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– ¿Os habéis enfadado?

Con aquellos ojos tan claros y solemnes era inútil mentir.

– Sí, cariño. Papá no está de acuerdo en que yo trate de averiguar más cosas sobre Sarah. Si se entera, no le va a hacer ninguna gracia.

– Pues el abuelo lo sabe.

Me incorporé, sorprendida.

– ¿Has hablado con tu abuelo de todo esto?

Asintió.

– Sí. Ya sabes que se interesa mucho por Sarah. Le llamé desde Long Island y le informé de que tú y yo íbamos a venir aquí para conocer a su hijo. Yo sabía que tú ibas a llamarle tarde o temprano, pero estaba tan emocionada que necesitaba contárselo.

– ¿Y qué te dijo? -pregunté, impresionada por la franqueza de mi hija.

– Me dijo que hacíamos bien en venir aquí. Y que pensaba decírselo a papá si se le ocurría montarte una escena. También me dijo que eres una persona maravillosa.

– ¿Que Edouard dijo eso?

– Sí.

Sacudí la cabeza, desconcertada a la vez que conmovida.

– El abuelo añadió algo más. Me dijo que tenías que tomarte las cosas con calma, y que me asegurara de que no te cansabas en exceso.

Así que Edouard sabía que estaba embarazada. Había hablado con Bertrand. Probablemente, padre e hijo habían tenido una larga conversación, lo cual significaba que Bertrand ya debía de saber todo lo acontecido en el apartamento de la calle Saintonge en el verano de 1942.

La voz de Zoë desvió mis pensamientos de Edouard.

– ¿Mamá, por qué no llamas a William y quedas con él?

Me senté en la cama.

– Tienes razón, cielo.

Cogí el papel en el que Mara me había escrito la dirección de William y marqué el número en aquel teléfono tan anticuado. El corazón me dio un vuelco. Aquello era surrealista, pensé. Allí estaba yo, llamando al hijo de Sarah.

Escuché un par de tonos irregulares y después el zumbido de un contestador. Era una voz de mujer en italiano, muy deprisa. Colgué de inmediato, sintiéndome idiota.

– Eso es una tontería -me regañó Zoë-. Nunca hay que colgarle al contestador. Me lo has dicho miles de veces.

Volví a marcar, sonriendo ante lo maduro de su reproche. Esta vez esperé el pitido, y cuando hablé me salió de un tirón, como si llevara días ensayándolo.

– Buenas tardes. Soy Julia Jarmond. Llamo de parte de la señora Mara Rainsferd. Mi hija y yo estamos en Lucca. Nos alojamos en Casa Giovanna, en Via Fillungo. Nos quedaremos un par de días. Espero tener noticias suyas. Gracias. Adiós.

Colgué el auricular en el soporte negro, aliviada y al mismo tiempo decepcionada.

– Bien -me dijo Zoë- Ahora descansa otro poco. Luego te veo.

Me plantó un beso en la frente y salió de la habitación.

Cenamos en un pequeño y coqueto restaurante ubicado detrás del hotel, cerca del anfiteatro, un círculo amplio de casas antiguas donde siglos atrás se celebraban juegos medievales. Recuperada después del descanso, disfruté del colorido desfile de turistas, nativos, vendedores ambulantes, niños, palomas. Descubrí que a los italianos les encantan los niños. Los camareros y tenderos llamaban «Principessa» a Zoë, y la piropeaban, le sonreían, le daban tironcitos de las orejas, le pellizcaban la nariz y le acariciaban el pelo. Al principio me ponía nerviosa, pero ella disfrutaba con eso, y ensayaba sus rudimentos de italiano con tesón: «Sono francese e americana, mi chiamo Zoë». El calor había remitido, y ahora soplaban ráfagas de brisa fresca. Aun así, sabía que en nuestras habitaciones, que estaban en el último piso, la temperatura debía de ser sofocante. Los italianos, como los franceses, no le profesaban mucho cariño al aire acondicionado, pero esta noche no me habría importado sentir la ventisca helada de uno de esos aparatos.

Cuando volvimos a Casa Giovanna, atontadas por el desfase horario, nos encontramos con una nota pinchada en la puerta. «Per favore telefonare William Rainsferd».

Me quedé paralizada, y Zoë dio un grito de alegría.

– ¿Ahora? -dije.

– Bueno, sólo son las nueve menos cuarto -me animó Zoë.

– Vale -respondí mientras abría la puerta con dedos temblorosos.

Me pegué el auricular negro a la oreja y marqué el número por tercera vez en el día. «El contestador», le dije a Zoë vocalizando, pero sin hablar. «Habla», me respondió ella del mismo modo. Después del pitido murmuré mi nombre y luego vacilé. Estaba a punto de colgar cuando una voz masculina me dijo:

– ¿Hola?

Acento americano. Era él.

– Hola -respondí-. Soy Julia Jarmond.

– Hola -dijo él-. Estoy en mitad de la cena.

– Oh, lo siento…

– No se preocupe. ¿Quiere que quedemos mañana antes de almorzar?

– Claro -le contesté.

– Hay un café muy agradable en la muralla, pasado el palazzo Mansi. ¿Nos vemos allí a eso de las doce?

– Perfecto -le dije-. Mmm… ¿cómo nos reconoceremos?

Soltó una carcajada.

– No se preocupe. Lucca es un lugar muy pequeño. La encontraré.

Una pausa.

– Adiós -dijo, y colgó.

El dolor de tripa reapareció a la mañana siguiente. No era muy fuerte, pero sí molesto y persistente. Decidí no hacerle caso. Si me seguía doliendo después de comer, le pediría a Giovanna que avisara a un médico. De camino al café me preguntaba cómo iba a abordar el tema con William. Había ido posponiendo el asunto y ahora me daba cuenta de que no debería haberlo hecho. Iba a remover recuerdos tristes y dolorosos. Tal vez no quisiera hablar de su madre en absoluto, y ya había pasado página sobre todo aquello. Había rehecho su vida aquí, lejos de Roxbury y de Saintonge, una vida pacífica e idílica. Y aquí estaba yo para despertar de nuevo su pasado. Y a sus muertos.

Zoë y yo descubrimos que se podía pasear por la gruesa muralla medieval que rodeaba la pequeña ciudad. Era alta y sólida, y en lo alto había un amplio camino bordeado por una densa hilera de castaños. Nos mezclamos con el incesante desfile de corredores, paseantes, ciclistas, patinadores, madres con sus hijos, ancianos que hablaban a voces, adolescentes en sus scooters, turistas.

El café estaba un poco más allá, a la sombra de unos árboles frondosos. Me acerqué con Zoë. Me sentía un poco mareada, casi aturdida. La terraza estaba vacía salvo por una pareja de mediana edad que tomaba un helado y unos turistas alemanes que estudiaban un mapa. Me bajé el sombrero sobre los ojos y me alisé la falda.

Luego, mientras le leía el menú a Zoë, él pronunció mi nombre.

– ¿Julia Jarmond?

Era un hombre alto y fornido de unos cuarenta y cinco años. Se sentó enfrente de las dos.

– Hola -le saludó Zoë.

Descubrí que no me salían las palabras, y me quedé mirándolo. Tenía el pelo rubio ceniza, con algunos mechones grises y entradas, y la mandíbula cuadrada. Y una hermosa nariz aguileña.

– Hola -le dijo a Zoë-. Prueba el tiramisú. Te va a encantar.

Se levantó las gafas de sol deslizándoselas por la frente hasta dejarlas en lo alto de la cabeza. Eran los ojos de su madre, rasgados y de color turquesa. Sonrió.

– Así que eres periodista, según tengo entendido. Afincada en París, ¿no? He buscado tu nombre en Internet.

Tosí, y me dediqué a juguetear con mi reloj de pulsera.

– Yo también he buscado el tuyo. Tu último libro es fabuloso, Banquetes toscanos.

William Rainsferd suspiró y se dio unas palmaditas en el estómago.

– Sí, ese libro ha contribuido de forma generosa a los cinco kilos de los que he sido incapaz de librarme.

Le sonreí. Iba a ser complicado cambiar de este tema de conversación tan simple y agradable al otro que tenía en mente. Zoë me lanzó una mirada para animarme a hacerlo.

– Has sido muy amable por venir a conocernos… Te lo agradezco mucho…

Mi voz sonaba hueca, perdida.

– No tiene importancia -me dijo con una sonrisa mientras avisaba al camarero chasqueando los dedos.

Pedimos un tiramisú y una Coca Cola para Zoë, y dos capuchinos.

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