– ¿Es la primera vez que venís a Lucca? -preguntó.
Asentí. El camarero acudió a nuestra mesa y William Rainsferd le habló en un italiano rápido y fluido. Ambos se rieron.
– Vengo mucho a este café -nos explicó-. Me encanta pasar el rato aquí, incluso en días tan calurosos como éste.
Zoë probó el tiramisú, haciendo tintinear la cucharilla en la copa de cristal. Se hizo un repentino silencio.
– ¿Qué puedo hacer por ti? -me preguntó-. Mara mencionó algo sobre mi madre.
Le di las gracias a Mara en mi interior. Al parecer, me había facilitado las cosas.
– No sabía que tu madre había muerto -le dije-. Lo siento mucho.
– Gracias -me dijo, encogiéndose de hombros, y se echó un terrón de azúcar
en el café-. Ocurrió hace mucho tiempo. Yo era un niño. ¿La conocías? Me pareces un poco joven para haber tratado con ella.
Negué con la cabeza.
– No, no llegué a conocer a tu madre, pero resulta que voy a mudarme al mismo piso donde ella vivió durante la guerra. Está en la calle Saintonge, en París. Y conozco a gente muy cercana a ella. Por eso estoy aquí, y por eso he venido a verte.
Soltó la taza de café y se quedó mirándome en silencio. Sus ojos eran brillantes y serenos.
Por debajo de la mesa, Zoë me puso su mano pegajosa en la rodilla. Vi pasar a un par de ciclistas. El calor volvía a ser agobiante. Tomé aire.
– No sé muy bien por dónde empezar -dije, titubeando-. Sé que debe de ser duro para ti pensar otra vez en todo aquello, pero estaba convencida de que tenía que hacerlo. Los Tézac, la familia de mi marido, conocieron a tu madre en la calle Saintonge en 1942.
Pensé que el apellido Tézac le sonaría, pero no se inmutó, como tampoco lo hizo al oír el nombre de la calle Saintonge.
– Después de lo que ocurrió…, quiero decir, de los trágicos acontecimientos de julio del 42 y la muerte de tu tío, sólo quería hacerte saber que la familia Tézac no ha podido olvidar a tu madre. Mi suegro, en especial, piensa en ella todos los días desde entonces.
Hubo en silencio. Las pupilas de William Rainsferd parecieron contraerse.
– Lo siento -le dije de inmediato-. Sabía que esto iba a resultarte doloroso.
Cuando por fin habló, su voz sonó rara, casi apagada.
– ¿A qué «trágicos acontecimientos» te refieres?
– Bueno, a la redada del Vel' d'Hiv'… -tartamudeé-. A las familias judías que arrestaron en París en julio del 42…
– Continúa -me contestó.
– Y los campos de internamiento… Las familias que enviaron a Auschwitz desde Drancy…
William Rainsferd me mostró las palmas de las manos; abiertas y meneó la cabeza.
– Lo siento, pero no entiendo qué tiene todo esto que ver con mi madre.
Zoë y yo intercambiamos miradas de preocupación.
Pasó un largo minuto. Yo me sentía muy incómoda.
– ¿Has dicho la muerte de un tío mío? -preguntó por fin.
– Sí…, Michel. El hermano pequeño de tu madre. En la calle Saintonge.
Silencio.
– ¿Michel? -Parecía desconcertado-. Mi madre no tenía ningún hermano que se llamara Michel. Y jamás había oído hablar de la calle Saintonge. Me parece que no estamos hablando de la misma persona.
– Pero tu madre se llamaba Sarah, ¿no es así? -musité, confusa.
El asintió.
– En efecto, Sarah Dufaure.
– Sí, Sarah Dufaure, exacto -dije con entusiasmo-. También, Sarah Starzynski.
Esperaba que se le iluminara la mirada.
– ¿Perdón? -dijo con el ceño fruncido-. Sarah, ¿qué?
– Starzynski. El apellido de soltera de tu madre.
William Rainsferd me miró levantando la barbilla.
– El apellido de soltera de mi madre era Dufaure.
Una alarma sonó dentro de mi cabeza. Algo iba mal. Él no sabía nada.
Aún estaba a tiempo de dejarlo y salir corriendo antes de hacer añicos la paz que reinaba en la vida de aquel hombre.
Me las arreglé para sonreír, murmuré algo sobre un error, arrastré la silla hacia atrás unos treinta centímetros y le dije a Zoë en tono amable que se terminara su postre. No quería hacerle perder más el tiempo, lo sentía muchísimo. Me levanté de la silla, y él también.
– Creo que te has equivocado de Sarah -me dijo con una sonrisa-. No importa, disfrutad de vuestra estancia en Lucca. Ha sido un placer conoceros, de todos modos.
Antes de que pudiera decir una sola palabra, Zoë metió la mano en mi bolso y luego le tendió algo.
William Rainsferd se quedó mirando la fotografía de la niña con la estrella amarilla.
– ¿Es ésta tu madre? -le preguntó Zoë con una voz muy tímida.
Pareció como si todo se hubiera callado a nuestro alrededor. No llegaba ningún ruido del ajetreado sendero, y hasta los pájaros parecían haber dejado de cantar. Sólo quedaba el calor, y el silencio.
– Dios santo… -musitó.
Y después se dejó caer sobre la silla.
La fotografía descansaba sobre la mesa en medio de los dos. Los ojos de William Rainsferd saltaban de la foto a mí y viceversa, una y otra vez. Leyó varias veces lo que estaba escrito en el dorso de la foto, con una expresión de incredulidad y perplejidad.
– Es exactamente igual a mi madre de niña -admitió al fin-. Eso no puedo negarlo.
Zoë y yo nos mantuvimos en silencio.
– No lo comprendo. No puede ser. Esto no es posible.
Se frotó las manos, nervioso. Me fijé en que llevaba una alianza de plata, y en que sus dedos eran largos y finos.
– La estrella… -No dejaba de menear la cabeza-. Esa estrella en el pecho…
¿Era posible que aquel hombre no supiera la verdad sobre el pasado de su madre ni sobre su religión? ¿Es que Sarah no se lo había contado a los Rainsferd?
Al ver la ansiedad y el desconcierto en su cara me convencí. No, ella no les había contado nada. No les había revelado su infancia, sus orígenes, su religión. Había decidido romper por completo con su terrible pasado.
Deseé estar muy lejos de allí, lejos de aquella ciudad de aquel país y de aquel hombre que no entendía nada. ¿Cómo podía haber estado tan ciega? ¿Cómo no había previsto aquello? Ni se me había ocurrido la posibilidad de que Sarah lo hubiese mantenido todo en secreto. Había sufrido demasiado, y ésa era la razón por la que nunca había vuelto a escribir a los Dufaure ni le había contado a su hijo quién era en realidad. Había querido empezar de cero en América.
Y allí estaba yo, una desconocida, heraldo de malas noticias, revelando a aquel hombre la cruda verdad.
William Rainsferd empujó la foto hacia mí, apretando los labios.
– ¿A qué has venido? -preguntó en voz baja.
Yo tenía la garganta seca.
– ¿Has venido a decirme que mi madre se llamaba de otra forma? ¿Que estuvo envuelta en una tragedia? ¿Sólo para eso?
Noté que las piernas me temblaban bajo la mesa. Esto no era lo que yo había imaginado. Había previsto que sintiera dolor, amargura, pero no esta ira.
– Pensé que lo sabías -intenté explicarme-. He venido porque mi familia recuerda todo lo que ella sufrió en el 42. Ésa es la razón de que esté aquí.
Volvió a menear la cabeza, se pasó los dedos por el pelo y tabaleó con las gafas de sol sobre la mesa.
– No -me dijo-. No. No, no. Esto es una locura. Mi madre era francesa y se llamaba Dufaure. Nació en Orleans y perdió a sus padres durante la guerra. No tenía hermanos. No tenía familia. Nunca vivió en París, en ninguna calle Saintonge. Esta niña judía no puede ser ella. Te has equivocado de medio a medio.
– Por favor -le dije-, deja que te explique, deja que te cuente la historia entera.
Levantó las palmas de la mano hacia mí, como si quisiera empujarme.
– No quiero saberlo. Guárdate la «historia entera» para ti solita.
Sentí el conocido tirón en el vientre, como si algo me carcomiera las entrañas.
– Por favor -le dije con desmayo-. Por favor, escúchame.
William Rainsferd se puso en pie con un movimiento bastante ágil y rápido para un hombre de una constitución tan robusta. Me miró con una expresión sombría.