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– No. Bertrand no la ha mencionado.

– No dejes que te presione para hacer nada, Julia. También es tu hijo. No olvides eso nunca, cariño.

Aquella frase de mi hermana estuvo resonando en mi cabeza durante todo el día. «También es tu hijo». Hablé con mi ginecóloga. No se sorprendió de la decisión de Bertrand, y me sugirió que tal vez estaba atravesando la crisis de la mediana edad y que se sentía frágil, incapaz de asumir la responsabilidad de otro hijo. Según la doctora, les ocurría a muchos hombres al llegar a los cincuenta.

¿De verdad Bertrand estaba atravesando una crisis? Si era el caso, yo no la había visto venir. ¿Cómo era posible? Yo creía que estaba siendo egoísta y pensando sólo en él, como siempre, y eso fue lo que le dije durante nuestra conversación. De hecho, le solté todo lo que se me pasó por la cabeza. ¿Cómo podía obligarme a otro aborto después de todos los que había tenido, después de haber sufrido tanto dolor y haber visto tronchadas tantas esperanzas? «¿Me quieres? -le pregunté desesperada-. ¿De verdad me quieres?» Me miró, sacudiendo la cabeza. «Por supuesto que te quiero. ¿Cómo puedes ser tan tonta?», me contestó. Volví a recordar su voz quebrada, la forma tan rebuscada en que me reconoció que tenía miedo a envejecer. La crisis de la mediana edad. Quizá la doctora estuviera en lo cierto, y yo no me había percatado porque en los últimos meses tenía demasiadas cosas en la cabeza. Me sentía perdida por completo, e incapaz de ocuparme de Bertrand y de su ansiedad.

Mi médico me dijo que no disponía de mucho tiempo para decidirme. Ya estaba embarazada de seis semanas. Si pensaba abortar, debía hacerlo en las dos semanas siguientes. Tenía que hacerme pruebas y encontrar una clínica. Sugirió que Bertrand y yo habláramos de ello con un consejero matrimonial. Era necesario discutirlo abiertamente.

– Si aborta contra su voluntad -me advirtió la doctora-, jamás le perdonará. Y si no lo hace, él ya le ha advertido que es incapaz de aguantar esta situación. Hay que solucionar este asunto, y cuanto antes.

Ella llevaba razón, pero yo no tenía valor para acelerar las cosas. Cada minuto que ganaba eran sesenta segundos de vida más para el bebé, un bebé al que yo quería. Aún era del tamaño de un garbanzo y ya le amaba tanto como a Zoë.

Fui a ver a Isabelle. Vivía en la calle Tolbiac, en un pequeño y pintoresco dúplex. No me sentía capaz de ir a casa directamente desde la oficina para esperar a que volviera mi esposo, así que llamé a Elsa, la canguro, y le pedí que fuera. Isabelle me dio unas tostadas con crottin de chavignol y preparó una ensalada rápida. Su marido estaba de viaje de negocios.

– Muy bien, cocotte -me dijo mientras se sentaba fumando enfrente de mí-, intenta visualizar la vida sin Bertrand. Imagínatela. El divorcio. Los abogados. Las consecuencias. El destino de Zoë. Cómo serán vuestras vidas. Hogares separados, existencias separadas. Zoë saliendo de tu casa para ir a la suya y de la suya para volver a la tuya. Ya no seréis una auténtica familia. Se acabará lo de desayunar juntos, pasar las Navidades y las vacaciones juntos. Vamos, imagínatelo. ¿Eres capaz?

Me quedé mirándola. Me parecía inconcebible. Imposible. Y, sin embargo, era algo que le pasaba a mucha gente. Zoë era prácticamente la única de su clase cuyos padres llevaban quince años casados. Le dije a Isabelle que de momento prefería no seguir hablando de ello. Me ofreció una mousse de chocolate y vimos Las señoritas de Rochefort en el DVD.

Cuando llegué a casa, Bertrand estaba en la ducha y Zoë en la Tierra de Nod. Me arrastré hasta la cama. Mi marido se fue a ver la tele al salón. Cuando se acostó, yo ya estaba profundamente dormida.

Al día siguiente me tocaba visitar a Mamé. Por primera vez estuve a punto de llamar para cancelar la cita. Me sentía agotada, y me apetecía quedarme en la cama durmiendo toda la mañana, pero sabía que ella me estaría esperando. Seguro que se había puesto su mejor vestido, el gris y lavanda, se había pintado con su barra de labios rubí y se había perfumado con Shalimar. No podía fallarle.

Cuando llegué, justo antes de mediodía, vi el Mercedes plateado de mi suegro en el aparcamiento de la residencia. Aquello me desconcertó.

Edouard estaba allí porque quería verme. Nunca visitaba a su madre al mismo tiempo que yo. Cada uno tenía su horario: Laure y Cécile iban los fines de semana; Colette, los lunes por la tarde; Edouard, los jueves y los viernes; yo, normalmente, los miércoles por la tarde con Zoë, y los jueves a mediodía, sola. Y todos acatábamos esa agenda.

En efecto, allí estaba, sentado muy tieso, escuchando a su madre. Ella acababa de terminar su almuerzo, que siempre le servían muy temprano, a una hora absurda. De repente me puse nerviosa, como una colegiala culpable. ¿Qué quería Edouard de mí? ¿Es que no podía coger el teléfono y llamarme si quería verme? ¿Por qué había esperado hasta ahora?

Disfracé mis nervios y mi resquemor con una cálida sonrisa, le di dos besos y me senté al lado de Mamé, cogiéndola de la mano, como siempre hacía. Casi esperaba que mi suegro se marchara, pero se quedó allí, observándonos con una expresión cordial. Era una situación muy embarazosa. Me sentía como si Edouard estuviese invadiendo mi intimidad, como si fuese a escuchar y juzgar cada palabra que yo le dijera a Mamé.

Media hora después se levantó, mirando el reloj, y me dirigió una sonrisa enigmática.

– Necesito hablar contigo, Julia, por favor -me dijo bajando la voz para que Mamé, que era algo dura de oído, no le escuchara.

De pronto parecía nervioso, y no hacía más que mover los pies de un lado a otro y mirarme con gesto impaciente. Me despedí de Mamé con un beso y le seguí hasta su coche. Él me hizo un gesto para que entrara en el vehículo. Después se sentó a mi lado y se dedicó a enredar con las llaves, sin encender el motor. Esperé, sorprendida por el tic nervioso de sus dedos. El silencio creció, cargado y pesado. Miré alrededor, al patio pavimentado, y observé a las enfermeras que empujaban las sillas de los ancianos impedidos dentro y fuera del recinto.

Al fin, empezó a hablar.

– ¿Qué tal te encuentras? -preguntó con la misma sonrisa forzada.

– Bien -le contesté-. ¿Y tú?

– Muy bien. Y Colette también.

Otro silencio.

– Anoche hablé con Zoë. Tú aún no habías llegado a casa -dijo sin mirarme.

Estudié su perfil, su nariz imperial, su barbilla regia.

– ¿Ah, sí? -respondí con cautela.

Hizo una pausa. Las llaves tintinearon en su mano.

– Estás haciendo indagaciones sobre el apartamento -dijo por fin, volviendo los ojos hacia mí.

Asentí.

– Sí, he descubierto quiénes vivían allí antes de que vosotros os mudarais. Supongo que Zoë te lo habrá dicho.

Suspiró, agachó la cabeza y dejó caer la barbilla. Unos pequeños pliegues de carne se formaron sobre el cuello de su camisa.

– Julia, ya te lo advertí, ¿recuerdas?

La sangre me empezó a bombear muy deprisa.

– Me dijiste que dejara de hacerle preguntas a Mamé -dije con voz neutra-. Y eso es lo que he hecho.

– Entonces, ¿por qué has tenido que seguir husmeando en el pasado? -me preguntó. Había empalidecido y respiraba de forma fatigosa, como si le doliera el pecho.

Bien, ya lo había soltado. Ahora ya sabía por qué quería hablar conmigo.

– He descubierto quién vivía allí -repuse, acalorada-. Eso es todo. Debía averiguar quiénes eran. No sé nada más. Ignoro qué tiene que ver tu familia con todo este asunto…

– ¡Nada! -me interrumpió, casi gritando-. No tuvimos nada que ver con el arresto de aquella familia.

Me quedé callada, mirándolo. Estaba temblando, pero no sabría decir si por la ira o por alguna otra razón.

– No tuvimos nada que ver con el arresto de aquella familia -repitió con convicción-. Se los llevaron en la redada del Vel' d'Hiv'. Nosotros no los denunciamos ni hicimos nada parecido, ¿entiendes?

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* Rulo de queso de cabra. [N. del T.]

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