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Por desgracia, Dufaure era un apellido muy común. Había cientos de Dufaures en el área de Orleans, lo que requería llamarlos a todos. La semana anterior había trabajado duro en ello, y había pasado horas navegando por Internet, consultando listines telefónicos y haciendo innumerables llamadas, pero al final siempre acababa en callejones sin salida.

Aquella misma mañana había hablado con una tal Nathalie Dufaure cuyo número aparecía en la guía de París. Me contestó una voz joven y alegre. Empecé con la rutina habitual y repetí lo que ya había dicho una y otra vez a los desconocidos del otro lado de la línea: «Me llamo Julia Jarmond, soy periodista, estoy intentando encontrar a Sarah Dufaure, nacida en 1932, y los únicos nombres que tengo relacionados con ella son Gaspard y Nicolas Dufaure…». Ella me interrumpió: sí, Gaspard Dufaure era su abuelo. Vivía en Aschères-le-Marché, en las afueras de Orleans. Su número no aparecía en la guía. Agarré con fuerza el auricular, conteniendo la respiración, y le pregunté a Nathalie si le sonaba de algo el nombre de Sarah Dufaure. La joven se echó a reír. Tenía una risa agradable. Me explicó que ella había nacido en 1982 y que no sabía gran cosa sobre la infancia de su abuelo. No, no le había oído hablar de Sarah Dufaure. Al menos no recordaba nada concreto. Pero, si yo quería, podía ponerse en contacto con su abuelo. Era un tipo bastante gruñón y no le gustaba hablar por teléfono, pero podía intentarlo y luego llamarme a mí. Me pidió mi número. Luego me preguntó: «¿Eres americana? Me encanta tu acento».

Estuve todo el día esperando su llamada. Nada. No hacía más que comprobar el móvil y asegurarme de que tenía batería y estaba encendido, pero seguía sin recibir la llamada. Tal vez a Gaspard Dufaure no le interesaba hablar de Sarah con una periodista. Tal vez no había sido lo bastante persuasiva. Quizá no debía haber dicho que era periodista, sino una amiga de la familia. Pero no, no podía decir eso, porque no era verdad. No podía ni quería mentir.

Aschères-le-Marché. Lo había buscado en un mapa. Era un pueblo pequeño a mitad de camino entre Orleans y Pithiviers, el campo de internamiento gemelo de Beaune-la-Rolande, que tampoco se encontraba muy lejos. No era la antigua dirección de Jules y Geneviève, luego tampoco podía ser el lugar donde Sarah había pasado diez años de su vida.

Me estaba impacientando. ¿Y si volvía a llamar a Nathalie Dufaure? Mientras coqueteaba con la idea, me sonó el móvil. Lo cogí y tomé aire. «Allô?». Era mi marido, que llamaba desde Bruselas. Sentí que la frustración me atacaba los nervios.

Me di cuenta, además, de que no quería hablar con Bertrand. ¿Qué podía decirle?

No dormí bien aquella noche, aunque amaneció enseguida. Al romper el alba apareció una matrona con una bata azul de celulosa doblada en los brazos. Me sonrió mientras me decía que debía ponérmela para la «operación». También llevaba un gorro y unos protectores para los pies del mismo material y color de la bata. Volvería en media hora para llevarme en una silla de ruedas al quirófano. Me recordó, con la misma sonrisa cordial, que debido a la anestesia no podía beber ni comer nada. Se marchó, cerrando la puerta con suavidad. Me pregunté a cuántas mujeres despertarían esa misma mañana con la misma sonrisa, y a cuántas embarazadas estaban a punto de extraerles un bebé del útero como a mí.

Me puse el gorro, obediente, a pesar de lo mucho que la celulosa me irritaba la piel. No tenía otra cosa que hacer, salvo esperar. Encendí el televisor, busqué la LCI, el canal de noticias de 24 horas, y me puse a verlo sin prestar demasiada atención. Tenía la mente obnubilada, en blanco. En una hora, más o menos, todo habría acabado. ¿Estaba preparada? ¿Era lo bastante fuerte como para afrontarlo? Me sentía incapaz de responder a estas preguntas Me tumbé en la cama con mi bata y mi gorro de celulosa, y esperé. Esperé a que vinieran a por mí con la silla de ruedas. A que me durmieran. A que el médico empezara a operar. Prefería no pensar en qué tipo de maniobras iba a llevar a cabo entre mis piernas abiertas. Desterré aquella imagen de mi mente y traté de concentrarme en una joven esbelta y rubia que gesticulaba sobre un mapa de Francia salpicado de pequeños soles, y de paso lucía su manicura. Me acordé de la última sesión con el terapeuta, la semana anterior. Bertrand mantenía puesta la mano en mi rodilla mientras afirmaba: «No, no queremos este hijo. Los dos estamos de acuerdo». Me quedé callada. El terapeuta me miró. ¿Asentí? No estaba segura; tan sólo recordaba que me sentía sedada, casi hipnotizada. Más tarde, en el coche, Bertrand me dijo: «Es lo que hay que hacer, amour, ya verás, pronto se habrá acabado todo». También me acuerdo del modo en que me besó, apasionado y ardiente.

La rubia desapareció y fue sustituida por un presentador mientras sonaba la conocida sintonía de las noticias. «El día de hoy, 16 de julio de 2002, está marcado por el sexagésimo aniversario de la redada del Velódromo de Invierno, en la que la policía francesa arrestó a miles de familias judías. Un negro episodio de la historia de Francia».

Subí el volumen de inmediato. Cuando la cámara barrió la calle Nélaton pensé en Sarah, dondequiera que estuviera. Sin duda se acordaba de esta fecha, sin necesidad de que nadie se la recordara. Para ella, y para todas las personas que habían perdido a sus seres queridos, era imposible olvidar el 16 de julio, y seguro que esta mañana, al abrir los ojos, habían sentido un terrible dolor. Quería decírselo a ella, y también a toda esa gente. Pero ¿cómo?, pensé. Me sentía impotente, inútil. Quería gritarle a Sarah y a todos los demás que yo sabía, que yo recordaba, que no podía olvidar.

Mostraron a varios supervivientes (a algunos de ellos los había entrevistado yo) ante la placa del Vel' d'Hiv'. Me di cuenta de que aún no había visto el número de esta semana del Seine Scenes donde aparecía mi artículo; salía precisamente hoy. Decidí dejar un mensaje a Bamber en el móvil para pedirle que me enviaran un ejemplar a la clínica. Encendí el teléfono con los ojos clavados en la televisión. Apareció la cara seria de Franck Lévy, hablando de la conmemoración, que, según él, iba a ser más señalada que la de los años anteriores. El móvil emitió un pitido para avisarme de que tenía mensajes de voz. Uno de ellos era de Bertrand, que lo había dejado de madrugada para decirme que me quería.

El siguiente mensaje era de Nathalie Dufaure. Lamentaba llamar tan tarde, pero no había podido hacerlo antes. Tenía buenas noticias: su abuelo se había decidido a encontrarse conmigo, y había dicho que podía contármelo todo sobre Sarah Dufaure. El hombre estaba tan entusiasmado que incluso había despertado la curiosidad de Nathalie. La voz animada de la joven ahogaba el tono gris de Franck Lévy: «Si quieres, mañana jueves puedo llevarte a Aschères. Yo te llevo en coche, no hay problema. Me apetece mucho oír qué te cuenta mi papy . Por favor, llámame y quedamos».

El corazón empezó a latirme tan deprisa que casi me dolía. El presentador seguía en la pantalla, hablando de otro tema. Era demasiado temprano para llamar a Nathalie Dufaure, aún tenía que esperar un par de horas. Mis pies, envueltos en las zapatillas de celulosa, empezaron a bailar solos. Las palabras resonaban en mi mente: «…contártelo todo sobre Sarah Dufaure». ¿Qué sabía Gaspard Dufaure? ¿Qué estaba a punto de averiguar?

Me sobresalté al oír que llamaban a la puerta. La radiante sonrisa de la enfermera me devolvió de golpe a la realidad.

– Llegó el momento, madame -anunció en tono vivaz, luciendo a la vez dientes y encías.

Escuché el chirrido de las ruedas de goma de la silla al otro lado de la puerta.

De repente lo vi todo perfectamente claro, más sencillo y evidente que nunca. Me levanté y la miré a los ojos. -Lo siento -le dije-. He cambiado de opinión.

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* Abuelito. [N. del T.]

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