Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Qué quieres que haga con esto, Sarah? -le preguntó Jules, extrañado.

– Van a pedirle mi tarjeta de identificación y no la tengo. Esto puede ayudar.

Jules observó la fila de hombres formados delante del tren. Se puso nervioso. Geneviève le dio un codazo.

– ¡Jules!-le dijo entre dientes-. Quizá funcione. Tenemos que intentarlo. No nos queda otra opción.

El anciano se enderezó y asintió, recobrando la compostura. Compraron los billetes y se dirigieron hacia el tren.

El andén estaba abarrotado y los demás pasajeros los empujaban por todas partes. Había mujeres con bebés que lloraban, viejos de gesto severo, hombres de negocios trajeados de ademanes impacientes. Sarah sabía lo que debía hacer. Se acordaba de aquel chico que se escapó del estadio cubierto, el que se había escurrido entre la multitud. Eso era lo que tenía que hacer ahora: aprovecharse de los empujones, el caos, la confusión creada por los gritos de los soldados y el bullicio del gentío.

Se soltó de la mano de Jules y se agachó. Se le antojó que abrirse paso entre aquella apretada masa de faldas y pantalones, zapatos y tobillos era como bucear. Avanzó gateando sobre los puños, y entonces el tren apareció ante ella.

Cuando estaba subiendo, una mano la agarró del hombro. Compuso el gesto al instante y dibujó una sonrisa relajada, la sonrisa de una niña normal y corriente que coge un tren para París. Una niña como aquella del vestido lila a la que había visto en el andén cuando se los llevaban al campo de internamiento, aquel día que parecía tan lejano en el pasado.

– Voy con mi abuela -dijo, señalando al interior del vagón con aquella sonrisa inocente.

El soldado asintió y la dejó pasar. Sin aliento, ella se metió en el tren y se asomó por la ventana. El corazón le palpitaba como un tambor. Jules y Geneviève, que habían logrado abrirse camino entre la multitud, la miraron asombrados. Ella les saludó con la mano, triunfante. Se sentía orgullosa de sí misma. Había logrado subir al tren por sí misma, y los soldados no la habían detenido.

Pero su sonrisa se desvaneció al ver la cantidad de oficiales alemanes que subían al tren y se abrían paso en el pasillo abarrotado con sus voces estridentes y brutales. La gente apartaba la vista, miraba hacia abajo y procuraba empequeñecerse todo lo posible.

Sarah estaba en un rincón del vagón, medio escondida tras Jules y Geneviève. La única parte visible de ella era su cara, que miraba a hurtadillas por entre los hombros de la pareja. Vio que los alemanes se acercaban y se quedó mirándolos, fascinada. No podía apartar los ojos de ellos. Jules le dijo que mirase para otro lado, pero no podía.

Había un hombre que le repugnaba en particular, un tipo alto y delgado, con la cara blancuzca y angulosa. Sus ojos eran de un azul tan pálido que parecían transparentes bajo los gruesos párpados rosados. Cuando el grupo de oficiales pasó a su lado, el hombre alto estiró un brazo larguísimo envuelto en una manga gris y pellizcó a Sarah en la oreja. La chica se estremeció del susto.

– Bueno, chico -le dijo el oficial, dándole una palmadita en la cara-, no tienes por qué tenerme miedo. Algún día tú también serás soldado, ¿a que sí?

Jules y Geneviève parecían tener la sonrisa esculpida en el rostro. Agarraron a Sarah y la acercaron más a ellos, como quien no quiere la cosa, pero la chica pudo sentir cómo les temblaban las manos.

– Tienen un nieto muy guapo -les dijo el oficial con una sonrisa, mientras frotaba el pelo rapado de Sarah con su manaza-. Ojos azules y pelo rubio, como los niños de mi país.

Sus pálidos ojos dieron un último parpadeo de aprobación, se dio la vuelta y siguió al grupo de oficiales. Ha creído que soy un chico, en vez de pensar que soy judía, sopesó Sarah. ¿Acaso ser judío no era algo que saltaba a la vista? No estaba segura. Una vez se lo había preguntado a Armelle, y su amiga le respondió que ella no parecía judía por el pelo rubio y los ojos azules. Así que han sido mi pelo y mis ojos los que me han salvado hoy, concluyó.

Pasó la mayor parte del viaje acurrucada en el suave y cálido nido que formaban los dos ancianos. Nadie les dirigió la palabra ni les preguntó nada. Mientras miraba por la ventanilla, pensó que a cada momento que pasaba se acercaba más a París y a Michel. Observó cómo se formaban unas nubes bajas y grises, y los primeros goterones de lluvia empezaron a salpicar el cristal para luego resbalar y alejarse empujados por el viento.

El tren paró en Austerlitz, la misma estación de donde había partido con sus padres aquel día gris y sofocante. Salió del tren detrás de ambos ancianos, y los tres recorrieron el andén hacia el metro.

Los pasos de Jules vacilaron. Miraron hacia arriba. Justo delante de ellos había una fila de gendarmes uniformados de azul marino que paraban a los pasajeros y les pedían sus tarjetas de identificación. Geneviève, sin decir nada, les empujó con suavidad y siguió andando con paso decidido y la cabeza alta, Jules la siguió, agarrando la mano de Sarah.

Mientras aguardaban en la cola, Sarah observó la cara del policía. Era un hombre de unos cuarenta años que llevaba una gruesa alianza de oro. Aunque tenía cara de aburrimiento, la chica advirtió que sus ojos saltaban con rapidez del papel que sujetaba en la mano al rostro de la persona que tenía delante. El gendarme se estaba tomando en serio su trabajo.

Sarah dejó la mente en blanco. No quería imaginar lo que podía ocurrir, ni se sentía con fuerzas para visualizarlo. Dejó vagar sus pensamientos, y se acordó de la mascota que tenían, un gato que le hacía estornudar. ¿Cómo se llamaba el gato? No se acordaba. Era un nombre tonto, como Bonbon o Réglisse. Tuvieron que regalarlo porque hacía que le picara la nariz y que se le enrojecieran y se le hincharan los ojos. Ella se había puesto muy triste, y Michel se había pasado un día entero llorando y diciéndole a Sarah que se habían llevado al gato por su culpa.

El hombre levantó la mano con gesto cansado. Jules le dio las tarjetas de identificación en un sobre. El hombre miró el sobre, revolvió su interior y lanzó una mirada a Jules y otra a Geneviève. Luego dijo:

– ¿Y el niño?

Jules señaló el sobre.

– La tarjeta del niño está ahí, monsieur, con las nuestras.

El policía entreabrió el sobre con el pulgar. En el fondo había un billete grande doblado tres veces. El gendarme no se inmutó.

Volvió a mirar el dinero, y luego la cara de Sarah. Ella le devolvió la mirada. No se acobardó ni suplicó, simplemente se quedó mirándole.

Aquel momento se hizo eterno, como el minuto interminable en que el otro policía había decidido por fin dejar que escapara del campo de internamiento.

El hombre asintió con gesto lacónico. Devolvió las tarjetas a Jules y, con naturalidad, se guardó el sobre en el bolsillo. Luego se echó hacia atrás para dejarles pasar.

– Gracias, monsieur -dijo-. El siguiente, por favor.

La voz de Charla resonó en mi oído.

– Julia, ¿hablas en serio? No puede decirte eso. No tiene derecho a ponerte en una disyuntiva así.

La voz que estaba oyendo ahora era la de la abogada dura y agresiva de Manhattan que no temía a nadie ni a nada.

– Eso es lo que ha dicho -le contesté en tono neutro-. Ha dicho que sería «el fin de lo nuestro», y que me dejará si sigo adelante con el embarazo. Dice que se siente raro, que no puede con otro hijo y que no quiere convertirse en un padre viejo.

Hubo una pausa.

– ¿Tiene esto algo que ver con la mujer con la que estuvo liado? -preguntó Charla-. No me acuerdo de su nombre.

36
{"b":"113322","o":1}