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El calor de la Toscana no tenía nada que ver con el de Nueva Inglaterra. Era excesivamente seco, sin un ápice de humedad. Al salir del aeropuerto Peterola de Florencia en compañía de Zoë, el calor era tan abrasador que pensé que me iba a arrugar como una pasa, deshidratada. Seguía atribuyéndoselo todo a mi embarazo, y me consolaba diciéndome a mí misma que no era normal en mí sentir ese cansancio. El desfase horario tampoco ayudaba mucho. Me daba la sensación de que el sol me apuñalaba, de que me atravesaba la piel y los ojos a pesar del sombrero de paja y las gafas oscuras.

Había alquilado un coche, un Fiat de aspecto modesto que nos esperaba en medio de un aparcamiento a pleno sol. El aire acondicionado no era ninguna maravilla. Mientras daba marcha atrás, me pregunté si de verdad quería conducir aquel trayecto de cuarenta minutos hasta Lucca. Me moría por una habitación fresca y oscura, y por dormir entre sábanas finas y suaves, pero mi hija tenía energías de sobra y me hizo seguir adelante. No dejaba de hablar y de señalarme el color del cielo, un azul intenso y sin nubes, los cipreses alineados a ambos lados de la carretera, los olivos plantados en pequeñas hileras, las casas viejas y desvencijas que se veían a lo lejos, encaramadas a lo alto de los montes.

– Eso de ahí es Montecatini -comentó, señalando con el dedo al mismo tiempo que leía una guía turística-, famoso por su balneario de lujo y sus vinos.

Mientras yo conducía, Zoë me leía en voz alta información sobre Lucca. Era una de las pocas ciudades toscanas que conservaba la muralla medieval, que circunvalaba el casco antiguo de la ciudad, de tráfico restringido para vehículos. Había mucho que ver, prosiguió Zoë: la catedral, la iglesia de San Michele, la torre de Guinigui, el museo Puccini, el palazzo Mansi… Yo sonreí, animada por su buen humor, y ella me devolvió la mirada.

– Supongo que no disponemos de mucho tiempo para hacer visitas turísticas -repuso con una mueca-. Tenemos trabajo que hacer, ¿no es así?

– En efecto -contesté. Zoë ya había encontrado la dirección de William Rainsferd en el callejero de Lucca. No estaba muy lejos de Via Fillungo, la arteria principal de la ciudad, una larga calle peatonal donde se encontraba Casa Giovanna, la pensión en la que había reservado habitaciones.

Cuando nos acercábamos a Lucca y al laberíntico anillo de carreteras que la rodeaba, me percaté de que debía concentrarme en las erráticas maniobras de los coches a mi alrededor, ya que paraban, giraban o cambiaban de carril sin avisar. Son peores aún que los parisinos, y empecé a sentirme cada vez más nerviosa e irritable. Además, tenía una molestia en el abdomen que no me gustaba, y que se parecía de forma sospechosa al dolor menstrual. ¿Sería algo, que había comido en el avión y no me había sentado bien, o se trataba de algo peor? Empezaba a sentirme aprensiva.

Charla tenía razón, era una locura haber viajado en estas condiciones. Aún no llevaba ni tres meses de gestación. Debería haber esperado; no pasaba nada porque William Rainsferd aguardara mi visita otros seis meses.

Pero entonces miré la cara de Zoë. Era hermosa, radiante de alegría y de emoción. Aún no sabía que Bertrand y yo íbamos a separarnos. La manteníamos al margen, ajena a nuestros planes. Éste iba a ser un verano que jamás olvidaría.

Y mientras conducía el Fiat a uno de los aparcamientos gratuitos que había cerca de las murallas, decidí que iba a conseguir que esta parte de las vacaciones fuera lo mejor posible para ella.

Le dije a Zoë que necesitaba poner los pies en alto durante un rato. Mientras ella charlaba en la recepción con la simpática Giovanna, una mujer más bien pechugona y de voz sensual, me di una ducha fría y me tumbé un rato en la cama. El dolor de la tripa se fue mitigando poco a poco. Nuestras habitaciones contiguas eran pequeñas y estaban en lo alto de un edificio, antiguo e imponente, pero eran muy cómodas. Seguía pensando en la voz que puso mi madre cuando la llamé desde casa de Charla para decirle que no iba a ir a Nahant, y que llevaba a Zoë de vuelta a Europa. Por sus pausas breves y la forma de carraspear, se notaba que estaba preocupada. Al final me preguntó si todo iba bien. Le contesté en tono animado que sí, que me había surgido la oportunidad de visitar Florencia con Zoë, y que después volvería a Estados Unidos a verla a ella y a mi padre. «¡Pero si acabas de llegar! ¿Y por qué te marchas cuando sólo llevas con Charla un par de días? -protestó-. ¿Y por qué interrumpes las vacaciones de Zoë? La verdad, no lo entiendo. Hace poco no parabas de decir cuánto echabas de menos Estados Unidos. Todo esto es demasiado precipitado…».

Me sentía culpable, pero ¿cómo iba a explicarles la historia entera a ella y a mi padre por teléfono? Algún día, pero no en ese momento, me prometí. Aún me sentía culpable, allí, tumbada sobre un edredón rosa con un ligero aroma a lavanda. Ni siquiera le había dicho a mi madre que estaba embarazada. Y tampoco se lo había confesado a Zoë. Me moría de ganas por contarles mi secreto, y a mi padre también, pero algo me lo impedía, una extraña superstición, un recelo profundamente arraigado que no había sentido hasta entonces. En los últimos meses, mi vida parecía haber experimentado cambios muy sutiles.

¿Tendría que ver con Sarah y con la calle Saintonge, o era que al fin había madurado, aunque fuese a destiempo? Era incapaz de decirlo. Lo único que sabía era que me sentía como si hubiera emergido de una espesa niebla que lo difuminaba todo y me había protegido hasta entonces. En ese momento, mis sentidos estaban aguzados, alerta; ya no había niebla ni nada que difuminara lo que me rodeaba. Sólo había hechos. Tenía que encontrar a ese hombre, y decirle que ni los Tézac ni los Dufaure se habían olvidado de su madre.

Estaba impaciente por verlo. Él se encontraba allí, en esa misma ciudad, y tal vez en aquel preciso instante estuviese dando un paseo por la bulliciosa Via Fillungo. Según estaba tumbada en mi habitación, mientras por la ventana se colaban las voces y las risas procedentes de aquella angosta callejuela, acompañadas por el estrépito ocasional de una Vespa o el sonido agudo del timbre de una bicicleta, me sentía más cerca de Sarah que nunca, porque iba a conocer a su hijo, su carne, su sangre. Era lo más cerca que jamás podría llegar a estar de la niña de la estrella amarilla.

Estira el brazo, coge ese teléfono y llámale. Es así de fácil, me insté una y otra vez, mas era incapaz de hacerlo. Me quedé mirando con impotencia aquel obsoleto teléfono negro, y suspiré enfadada y desesperada conmigo misma. Seguí tumbada, sintiéndome estúpida y algo avergonzada. Me di cuenta de que estaba tan obsesionada con el hijo de Sarah que ni siquiera me había fijado en el encanto y la belleza de Lucca. La había recorrido como una sonámbula detrás de Zoë, que se manejaba con tanta soltura por aquellas calles antiguas, intrincadas y sinuosas como si llevara toda la vida viviendo allí. No, no había visto nada de Lucca. Todo me daba igual, salvo William Rainsferd. Y era incapaz de llamarle.

Zoë entró en la habitación y se sentó al borde de la cama.

– ¿Te encuentras bien? -me preguntó.

– He descansado algo -le contesté.

Sus ojos color avellana examinaron mi cara con atención.

– Creo que deberías reposar un poquito más, mamá.

Fruncí el ceño.

– Tú descansa, mamá. Giovanna me dará algo de comer. No tienes que preocuparte por mí, todo está controlado.

No pude evitar una sonrisa ante la seriedad de su tono. Al llegar a la puerta, se dio la vuelta.

– Mamá…

– Dime, cielo.

– ¿Papá sabe que estamos aquí?

No le había consultado a Bertrand la idea de traerme a Zoë a Lucca. Sin duda, se pondría hecho un basilisco cuando se enterara.

– No, no lo sabe, cariño.

Zoë jugueteó con la manilla de la puerta.

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