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Asentí.

– Por supuesto.

Hice una pausa.

– Edouard, ¿qué fue de Sarah?

Sacudió la cabeza.

– Entre 1942 y el momento de su muerte, mi padre jamás volvió a pronunciar su nombre. Sarah se convirtió en un secreto en el que yo no dejaba de pensar. Dudo de que mi padre se diera cuenta siquiera de lo mucho que yo pensaba en ella, de cómo me hacía sufrir ese silencio. Deseaba saber cómo estaba, dónde estaba, qué había sido de ella, pero me hacía callar cada vez que le preguntaba. No podía creer que ya no le importara, que hubiera pasado página, como si ya no significara nada para él. Parecía como si quisiera enterrarlo todo en el pasado.

– ¿Estabas resentido con él por eso?

Asintió.

– Sí, en efecto. Estaba muy dolido. Mi admiración por él se empañó para siempre, pero no podía decírselo. Nunca lo hice.

Nos quedamos en silencio por un momento. Las enfermeras estarían empezando a preguntarse por qué monsieur Tézac y su nuera llevaban tanto rato sentados en el coche.

– Edouard, ¿quieres saber qué fue de Sarah Starzynski?

Por primera vez durante la conversación, sonrió.

– No sabría por dónde empezar -dijo.

Yo también sonreí.

– Es mi trabajo. Yo puedo ayudarte.

Su cara pareció algo menos demacrada y pálida. De pronto sus ojos brillaban, llenos de una nueva luz.

– Julia, hay algo más. Cuando mi padre murió, hace ya casi treinta años, su abogado me dijo que en la caja fuerte guardaba unos documentos confidenciales.

– ¿Los leíste? -le pregunté, con el pulso acelerado.

Él agachó la mirada.

– Les eché un vistazo, justo después de la muerte de mi padre.

– ¿Y? -dije, conteniendo el aliento.

– Sólo eran papeles de la tienda, documentación sobre cuadros, muebles, objetos de plata.

– ¿Eso es todo?

Para mi decepción, se limitó a sonreír.

– Eso creo.

– ¿Qué quieres decir? -le pregunté, confusa.

– No volví a mirarlos. Recuerdo que hojeé muy rápido los papeles y me puse furioso al no encontrar nada sobre Sarah. Me enfadé con mi padre aún más.

Me mordisqueé el labio inferior.

– Entonces no estás seguro de que tal vez haya algo…

– No. Y no he vuelto a comprobarlo desde entonces.

– ¿Por qué no?

Apretó los labios.

– Porque no quería descubrir que, en efecto, no había nada.

– Ya que eso te haría enfadarte aún más con tu padre…

– Sí -admitió.

– Así que no sabes con certeza qué hay entre esos papeles. Llevas treinta años sin saberlo.

– Así es -respondió.

Cruzamos una mirada de inteligencia. Sólo fueron un par de segundos.

Edouard arrancó el motor y condujo como un poseso, me imaginé que hacia su banco. Nunca le había visto ir tan deprisa. Los conductores le amenazaban con el puño y los peatones se apartaban asustados. Durante el trayecto no pronunciamos una sola palabra, pero nuestro silencio era cálido, emocionado. Por primera vez estábamos compartiendo algo, y no dejábamos de mirarnos y sonreír.

Corrimos hacia el banco en cuanto encontramos un sitio donde aparcar en la avenida Bosquet sólo para descubrir que estaba cerrado porque era la hora de comer. Otra típica costumbre francesa que me sacaba de quicio, y aquel día más todavía. Estaba tan frustrada que me entraron ganas de llorar.

Edouard me dio dos besos y me hizo un gesto para que me marchara.

– Vete, Julia. Volveré a las dos, cuando abran. Te llamaré si encuentro algo.

Bajé por la avenida y cogí el autobús 92, que me dejaba directa en la oficina, junto al Sena.

Cuando el autobús arrancó, miré hacia atrás y vi a Edouard esperando delante del banco, una figura erguida y solitaria vestida con una chaqueta verde oscuro.

Me pregunté cómo se sentiría si en la caja fuerte no encontraba nada sobre Sarah, tan sólo montones de legajos sobre porcelanas y cuadros antiguos.

Y entonces sentí que mi corazón estaba con él.

Está segura de esto, señora Jarmond? -me preguntó la doctora mirándome por encima de sus gafas de media luna.

– No -respondí con sinceridad-. Pero de momento tengo que pedir hora para eso.

Recorrió con los ojos mi historial médico.

– Estaré encantada de concertar las citas por usted, pero no estoy segura de que se sienta del todo a gusto con lo que ha decidido.

Mis pensamientos volaron a la noche anterior. Bertrand estuvo extraordinariamente tierno, atento. Durante toda la noche me tuvo abrazada, diciéndome una y otra vez que me quería, que me necesitaba, pero que no podía afrontar la perspectiva de tener un hijo a estas alturas. Él había pensado que el hecho de envejecer nos uniría más, que podríamos viajar más a menudo conforme Zoë fuese cada vez más independiente. De hecho, había concebido nuestros cincuenta como una segunda luna de miel.

Yo le escuché, mientras las lágrimas bañaban mi cara en la oscuridad. Ironías de la vida. Bertrand me dijo todo lo que siempre había soñado oír de su boca, hasta la última palabra. Estaba todo allí: la bondad, el compromiso, la generosidad que siempre había esperado de él. El problema era que yo llevaba dentro un bebé que él no quería. Mi última oportunidad de volver a ser madre. No dejaba de pensar en lo que me había dicho Charla: «También es tu hijo».

Durante años había anhelado darle a Bertrand otro hijo, demostrar mi valía, ser una esposa perfecta y obtener la aprobación de los Tézac, pero ahora me daba cuenta de que quería a ese niño para mí misma. Era mi bebé, mi último hijo. Quería sentir su peso en mis brazos, oler el dulce aroma a leche de su piel. Era carne de mi carne y sangre de mi sangre. Estaba deseando que llegara el parto para notar la cabeza del bebé abriéndose paso a través de mi cuerpo, gozar de la sensación inconfundible y pura de traer un niño al mundo. Aunque fuese entre lágrimas y dolor, yo quería ese llanto y ese suplicio en vez del dolor del vacío y las lágrimas de un vientre yermo surcado de cicatrices.

Salí de la consulta del médico y me dirigí hacia Saint-Germain, donde iba a reunirme con Hervé y Christophe para tomar algo en el café Flore. Había pensado no contarles nada, pero en cuanto me vieron la cara se preocuparon tanto que no tardé en confesárselo todo. Como siempre, tenían opiniones opuestas. Hervé decía que debía abortar y que mi matrimonio era lo más importante, mientras que Christophe insistía en que el centro de todo era el bebé. Si no tenía a mi hijo, lo lamentaría el resto de mi vida.

La conversación se fue acalorando tanto que se olvidaron de mi presencia y empezaron a discutir entre ellos. Como no podía soportarlo, les interrumpí dando un puñetazo en la mesa que casi tiró los vasos. Me miraron sorprendidos, ya que ése no era mi estilo. Me disculpé, les dije que estaba demasiado cansada para seguir hablando sobre ese asunto y me fui. Los dejé allí con gesto desconsolado, pero pensé que no pasaba nada, y que lo arreglaría más tarde. Eran mis amigos de toda la vida, así que seguro que lo entenderían.

Volví a casa atravesando el Jardín de Luxemburgo. No había vuelto a saber nada de Edouard desde el día anterior. ¿Significaba eso que no había encontrado nada relacionado con Sarah en la caja fuerte de su padre? Imaginé todo el rencor, toda la amargura y la decepción aflorando de nuevo. Me sentía mal, como si la culpa fuera mía por haber echado sal en una vieja herida.

Paseé despacio por los caminos sinuosos y floridos, sorteando corredores, paseantes, ancianos, jardineros, turistas, amantes, adictos al taichí, jugadores de petanca, adolescentes, lectores, gente que simplemente tomaba el sol. La concurrencia habitual del Jardín de Luxemburgo. Había muchos bebés y, como era de esperar, cada bebé con el que me cruzaba me hacía pensar en el ser diminuto que llevaba en mi vientre.

Aquel día, muy temprano, antes de la cita con la doctora, había hablado con Isabelle. Me había apoyado, como de costumbre. Por muchos loqueros y amigos a los que consultara, por muchas opiniones y factores que sopesara, la decisión era mía, me dijo. En resumidas cuentas, era yo quien tenía que elegir, y eso era precisamente lo que hacía todo aún más doloroso.

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