos hemos mudado.
Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta.
– La dirección estaba aquí. Es la misma calle que mencionaste en Lucca: calle Saintonge.
– No lo entiendo -dije, meneando la cabeza.
Me tendió el sobre. Era antiguo y tenía las esquinas rotas. No había nada escrito en él.
– Ábrelo -me dijo.
Saqué una libreta fina y desgastada, con un dibujo descolorido, y una larga llave de latón que se me resbaló y cayó al suelo con un ruido metálico. Él se agachó a recogerla y la puso sobre la palma de su mano para que yo pudiera verla bien.
– ¿Qué es esto? -le pregunté con cautela.
– Cuando te fuiste de Lucca yo estaba en estado de shock. No podía sacarme aquella foto de la cabeza, y no hacía más que pensar en ella.
– Ya -le dije, con el corazón desbocado.
– Cogí un avión y fui a Roxbury, a ver a mi padre. Está muy enfermo, como creo que ya sabes. Se muere de cáncer y ya no puede hablar. Eché un vistazo a la habitación y encontré este sobre en su escritorio. Lo había estado guardando todos estos años. Nunca me lo había enseñado.
– ¿Por qué estás aquí? -le pregunté.
Había dolor en sus ojos, dolor y miedo.
– Porque necesito que me cuentes lo que ocurrió. Lo que le ocurrió a mi madre cuando era niña. Necesito saberlo todo. Tú eres la única persona que puede ayudarme.
Contemplé la llave sobre su mano. Luego miré al dibujo. Era un tosco boceto en el que aparecía un niño rubio con el pelo rizado. Parecía estar sentado en un pequeño armario, con un libro sobre las rodillas y un osito de peluche al lado. Al dorso, un garabato medio borrado: «Michel. Rue de Saintonge, 26». Pasé las hojas de la libreta. No había fechas. Sólo frases cortas, como de un poema, en francés, con una caligrafía difícil de descifrar. Algunas palabras me llamaron la atención: «le camp», «la clef», «ne jamais oublier», «mourir» .