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Me quité el gorro de celulosa. Ella se me quedó mirando, sin pestañear.

– Pero, madame… -empezó. Me arranqué la bata. Al verme desnuda de repente, la enfermera abrió un instante los ojos y después apartó la mirada.

– Los doctores están esperando -adujo.

– No me importa -contesté con firmeza-. No voy a seguir con esto. Quiero tener el bebé.

A la enfermera le temblaban los labios de la indignación.

– Le diré al doctor que venga a verla de inmediato.

Se dio la vuelta y se marchó. Mientras sus zuecos chacoloteaban desaprobadores sobre el linóleo del pasillo, me puse un vestido vaquero, me calcé los zapatos, agarré el bolso y salí de la habitación. Pasé junto a las enfermeras que llevaban los carritos del desayuno y que se quedaron mirándome con cara de sorpresa, y después, mientras bajaba por las escaleras, me di cuenta de que me había dejado el cepillo de dientes, las toallas, el champú, el gel, el desodorante, el estuche de maquillaje y la crema facial en el baño. ¿Y qué?, me dije mientras atravesaba un vestíbulo de aspecto pulcro y un tanto remilgado. ¡Qué más da!

La calle estaba vacía, con ese aspecto limpio y brillante que lucen las aceras parisinas a primera hora de la mañana. Paré un taxi y me fui a casa.

16 de julio de 2002.

El bebé estaba a salvo en mi vientre. Tenía ganas de reír y de llorar, e hice las dos cosas. El taxista me miró varias veces por el retrovisor, pero me daba igual. Iba a tener aquel bebé.

Hice un cálculo aproximado y conté más de dos mil personas congregadas junto al Sena, a lo largo del puente de Bir-Hakeim. Allí estaban los supervivientes, acompañados por sus familias, sus hijos y sus nietos. También habían acudido varios rabinos, el alcalde de la ciudad, el primer ministro, el ministro de Defensa, numerosos políticos, periodistas y fotógrafos y, por supuesto, Franck Lévy. Había miles de flores, una gran carpa y un estrado blanco, en un despliegue impresionante. Guillaume estaba a mi lado, con gesto solemne y mirada alicaída.

Por un momento me acordé de la anciana de la calle Nélaton. ¿Qué fue lo que me dijo? «Nadie se acuerda. ¿Por qué iban a acordarse? Aquellos fueron los días más oscuros de la historia de nuestro país».

De pronto, deseé que estuviera allí, contemplando los cientos de rostros callados y emocionados que me rodeaban. En la plataforma, una mujer de mediana edad, bastante guapa y con una larga melena caoba, empezó a cantar. Su voz clara se elevó sobre el rugido del tráfico cercano. Después, el primer ministro inició su discurso:

– Hace sesenta años aquí en París, al igual que en el resto de Francia, dio comienzo una terrible tragedia, un viaje hacia el horror. La sombra de la Shoah * se cernía ya sobre las personas inocentes hacinadas en el Velódromo de Invierno. Este año, como cada año, nos hemos congregado aquí para recordar, para no olvidar las persecuciones, el acoso ni el terrible destino que sufrieron tantos judíos franceses.

Un anciano situado a mi izquierda sacó un pañuelo del bolsillo y rompió a llorar en silencio. Me compadecí de él, y me pregunté por quién estaría llorando. ¿A quién habría perdido? Mientras el primer ministro proseguía con su alocución eché un vistazo a la multitud. ¿Habría alguien entre los allí presentes que conociera o recordara a Sarah Starzynski? ¿Y si había venido ella en persona, tal vez con su marido, con un hijo o con un nieto? Quizá se hallaba detrás de mí, o delante. Me dediqué a seleccionar a todas las mujeres de más de setenta años y estudié sus caras solemnes para buscar entre las arrugas de la edad aquellos ojos verdes y rasgados, pero me sentía incómoda observando con tanto descaro a aquellas desconocidas, por lo que agaché la mirada. La voz del primer ministro pareció ganar fuerza y claridad, y resonó por encima de nuestras cabezas.

– Sí: el Vel' d'Hiv', Drancy y todos los demás campos de tránsito, auténticas antesalas de la muerte, fueron organizados, dirigidos y custodiados por franceses. ¡Así es, el primer acto de la Shoah tuvo lugar justo aquí, con la complicidad del Estado francés!

Los rostros que había a mi alrededor escuchaban al primer ministro con aparente serenidad. Los observé a medida que continuaba el discurso con la misma voz potente, y vi que cada uno de aquellos semblantes escondía un sufrimiento enorme e indeleble. El discurso del primer ministro recibió una calurosa ovación. Vi que muchos asistentes lloraban y se abrazaban unos a otros.

Acompañada todavía por Guillaume, fui a hablar con Franck Lévy, que llevaba un ejemplar de Seine Scenes bajo el brazo. Me saludó con afecto y nos presentó a un par de periodistas. Unos momentos después nos fuimos. Le expliqué a Guillaume que había averiguado quién vivía en el apartamento de los Tézac y que eso, de alguna manera, me había acercado más a mí suegro, que había guardado un oscuro secreto durante sesenta años. También le conté que iba a buscar a Sarah, la niña que logró escapar de Beaune-la-Rolande.

Había quedado con Nathalie Dufaure media hora después, frente a la estación de metro de Pasteur, para que me llevara a Orleans a ver a su abuelo. Guillaume me dio dos besos, me abrazó y me deseó suerte.

Según cruzaba la concurrida avenida, me acaricié el vientre con la palma de la mano. De no haber escapado de la clínica esa misma mañana, ahora estaría recobrando el conocimiento en la cama de la habitación color salmón bajo la vigilancia de aquella enfermera tan sonriente. Tras un delicioso desayuno (cruasán con mermelada y café au lait), habría salido de allí por la tarde, un poco mareada, con una compresa entre las piernas y un dolor sordo en la parte baja del abdomen. Y con un terrible vacío en la mente y en el corazón.

No había vuelto a saber nada de Bertrand. ¿Le habrían llamado de la clínica para informarle de que me había marchado antes de abortar? Lo ignoraba. Mi marido seguía en Bruselas, y no volvería hasta la noche.

Me pregunté cómo iba a decírselo, y cómo se lo tomaría él.

Mientras bajaba por la avenida Émile Zola, preocupada por no hacer esperar a Nathalie Dufaure, me pregunté si seguía importándome lo que Bertrand pudiera pensar o sentir. La idea era tan inquietante que me asustó.

Cuando volví de Orleans a última hora de la tarde, hacía mucho calor en el piso y el aire estaba enrarecido. Fui a abrir la ventana que daba al ruidoso bulevar de Montparnasse. Me resultó extraño pensar que pronto nos mudaríamos a la tranquila calle Saintonge. Llevábamos doce años en esa casa, y Zoë no había vivido en ningún otro sitio. Un pensamiento fugaz cruzó por mi mente: va a ser nuestro último verano aquí. Le había tomado cariño a este apartamento. Por la tarde el sol entraba a raudales en el espacioso salón blanco, y, bajando por la calle Vavin, estaba a tiro de piedra del Jardín de Luxemburgo. A eso se añadía la comodidad de su ubicación en uno de los distritos más activos de París, uno de los lugares donde de verdad se sentía el latido de la ciudad, su pulso ágil y trepidante.

Me quité las sandalias y me tumbé en el mullido sofá beis. Sentí que el peso de aquel largo día caía sobre mí como plomo fundido. Cerré los ojos, pero el timbre del teléfono no tardó en devolverme a la vida real. Era mi hermana, que telefoneaba desde su oficina con vistas a Central Park. Me la imaginé sentada en su enorme escritorio, con las gafas de leer apoyadas en la punta de la nariz.

En pocas palabras le informé de que no había abortado.

– Oh, Dios mío -exclamó Charla-. No lo has hecho.

– No he podido -admití-. No he sido capaz. Casi podía verla por el teléfono, con esa sonrisa suya tan franca e irresistible.

– Eres una chica muy valiente -me felicitó-. Estoy orgullosa de ti.

– Bertrand aún no lo sabe -repuse-. No vuelve hasta esta noche. Debe de pensar que ya lo he hecho.

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* «Destrucción», «holocausto» en hebreo. [N. del T.]

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