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Sarah no podía hablar, sólo temblaba, y se tapaba los ojos y la nariz con las manos, intentando protegerse de aquel hedor.

Jules se acercó, le puso una mano en el hombro y miró al interior del armario. La chica notó que la rodeaba con sus brazos y que intentaba llevársela de allí.

Él le susurró al oído:

– Vamos, Sarah, ven conmigo…

Intentó separarse de él con todas sus fuerzas, arañando, pataleando, luchando con uñas y dientes, y logró volver junto a la puerta abierta del armario.

En el fondo del armario había un bulto, un cuerpecillo inerte, acurrucado. Después, Sarah vio aquella carita adorable, ahora tan ennegrecida que era casi imposible reconocerla.

La chica volvió a caer de rodillas, y después chilló con toda la fuerza de sus pulmones. Gritó por su madre y por su padre. Gritó por Michel.

Edouard Tézac aferró el volante con las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Yo lo miraba, hipnotizada.

– Aún la oigo gritar -susurró-. Nunca he logrado olvidarlo.

Yo estaba conmocionada con lo que acababa de descubrir. Así que Sarah Starzynski había escapado de Beaune-la-Rolande, para regresar a la calle Saintonge y efectuar aquel descubrimiento espeluznante.

Era incapaz de hablar. Sólo podía contemplar a mi suegro. Él siguió hablando, con voz ronca y grave.

– Hubo un momento espantoso, cuando mi padre miró en el armario. Yo intenté asomarme también, pero él me apartó de un empujón. No entendía lo que estaba pasando. Ese olor… era la hediondez de algo corrompido, putrefacto. Entonces, mi padre sacó con cuidado el cuerpo de un niño. No podía tener más de tres o cuatro años. Yo no había visto un cadáver en mi vida. Era una imagen escalofriante. El niño tenía el pelo rubio y rizado. Estaba tieso, encogido, con la cara entre en las manos, y la piel de un horrible color verde…

Las palabras se le atravesaron en la garganta, y creí que iba a vomitar. Le apreté el codo, tratando de transmitirle simpatía y afecto. Era una situación irreal: yo, intentando consolar a mi suegro, un hombre orgulloso y altivo que ahora no hacía más que llorar convertido en un viejo tembloroso. Se limpió los ojos con dedos trémulos y prosiguió.

– Todos nos quedamos horrorizados. La niña se desmayó y cayó al suelo. Mi padre la cogió y la tendió sobre mi cama. Pero ella se giró, vio la cara del niño y volvió a chillar. Al escuchar a mi padre y al matrimonio que venía con la chica, empecé a comprender lo que había pasado. El niño era su hermano pequeño, y nuestro nuevo apartamento había sido su hogar. El niño llevaba escondido allí desde el día de la redada del Vel' d'Hiv', el 16 de julio. La niña pensó que podría volver a sacarle de allí, pero se la llevaron a un campo fuera de París.

Se produjo una nueva pausa que se me hizo eterna.

– ¿Y qué pasó después? -pregunté, cuando al fin me salió la voz.

– Aquellos dos ancianos venían de Orleans. La niña se había escapado de un campo de internamiento cercano y había acabado colándose en su granja. Ellos decidieron ayudarla y llevarla de vuelta a París, a su casa. Mi padre les explicó que nuestra familia se había mudado allí a finales de julio. Él no sabía nada del armario que estaba en mi cuarto. Ninguno de nosotros lo sabía. Yo había notado un olor fuerte y desagradable, pero mi padre pensó que debía de haber alguna tubería atascada y había avisado al fontanero, que tenía previsto venir esa misma semana.

– ¿Qué hizo tu padre con…, con el niño?

– No lo sé. Recuerdo oírle decir que quería ocuparse de todo. Estaba consternado y se sentía fatal. Creo que aquella pareja se llevó el cadáver, pero no estoy seguro. No lo recuerdo.

– ¿Y después qué pasó? -le pregunté, conteniendo el aliento.

Me miró con sarcasmo.

– ¿Y después qué pasó? ¿Y después qué pasó? -Soltó una carcajada llena de amargura-. Julia, ¿te imaginas cómo nos sentimos cuando la niña se fue? Cómo nos miró. Nos odiaba, nos aborrecía. Para ella, la culpa era nuestra. Éramos criminales de la peor calaña. Nos habíamos ido a vivir a su casa y habíamos dejado morir a su hermano. Sus ojos… Había en ellos tanto odio, tanto dolor, tanta desesperación… Eran los ojos de una mujer en el rostro de una niña de diez años.

Yo también vi aquellos ojos y me estremecí.

Edouard suspiró, y con las palmas de las manos se frotó la cara, cansada y pálida.

– Cuando se fueron, mi padre se sentó, enterró la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Estuvo así mucho tiempo. Yo nunca lo había visto llorar, y jamás volví a verlo. Mi padre era un tipo fuerte. A mí me habían dicho que en la familia Tézac los varones nunca lloraban ni demostraban sus sentimientos, así que fue un momento terrible. Mi padre me dijo que lo que había ocurrido era algo monstruoso, y que ni él ni yo lo olvidaríamos mientras viviéramos. A continuación, me contó cosas que hasta entonces nunca había mencionado. Me dijo que ya era lo bastante mayor para saberlas, y me explicó que antes de mudarnos no le había preguntado a madame Royer quién vivía en el apartamento. Sabía de sobra que se trataba de una familia judía, y que los habían arrestado durante la redada, pero había preferido cerrar los ojos, igual que hicieron tantos otros parisinos durante aquel terrible año de 1942. Sí, cerró los ojos el día de la redada, cuando vio a toda aquella gente apiñada en los autobuses, camino de Dios sabe dónde. Ni siquiera preguntó por qué estaba vacío el apartamento, ni adónde habían ido a parar las pertenencias de esa gente. Sí, actuó como cualquier otro parisino, se mudó con su familia a una casa más grande y cerró los ojos. Pero en ese momento la chica había vuelto y habíamos descubierto que el niño estaba muerto. Lo más probable era que ya lo estuviera cuando nos mudamos. Mi padre predijo que jamás podría olvidarlo, jamás. Y tenía razón, Julia. Ese horror ha estado ahí, entre nosotros. Y yo llevo cargando con él sesenta años.

Se calló, sin levantar aún la barbilla del pecho. Traté de imaginar lo que debía de haber sido para él guardar aquel secreto durante tanto tiempo.

– ¿Y Mamé? -le pregunté, decidida a presionarle para que me contara la historia completa.

Edouard negó con la cabeza, muy despacio.

– Mamé no estaba en casa aquella tarde. Mi padre no quiso que se enterara de lo que había ocurrido. Se sentía abrumado por la culpa, aunque, por supuesto, la culpa no era suya. No podía soportar la idea de que ella lo supiera y, tal vez, lo juzgara. Me dijo que yo ya era lo bastante mayor para guardar un secreto, y que Mamé no debía enterarse. Parecía tan triste y tan desesperado que acepté.

– ¿Y sigue sin saberlo? -le pregunté.

Respiró hondo una vez más.

– No estoy seguro, Julia. Ella estaba al tanto de lo de la redada, como todos, ya que había ocurrido delante de nuestras narices. Cuando volvió por la noche, mi padre y yo estábamos raros y distantes, y ella se dio cuenta de que había pasado algo. Aquella noche vi al niño muerto en mis sueños, y después volví a verlo muchas otras noches. Tenía pesadillas, y seguí teniéndolas hasta los veintitantos años. Me sentí más que aliviado cuando nos marchamos de aquel piso. Me da la impresión de que mi madre quizá supiera por lo que había pasado mi padre y cómo había debido de sentirse. Quizás él acabó contándoselo, porque era una carga demasiado pesada, pero Mamé nunca me ha hablado de ello.

– ¿Y Bertrand? ¿Y tus hijas? ¿Y Colette?

– No saben nada.

– ¿Por qué no? -pregunté.

Me puso la mano en la muñeca. Estaba muy fría, y su tacto se colaba por mi piel como hielo.

– Porque le prometí a mi padre en su lecho de muerte que no se lo contaría a mis hijos ni a mi esposa. Él cargó con su culpa durante el resto de su vida. No quiso compartirla ni hablar de ella con nadie. Y yo respeté su decisión. ¿Me entiendes?

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