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– Voy a ser muy claro contigo: no quiero volver a verte. No quiero volver a hablar de esto. Por favor, no vuelvas a llamarme.

Y se marchó.

Zoë y yo vimos cómo se alejaba. Todo esto para nada. Un viaje tan largo, todos los esfuerzos, y en balde, tan sólo para llegar a un callejón sin salida. No podía creer que la historia de Sarah acabase así, de golpe. No podía terminar sin más.

Nos quedamos en silencio durante un buen rato. Luego, tiritando a pesar del calor, pagué la cuenta. Zoë, conmocionada, no decía una sola palabra.

Me levanté. Estaba tan débil que me costaba moverme. Y ahora, ¿qué? ¿Nos volvíamos a París o a casa de Charla?

Eché a andar con dificultad; los pies me pesaban como yunques. Oí la voz de Zoë, que me llamaba, pero no quería darme la vuelta. Lo único que me apetecía era volver al hotel cuanto antes, a pensar y a preparar el regreso. Tenía que llamar a mi hermana y a Edouard, y también a Gaspard.

Zoë estaba gritando, nerviosa. ¿Qué quería? ¿Por qué lloriqueaba? Me di cuenta de que la gente me estaba mirando. Me volví hacia mi hija, impaciente, y le dije que apretara el paso.

Se me acercó corriendo y me agarró la mano. Estaba pálida.

– Mamá… -susurró, con un hilo de voz.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? -le pregunté.

Señaló a mis piernas y empezó a gimotear como un cachorrillo.

Miré hacia abajo. Llevaba la falda blanca empapada de sangre. En la silla donde había estado sentada había dejado una huella carmesí en forma de media luna. Unos goterones rojos y espesos resbalaban por mis muslos.

– ¿Tienes una herida, mamá? -preguntó Zoë tragando saliva.

Me agarré el estómago.

– El bebé -dije, horrorizada.

Zoë se quedó mirándome.

– ¿El bebé? -gritó, apretándome el brazo-. Mamá, ¿qué bebé? ¿De qué estás hablando?

La imagen de su cara se desvaneció. Se me doblaron las rodillas y fui a dar con la barbilla en el suelo, caliente y seco.

Después todo fue silencio y oscuridad.

Abrí los ojos y vi la cara de Zoë a escasos centímetros de la mía. Me llegó el inconfundible olor a hospital. Estaba en una habitación pequeña de paredes verdes y tenía puesto un gotero. Una mujer con una blusa blanca garabateaba algo sobre una carpeta.

– Mamá… -susurró Zoë, apretándome la mano-. Mamá, no pasa nada. No te preocupes.

La mujer se puso a mi lado, sonrió y acarició a Zoë en la cabeza.

– Se recuperará, signora -dijo en un inglés sorprendentemente bueno-. Ha perdido mucha sangre, pero ya está mucho mejor.

Una voz quejumbrosa salió de mi garganta.

– ¿Y el bebé?

– El bebé está bien. Le hemos hecho una ecografía. El problema está en la placenta. Ahora necesita descansar. Por ahora, no se levante.

Salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.

– Me has dado un susto que te cagas -me dijo Zoë-. Sí, he dicho «que te cagas». No tienes derecho a reñirme.

La agarré y la acerqué a mí. La abracé tan fuerte como pude, a pesar del gotero.

– Mamá, ¿por qué no me contaste lo del bebé?

– Iba a hacerlo, cariño.

Me miró.

– ¿Papá y tú estáis teniendo problemas por culpa de ese bebé?

– Sí.

– Tú quieres tenerlo y papá no, ¿me equivoco?

– Algo así.

Me acarició la mano con dulzura.

– Papá viene de camino.

– Oh, Dios mío -dije.

Así que, como colofón de todo lo que había pasado, Bertrand iba a venir.

– Le he llamado yo -dijo Zoë-. Llegará en un par de horas.

Los ojos se me llenaron de lágrimas que resbalaron lentamente por mis mejillas.

– Mamá, no llores -suplicó Zoë, apresurándose a enjugarme las lágrimas con las manos-. No pasa nada, todo va a salir bien.

Sonreí y asentí para tranquilizarla, pero mi mundo se había quedado vacío, hueco. No dejaba de pensar en William Rainsferd y en sus palabras: «No quiero volver a verte. No quiero volver a hablar de esto. Por favor, no vuelvas a llamarme». Se había marchado encorvado, con los hombros encogidos, los labios estirados a causa de la tensión.

Veía caer sobre mí días, semanas y meses aciagos y grises. Jamás me había sentido tan desanimada, tan perdida. El núcleo de mi vida se había desintegrado. ¿Qué me quedaba? Un bebé que mi futuro ex marido no quería y que tendría que criar yo sola. Una hija que pronto se convertiría en una adolescente y que dejaría de ser la maravillosa chiquilla que era ahora. De repente me pregunté qué podía esperar de la vida.

Bertrand llegó calmado, eficiente, cariñoso. Me puse en sus manos. Le oí hablar con el médico, y me fijé en las cálidas miradas que le dirigía a Zoë para tranquilizarla. Se ocupó de todos los detalles. Iba a quedarme en el hospital hasta que las hemorragias cesaran por completo. Después volaría de vuelta a París y guardaría reposo hasta el quinto mes de embarazo. Bertrand no mencionó a Sarah ni una sola vez, y no hizo ni una sola pregunta. Yo me encerré en un silencio reconfortante, pues no me apetecía hablar de Sarah.

Empecé a sentirme como una viejecita a la que llevan de un lado para otro, como hacían con Mamé dentro de los límites familiares de su «hogar». Recibía las mismas sonrisas apacibles, la misma benevolencia añeja. Resultaba cómodo dejar que me controlaran la vida. Después de todo, no tenía mucho por lo que luchar, salvo mi hijo.

Ese hijo al que Bertrand tampoco mencionó ni una sola vez.

Cuando aterrizamos en París, semanas después, me sentía como si hubiese pasado un año entero. Aún estaba cansada y triste, y me acordaba de William Rainsferd todos los días. Más de una vez agarré el teléfono, o papel y bolígrafo, con intención de hablar con él, de escribirle para darle explicaciones o pedirle disculpas, pero no me atreví.

Dejé correr los días. El verano pasó y empezó el otoño. Yo estaba en la cama. Leía, escribía mis artículos en el portátil, y me comunicaba por teléfono con Joshua, Bamber, Alessandra, mi familia y mis amigos. En suma, trabajaba desde la alcoba. Al principio parecía muy complicado, pero al final me las había arreglado. Mis amigas Isabelle, Holly y Susannah se turnaban para venir a hacerme la comida. Una vez a la semana, mis cuñadas iban con Zoë a Inno o a Franprix para comprar provisiones. La regordeta y sensual Cécile me cocinaba esponjosos crêpes que rezumaban mantequilla, y la atlética y angulosa Laure me preparaba exóticas ensaladas bajas en calorías que incluso resultaban sabrosas. Mi suegra venía con menos frecuencia, pero me mandaba a su asistenta doméstica, la dinámica y perfumada madame Leclère, que pasaba la aspiradora con tanta energía que casi me provocaba contracciones. Mis padres vinieron a pasar una semana a su hotelito favorito de la calle Delambre, eufóricos ante la perspectiva de ser abuelos otra vez.

Edouard venía todos los viernes con un ramo de rosas. Se sentaba en el sillón al lado de mi cama y me pedía una y otra vez que le describiera la conversación que había tenido con William en Lucca. Después meneaba la cabeza, suspiraba y decía que él debería haber previsto la reacción de William. ¿Cómo no se nos había ocurrido la posibilidad de que William no supiera nada, de que Sarah no le hubiese contado ni media palabra?

– ¿Y si le llamamos? -me preguntaba con una mirada de esperanza-. Puedo telefonear para explicárselo. -Pero al momento me miraba y musitaba-: No, claro que no puedo hacerlo. Qué ocurrencias tengo. Es una idea ridícula.

Le pregunté a mi ginecóloga si podía organizar una pequeña reunión si me quedaba tumbada en el sofá del salón. Aceptó, y me hizo prometerle que no cogería peso y que permanecería en posición horizontal, à la Récamier. Una tarde, a finales del verano, Gaspard y Nicolas vinieron a conocer a Edouard. También acudió Nathalie Dufaure. Y, además, había invitado a Guillaume. Fue un momento conmovedor, mágico. Tres señores mayores que tenían en común a una niña inolvidable. Vi cómo contemplaban las fotos de Sarah, sus cartas. Gaspard y Nicolas nos preguntaban por William, y Nathalie escuchaba mientras echaba una mano a Zoë con la comida y las bebidas.

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