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Zoë, que acababa de terminar las clases, se iba a Long Island pasando por Nueva York. La acompañaba Alison, su madrina y una de mis viejas amigas de Boston, que solía volar entre Manhattan y París. Yo me reuniría con mi hija y la familia de Charla el día 27. Bertrand no tenía vacaciones hasta agosto. Solíamos pasar un par de semanas en Borgoña, en la casa de los Tézac. Nunca había disfrutado mucho de los veranos en aquel lugar. Mis suegros eran cualquier cosa menos gente de costumbres relajadas. Las comidas tenían que ser puntuales, las conversaciones comedidas y a los niños se les podía ver, pero no oír. Y yo me sentía excluida, como de costumbre. Por muchos años que pasaran, Laure y Cécile seguían manteniendo las distancias. Invitaban a sus amigas divorciadas a pasar las horas muertas junto a la piscina para broncearse a conciencia. La moda era tener los pechos morenos. Incluso después de quince años en Francia, yo seguía sin acostumbrarme y nunca enseñaba los míos. Me daba la sensación de que se reían a mis espaldas por ser la prude Américaine . De modo que pasaba la mayor parte de los días recorriendo el bosque con Zoë, dando paseos agotadores en bici hasta que me aprendí la zona de memoria, y exhibiendo mi impecable estilo mariposa mientras las otras damas fumaban con languidez y tomaban el sol con sus minúsculos bañadores Ères que nunca metían en la piscina.

– Son unas envidiosas arpías francesas. Tú estás divina en bikini -se burlaba Christophe cada vez que me quejaba de aquellos penosos veranos-. Seguro que te daban conversación si tuvieras celulitis y varices.

Siempre me hacía reír, aunque no acababa de creerle. Aun así, me encantaba la belleza de aquel lugar: la casona antigua y silenciosa que permanecía fresca incluso en lo peor de la canícula, el jardín enorme y laberíntico sombreado por robles añosos, la vista del sinuoso río Yonne. Al lado había un bosque por el que Zoë y yo dábamos largos paseos, y donde, cuando ella era un bebé, se quedaba embelesada por el gorjeo de un pájaro, la forma extraña de una rama o el tenebroso destello de una ciénaga escondida.

Según Bertrand y Antoine, el piso de la calle Saintonge estaría listo a primeros de septiembre. Bertrand y su equipo habían hecho un gran trabajo, pero yo aún no me hacía a la idea de vivir allí. Sobre todo ahora que estaba al corriente de lo ocurrido. Habían derribado la pared, pero yo no podía dejar de pensar en el armario secreto donde el pequeño Michel había esperado en vano el regreso de su hermana.

Esa historia me obsesionaba. Tenía que reconocer que no me moría precisamente de ganas por vivir en aquel apartamento. Me daba miedo tener pesadillas. Me aterraba despertar de nuevo el pasado, pero ignoraba el modo de evitarlo.

Era duro no poder hablar de ello con Bertrand. Me hacía falta su enfoque realista, deseaba oírle decir que, aunque se trataba de algo espantoso, encontraríamos la manera de superarlo. Pero no podía contárselo. Se lo había prometido a su padre. Me preguntaba a menudo qué pensaría Bertrand de aquella historia. ¿Y sus hermanas? Traté de imaginar su reacción, y la de Mamé. Pero era imposible. Los franceses son cerrados como tumbas. No pueden manifestar ni revelar sus sentimientos, siempre hay que mostrarse serenos e imperturbables. Así es y así ha sido siempre, pero a mí me resultaba cada vez más difícil aceptar esa forma de ser.

Con Zoë en América, la casa parecía vacía. Pasaba la mayor parte del tiempo en la oficina, trabajando en un ingenioso artículo para la edición de septiembre sobre los jóvenes escritores franceses y el panorama literario de París. Era interesante y consumía tiempo. Cada tarde se me hacía más duro salir de la oficina pensando que cuando llegara a casa sólo me esperaba el silencio de las habitaciones. Elegía el camino más largo para llegar a casa, regodeándome en lo que Zoë llamaba «los atajos de mamá» y disfrutando de la belleza áurea de la ciudad al atardecer. París empezaba a tomar ese delicioso aspecto de abandono que ofrecía desde mediados de julio. Las tiendas tenían echadas las rejas de hierro con carteles que rezaban: «Cerrado por vacaciones. Abrimos el 1 de septiembre». Tenía que recorrer un buen trecho para encontrar abierta una farmacia, una tienda de comestibles, una panadería o una tintorería. Los parisinos se iban a pasar el verano fuera y dejaban la ciudad a los infatigables turistas. Ahora, mientras paseaba de camino a casa en aquellas reconfortantes noches de julio y atravesaba los Campos Elíseos hacia Montparnasse, sentía que París, sin sus parisinos, al fin me pertenecía.

Sí, adoraba París, siempre me había encantado, pero cuando paseaba al anochecer por el puente de Alejandro III y contemplaba la cúpula de Los Inválidos, dorada y resplandeciente como una inmensa joya, añoraba tanto Estados Unidos que el dolor me pinchaba en la boca del estómago. Echaba de menos mi hogar (seguía llamándolo hogar, aunque llevaba viviendo en Francia más de la mitad de mi vida). Echaba de menos la despreocupación, la libertad, el espacio, la naturalidad, el idioma, el hecho de poder tratar con campechanía a todo el mundo y no complicarme con los tratamientos de cortesía que nunca había llegado a dominar y que aún me desconcertaban. Debía reconocer que añoraba a mi hermana, a mis padres y a mi país más que nunca.

Cuando me acercaba a nuestro barrio, anunciado por la alta y siniestra silueta parda de la Torre de Montparnasse, a la que los parisinos les encantaba odiar (yo le tenía cariño porque me permitía orientarme para volver desde cualquier distrito), me pregunté qué aspecto habría tenido el París de la ocupación, el París de Sarah. Uniformes de color caqui y cascos redondos. La opresión del toque de queda y las ausweiss . Carteles alemanes con letras góticas, esvásticas gigantescas pintadas sobre los nobles edificios de piedra.

Y niños con la estrella amarilla.

La clínica era un lugar para gente pudiente: acogedora, atendida por enfermeras sonrientes y recepcionistas serviciales, y toda decorada de flores. Iban a practicarme el aborto a la mañana siguiente, a las siete. Me pidieron que fuera la noche anterior, el 15 de julio. Bertrand se había ido a Bruselas a cerrar un negocio importante. No insistí en que se quedara; de alguna manera me sentía mejor si él no estaba cerca. Me fue más fácil instalarme sola en aquella coqueta habitación de color salmón. En otro momento me habría sorprendido que la presencia de Bertrand resultara superflua, teniendo en cuenta que él formaba parte de mi rutina cotidiana. Y, sin embargo, allí estaba yo, atravesando la crisis más dura de mi vida sin él, y a la vez aliviada por su ausencia.

Moviéndome como un robot, doblé mi ropa de forma mecánica, coloqué el cepillo de dientes en la repisa que había sobre el lavabo y me asomé a la ventana para contemplar las fachadas burguesas de aquella calle tan tranquila. ¿Qué demonios estás haciendo?, me murmuraba una voz interior que llevaba todo el día tratando de ignorar. ¿Estás loca? ¿De veras vas a hacerlo? No le había contado a nadie mi decisión final, aparte de Bertrand. Y no quería volver a acordarme de su sonrisa de felicidad cuando le dije que iba a abortar, la forma en que me abrazó, el fervor con que me besó en la coronilla.

Me senté en la cama individual y saqué del bolso los documentos de Sarah. En aquel momento, era la única persona en la que me sentía capaz de pensar. Encontrarla se había convertido para mí en una misión sagrada, la única forma posible de mantener la cabeza alta y disipar la melancolía que había ensombrecido mi vida. Sí, tenía que encontrarla, pero ¿cómo? En la guía telefónica no aparecía ninguna Sarah Dufaure o Starzynski. Habría sido demasiado sencillo. En cuanto a la dirección escrita en el remite de las cartas de Jules Dufaure, ya no existía. De modo que decidí seguir la pista de sus hijos, o incluso de sus nietos, Gaspard y Nicolas Dufaure, los jóvenes de la foto de Trouville, que debían de tener ahora entre sesenta y cinco y setenta años.

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* La americana puritana. [N. del T.]

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* Tarjetas de identificación. [N. del T.]

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