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Había algo de lo que estaba segura: debía mantener a Zoë al margen de esto a toda costa. En un par de días empezaría sus vacaciones. Iba a pasar parte del verano en Long Island con Cooper y Alex, los hijos de Charla, y después se quedaría con mis padres en Nahant. En cierto modo me sentía aliviada, pues eso significaba que abortaría mientras ella estaba fuera. Si es que al final me decidía a abortar, claro.

Cuando llegué a casa había un gran sobre beis en mi mesa. Zoë, que hablaba por teléfono con una amiga, me dijo a voces desde la habitación que lo acababa de traer la concierge.

No tenía dirección, sólo mis iniciales garabateadas en tinta azul. Lo abrí y saqué un cartapacio rojo y descolorido.

Al ver escrito el nombre «Sarah» di un respingo.

Enseguida supe qué contenía esa carpeta. Gracias, Edouard, me dije emocionada. Gracias, gracias, gracias.

Dentro de la carpeta había una docena de cartas, fechadas entre septiembre de 1942 y abril de 1952. El papel era fino y de color azul, y estaba escrito con una caligrafía pulcra y redondeada. Las leí detenidamente. Todas eran de un tal Jules Dufaure, que vivía cerca de Orleans. Eran más bien breves, y todas ellas hablaban de Sarah: sus progresos, sus estudios, su estado de salud. Las frases eran amables, pero sucintas. «A Sarah le va muy bien. Este año está aprendiendo latín. En primavera ha pasado la varicela». «Sarah ha ido este verano a Bretaña con mis nietos, y ha visitado el monte Saint-Michel».

Di por hecho que Jules Dufaure era el caballero ya mayor que había escondido a Sarah tras su fuga de Beaune, el mismo que la había llevado de vuelta a París el día en que hizo el escalofriante descubrimiento del armario. Pero ¿por qué Jules Dufaure le escribía a André Tézac para hablarle de Sarah con tantos pormenores? No lo entendía. ¿Acaso le había pedido André que lo hiciera?

Averigüé la explicación al ver un extracto bancario. Todos los meses, André Tézac hacía que su banco enviara una transferencia a nombre de los Dufaure, destinada a Sarah. Se trataba de una suma generosa, y la había estado enviando durante diez años.

Así que durante diez años el padre de Edouard había intentado ayudar a Sarah a su manera. No pude evitar pensar en el inmenso alivio de Edouard al hallar esa información en la caja fuerte. Me lo imaginé leyendo las cartas y haciendo este descubrimiento. Después de tanto tiempo, aquí estaba la redención de su padre.

Me di cuenta de que Jules Dufaure no remitía sus cartas a la calle Saintonge, sino a la tienda de antigüedades de André, en la calle Turenne. Me pregunté la razón, y me imaginé que debía de ser por Mamé. André no quería que ella se enterara, del mismo modo que tampoco quería que Sarah supiera que él le enviaba ese dinero. La nítida caligrafía de Jules Dufaure decía: «Como usted me ha pedido, no le he dicho nada a Sarah de sus donativos».

Al final del cartapacio encontré un sobre ancho de papel de estraza. Dentro había dos fotografías. Contemplé el pelo rubio y los ojos rasgados que ya me resultaban tan familiares. ¡Cómo había cambiado desde la foto del colegio de junio del 42! Había en ella una melancolía palpable, y la alegría se había desvanecido de su rostro. Era una joven, alta y delgada, de unos dieciocho años. Los mismos ojos tristes, a pesar de la sonrisa. Estaba en una playa, con dos chicos de su misma edad. Le di la vuelta a la foto. La letra de Jules decía: «Trouville, 1950. Gaspard y Nicolas Dufaure con Sarah».

Pensé en todo por lo que había pasado Sarah. El Vel' d'Hiv'. Beaune-la-Rolande. Sus padres. Su hermano. Demasiada carga para una niña.

Estaba tan absorta en Sarah Starzynski que no había notado la mano de Zoë en el hombro.

– Mamá, ¿quién es esa chica?

Tapé apresuradamente las fotos con el sobre y murmuré que tenía que entregar algo y me habían puesto un plazo muy ajustado.

– Vale, pero ¿quién es?

– Nadie que tú conozcas, cariño -le respondí muy deprisa al tiempo que fingía ordenar la mesa.

Suspiró, y entonces me dijo con voz entrecortada, casi de adulto:

– Estás muy rara últimamente, mamá. Crees que no lo sé y que no me entero, pero yo me doy cuenta de todo.

Se dio la vuelta y se fue. Me dio cargo de conciencia, así que me levanté y fui a su habitación.

– Tienes razón, Zoë, estoy rara últimamente. Lo siento. No te lo mereces.

Me senté en su cama, incapaz de enfrentarme a sus ojos, tan serenos y sensatos.

– Mamá, ¿por qué no hablas conmigo? Dime qué te pasa.

Noté que estaba empezando a entrarme migraña, una de las fuertes.

– Crees que no lo voy a entender porque sólo tengo once años, ¿verdad?

Asentí.

– No confías en mí, ¿verdad?

– Por supuesto que confío en ti, pero hay cosas que no puedo contarte porque son demasiado tristes y demasiado complicadas. No quiero que esas cosas te hagan daño como me lo están haciendo a mí.

Zoë me acarició la mejilla con suavidad. Sus ojos brillaban.

– Tienes razón, no quiero que me hagan daño, así que mejor no me lo cuentes. Seguro que si me entero no seré capaz de dormir, pero prométeme que te pondrás bien.

La rodeé con los brazos y la estreché con fuerza. Mi valiente hija. Mi preciosa hija. Qué afortunada era de tenerla. Infinitamente afortunada. A pesar de la repentina jaqueca, mis pensamientos volvieron al bebé. La hermana o el hermano de Zoë. Ella no sabía nada, ignoraba por lo que su madre estaba pasando. Me mordí los labios y me tragué las lágrimas. Pasado un rato, Zoë me apartó suavemente y me miró.

– Dime quién es esa chica. La que sale en las fotos en blanco y negro que has intentado esconderme.

– Está bien -dije-. Pero se trata de un secreto, ¿de acuerdo? No se lo cuentes a nadie. ¿Me lo prometes?

Asintió.

– Te lo prometo. ¡Que me parta un rayo si digo algo!

– ¿Recuerdas que te dije que había descubierto quién vivía en el piso de la calle Saintonge antes de que Mamé se mudara allí?

Volvió a asentir.

– Me dijiste que era una familia polaca, y que tenían una hija de mi edad.

– Se llamaba Sarah Starzynski. Esas fotos son suyas.

Me miró entrecerrando los ojos.

– Pero ¿por qué es un secreto? No lo pillo.

– Se trata de un secreto de familia. Ocurrió algo muy triste de lo que tu abuelo no quiere hablar, y tu padre no sabe nada.

– ¿Eso tan triste le ocurrió a Sarah? -preguntó en tono cauteloso.

– Sí -contesté en voz baja-. Fue algo terrible.

– ¿Estás intentando localizarla? -preguntó muy seria, contagiada por mi tono.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Quiero decirle que nuestra familia no es lo que ella piensa, y explicarle lo que ocurrió. No creo que sepa que tu bisabuelo la estuvo ayudando durante diez años.

– ¿Cómo la ayudaba?

– Le enviaba dinero todos los meses, pero pidió que nadie se lo dijera.

Zoë se quedó callada unos segundos.

– ¿Y cómo vas a encontrarla?

Suspiré.

– No lo sé, cariño. Tengo la esperanza de conseguirlo, pero esos documentos no dan más pistas sobre ella después de 1952. No hay más cartas ni fotos, ni una dirección donde localizarla.

Zoë se me sentó en las rodillas, y apretó su estrecha espalda contra mi cuerpo. Me llegó el olor de su cabello espeso y brillante, un olor familiar que siempre me recordaba cuando Zoë era muy pequeña, y le alisé un par de mechones rebeldes con la palma de la mano.

Pensé en Sarah Starzynski, que tenía la edad de Zoë cuando el horror invadió su vida.

Cerré los ojos. Pero aun así seguía viendo el momento en que los policías separaron a los niños de sus madres en Beaune-la-Rolande. No podía sacarme aquella imagen de la cabeza.

Abracé con fuerza a Zoë, tan fuerte que casi la dejé sin aliento.

Resulta extraño cómo coinciden las fechas, casi irónico. Jueves, 16 de julio de 2002. El aniversario de la redada del Vel' d'Hiv'. Y justo el día del aborto. Iba a hacerlo en una clínica donde nunca había estado antes, en un lugar del distrito XVII, cerca de la residencia de Mamé. Pedí otra fecha distinta, pensando que el 16 de julio estaba demasiado cargado de connotaciones, pero el cambio resultó imposible.

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