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Le miré, escandalizada.

– ¡En ningún momento se me ha ocurrido pensar nada semejante, Edouard!

Se acarició las cejas con dedos nerviosos en un intento de recobrar la compostura.

– Has estado formulando muchas preguntas, Julia. Has sido demasiado curiosa. Deja que te cuente lo que ocurrió, y escúchame bien. Había una concierge que se llamaba madame Royer. Se llevaba bien con nuestra portera de la calle Turenne, cerca de la calle Saintonge. Madame Royer le tenía mucho cariño a Mamé, porque mi madre se portaba bien con ella. Fue madame Royer quien les dijo a mis padres que el apartamento había quedado libre. El alquiler salía barato, y era más grande que el piso de la calle Turenne. Eso fue lo que ocurrió y por eso nos mudamos. ¡Eso es todo!

Seguí mirándolo y él no dejó de temblar. Nunca lo había visto tan perdido ni tan angustiado. Le toqué la manga con cierta timidez.

– ¿Estás bien, Edouard? -le pregunté. Noté que su cuerpo se estremecía bajo mis dedos, y me pregunté si estaba enfermo.

– Sí, perfectamente -me respondió, pero con voz ronca. No comprendía por qué se le veía tan agitado, tan lívido-. Mamé no lo sabe -continuó, bajando la voz-. Nadie lo sabe. ¿Lo entiendes? No debe saberlo. No debe saberlo jamás.

Yo estaba perpleja.

– Saber, ¿qué? -le pregunté-. ¿De qué me estás hablando, Edouard?

– Julia -dijo, taladrándome con su mirada-, tú sabes quién era esa familia. Has visto su apellido.

– No te entiendo -murmuré.

– Has visto su apellido, ¿verdad? -gritó, haciéndome dar un respingo-. Ya sabes lo que pasó, ¿no es cierto?

Debí de parecer completamente perdida, porque Edouard suspiró y enterró la cara entre las manos.

Me quedé allí sentada, sin habla. ¿De qué demonios estaba hablando? ¿Qué había ocurrido en el pasado que todo el mundo ignoraba?

– La niña -dijo por fin, levantando la vista, con una voz tan baja que apenas podía oírle-. ¿Qué has averiguado de la niña?

– ¿Qué quieres decir? -le pregunté, petrificada.

Había algo en su voz y en sus ojos que me asustaba.

– La niña -repitió, con la voz amortiguada y rara-. Ella sí volvió. Un par de semanas después de que nos mudáramos. Volvió a la calle Saintonge. Yo tenía doce años. Nunca lo olvidaré. Nunca olvidaré a Sarah Starzynski.

Para mi horror, se vino abajo y se puso a llorar. Yo era incapaz de hablar. Sólo podía armarme de paciencia y escuchar. Edouard había dejado de ser mi arrogante padre político. Ahora era otra persona. Un hombre que llevaba guardando un secreto durante muchos años. Nada menos que sesenta.

El viaje en metro hasta la calle Saintonge fue rápido: tan sólo un par de paradas y un trasbordo en la Bastilla. Al doblar hacia la calle Bretagne, el corazón de Sarah empezó a acelerarse. Unos minutos más y estaría en casa. Tal vez, mientras ella estaba fuera, sus padres habían conseguido regresar y ahora estaban los dos esperándola con Michel en el apartamento. Se preguntó si era una insensata por pensar eso. ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Le quedaba derecho a conservar una pizca de esperanza? Era una niña de diez años y quería creer, lo quería más que nada en el mundo, más que su propia vida.

Tiró de la manga de Jules para que se diera prisa, y mientras recorría la calle sintió renacer en su interior la esperanza, como una planta salvaje imposible de controlar. En su interior, una voz calmada y grave le prevenía: No te creas nada, Sarah. Prepárate para lo peor. Intenta imaginar que nadie te espera, que papá y mamá no están ahí, que el piso está vacío y lleno de polvo y que Michel… Michel…

El número 26 apareció delante de ellos. La calle seguía igual que siempre, angosta y silenciosa. Se preguntó cómo las calles y los edificios podían permanecer inmutables y en cambio las vidas se podían transformar y destruir de golpe.

Jules abrió la pesada puerta de un empujón. El patio estaba exactamente igual, con su frondosa vegetación, su olor a moho, polvo y humedad. Según avanzaban por el patio, madame Royer abrió la puerta de su cubículo y asomó la cabeza. Sarah se soltó de la mano de Jules y echó a correr hacia la escalera. Rápido, tenía que darse prisa, por fin estaba en casa, no había tiempo que perder.

Al llegar al primer piso, ya casi sin aliento, escuchó la voz inquisitiva de la concierge. «¿Buscan ustedes a alguien?». Escaleras abajo, Jules respondió: «A la familia Starzynski». Sarah oyó la risa desagradable y chirriante de madame Royer: «Se largaron de aquí, monsieur. Se esfumaron. En esta casa no va a encontrarlos, puede estar seguro».

Sarah hizo una pausa en el descansillo del segundo piso y se asomó al patio. Vio a madame Royer allí, con su sucio delantal azul, con la pequeña Suzanne en brazos. ¿A qué se refería la concierge con eso de «largarse» y «esfumarse»? ¿Adónde? ¿Cuándo?

No hay tiempo que perder, no hay tiempo para pensar en eso, se dijo la chica. Quedaban sólo dos pisos para llegar a su casa. Pero la estridente voz de la concierge la perseguía mientras subía las escaleras a toda prisa: «La policía vino a por ellos, monsieur. Vinieron a por todos los judíos de la zona y se los llevaron en un autobús grande. Ahora hay muchos pisos vacíos aquí, monsieur. ¿Buscan un piso en alquiler? El de los Starzynski ya está ocupado, pero en el segundo hay un apartamento precioso. Puedo enseñárselo si les interesa».

Jadeando, Sarah llegó al cuarto piso. Le faltaba el resuello, así que se apoyó en la pared y se clavó el puño en el costado para aliviar los pinchazos.

Llamó a la puerta del piso de sus padres, golpeando con la palma de la mano. No hubo respuesta. Volvió a llamar, más fuerte, esta vez con los puños.

Se oyeron pasos al otro lado. La puerta se abrió.

Apareció un chico de doce o trece años.

– ¿Sí? -dijo el chico.

¿Quién era? ¿Qué hacía en su apartamento?

– He venido a por mi hermano -tartamudeó ella-. ¿Quién eres tú? ¿Dónde está Michel?

– ¿Tu hermano? -dijo el chico, despacio-. Aquí no vive ningún Michel.

Le dio un empujón brutal para apartarlo, sin advertir que en el recibidor había cuadros nuevos, una estantería que no le sonaba de nada y una alfombra roja y verde. El chico gritó, desconcertado, pero ella no se detuvo, corrió por el largo pasillo que tan bien conocía, giró a la izquierda y entró en su habitación. Tampoco reparó en el papel de la pared ni en la cama nueva ni en los libros y objetos personales que nada tenían que ver con ella.

El chico llamó a voces a su padre y en la habitación contigua se oyeron pasos precipitados.

A toda prisa, Sarah sacó la llave del bolsillo y presionó con la palma de la mano el dispositivo oculto. La cerradura del armario quedó a la vista.

Escuchó el repique del timbre y un rumor de voces alarmadas que se acercaban: Jules, Geneviève y un hombre desconocido.

Debía actuar deprisa, tenía que ser rápida. Mascullaba una y otra vez:

– Michel, Michel, Michel, soy yo, Sirka…

Le temblaban tanto los dedos que se le cayó la llave. A su espalda, el chico entró corriendo en el cuarto.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó, jadeando-. ¿Por qué has entrado en mi habitación?

Ella le ignoró, cogió la llave e intentó meterla en la cerradura. Estaba demasiado nerviosa e impaciente. Tardó unos segundos, pero al fin la cerradura chasqueó, y la chica abrió la puerta del armario secreto.

Un hedor pútrido la golpeó como un puño. Se echó atrás. El chico dio un respingo a su lado, asustado, mientras Sarah caía de rodillas.

Un hombre alto de pelo entrecano irrumpió en la habitación, seguido por Jules y Geneviève.

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