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– ¿El campo? -inquirió-. ¿Quieren saber dónde estaba el campo?

Asentimos.

– Nadie pregunta por el campo -farfulló. Empezó a toquetear los puerros de la cesta, rehuyendo nuestra mirada.

– Pero ¿sabe dónde estaba? -insistí.

El anciano tosió.

– Pues claro que lo sé. Llevo viviendo aquí toda mi vida. Cuando era niño no sabía qué era ese sitio. Nadie lo mencionaba, y todos actuábamos como si no estuviera allí. Sabíamos que tenía algo que ver con los judíos, pero no hacíamos preguntas. Estábamos demasiado asustados, así que sólo nos metíamos en nuestros propios asuntos.

– ¿Recuerda algún detalle específico del campo? -le pregunté.

– Yo tenía unos quince años -dijo-. Recuerdo que en el verano del 42 pasaron por esta misma calle multitudes de judíos que venían de la estación. Sí, pasaron justo por aquí. -Señaló con su dedo engarfiado a lo largo de la calle donde nos encontrábamos-. Por la Avenue de la Gare. Hordas de judíos. Un día, empezó a sonar un ruido espantoso. Y eso que mis padres vivían un poco lejos del campo, pero aun así lo oíamos. Era una especie de rugido, un clamor que se escuchaba por toda la ciudad. Oí a mis padres hablar con los vecinos. Decían que en el campo estaban separando a las madres de los hijos. ¿Para qué? No lo sabíamos. Vi a un grupo de mujeres judías caminando hacia la estación. Bueno, no es que caminaran. Más bien era que la policía las llevaba a empujones por la carretera, mientras ellas lloraban sin cesar.

Conforme recorría la calle con la mirada, su mirada se extraviaba en sus recuerdos. Luego, levantó la cesta con un gruñido.

– Un día -prosiguió-, el campo se quedó vacío. Yo me dije: «los judíos se han ido». No sabía adónde, y dejé de pensarlo. Todos lo hicimos. No hablamos nunca de ellos ni queremos acordarnos. Hay lugareños que ni siquiera están al tanto.

Se dio la vuelta y echó a andar. Lo anoté todo y volví a sentir arcadas, pero esta vez no sabía si era por las náuseas matutinas habituales o por lo que había descifrado en los ojos de aquel anciano, su indiferencia y su desprecio.

Subimos con el coche desde la plaza del Mercado por la calle Roland, y aparcamos delante de la escuela. Bamber señaló que la calle se llamaba rue des Déportés, calle de los Deportados. Agradecí aquel detalle. Creo que no habría podido soportar que se hubiera llamado «avenida de la República».

La escuela técnica era un edificio moderno y austero, sobre el que se cernía un viejo depósito de agua. Era complicado imaginarse el campo allí, bajo la espesa capa de cemento y las plazas del aparcamiento. Los estudiantes se agrupaban fumando alrededor de la entrada. Era la hora de comer. Nos dimos cuenta de que en un cuadradito de hierba descuidada había unas extrañas esculturas retorcidas con unas figuras talladas en ellas. En una de ellas leímos: «Deben actuar por todos y para todos, con espíritu de fraternidad». Nada más. Bamber y yo nos miramos, perplejos.

Le pregunté a uno de los estudiantes si las esculturas guardaban alguna relación con el campo. Él me respondió: «¿Qué campo?», mientras su compañero soltaba una risita. Le expliqué la naturaleza del campo, y parece que eso le quitó las ganas de reír. Entonces, una chica del grupo nos indicó que había una especie de placa bajando la calle, de vuelta hacia el pueblo. No la habíamos visto desde el coche. Le pregunté si era una placa conmemorativa y ella me contestó que eso creía.

El monumento estaba tallado en mármol negro, con unas letras doradas de aspecto descolorido. Lo había levantado el alcalde de Beaune-la-Rolande en 1965. En la cima tenía grabada en oro una estrella de David. Había en ella una lista interminable de nombres. Encontré dos que se habían convertido en algo dolorosamente familiar para mí: «Starzynski, Wladyslaw. Starzynski, Rywka».

A los pies del poste de mármol, advertí una pequeña urna cuadrada. «Aquí descansan las cenizas de nuestros mártires de Auschwitz-Birkenau». Un poco más arriba por debajo de la lista de nombres, leí otra frase: «A los 3.500 niños judíos arrancados de los brazos de sus padres, internados en Beaune-la-Rolande y Pithiviers, deportados y exterminados en Auschwitz». Bamber leyó en alto con su refinado acento británico: «Víctimas de los nazis, enterrados en la tumba de Beaune-la-Rolande». Debajo, descubrimos los mismos nombres que habíamos visto grabados en la tumba del cementerio, los de los niños del Vel' d'Hiv' muertos en el campo.

– Otra vez «víctimas de los nazis» -murmuró Bamber-. Me parece que éste es un caso perfecto para que actúe la diosa Némesis.

Nos quedamos de pie, contemplando el monumento en silencio. Bamber había sacado unas fotos, pero ahora tenía la cámara en el estuche. En el mármol blanco no se mencionaba que la policía francesa había sido la única responsable de custodiar el campo, ni tampoco de lo que había ocurrido detrás de la alambrada.

Volví la cabeza hacia el pueblo, donde la siniestra aguja de la iglesia se alzaba a mi izquierda.

Sarah Starzynski había subido por este mismo camino, había pasado justo por donde yo me encontraba y después había girado a la izquierda, hacia el campo de internamiento. Varios días después sus padres habían salido de él para ir a la estación, derechos hacia su propia muerte. Los niños se habían quedado solos durante varias semanas, y luego los mandaron a Drancy. Y al fin, desde allí, tras un largo camino, los habían conducido a Polonia, a sus solitarias muertes.

¿Qué le había ocurrido a Sarah? ¿Había muerto allí? No encontré rastro de su nombre en el cementerio ni en este monumento. ¿Había conseguido escapar? Miré hacia el norte, más allá del depósito de agua que se erguía en las afueras del pueblo. ¿Seguiría viva aún?

Me sonó el móvil, y el timbre nos hizo dar un bote a los dos. Era mi hermana Charla.

– ¿Estás bien? -me preguntó. Su voz sonaba con una nitidez sorprendente, como si estuviera justo a mi lado y no a miles de kilómetros al otro lado del Atlántico-. Esta mañana me has dejado un mensaje muy triste.

Mis pensamientos se alejaron de Sarah Starzynski y fueron a parar al bebé que llevaba en el vientre, aquella criatura a la que Bertrand había definido la noche anterior como «el fin de lo nuestro».

Y una vez más, volví a sentir que todo el peso del mundo caía sobre mí.

La estación de tren de Orleans era un lugar concurrido y ruidoso, un hormiguero en el que pululaba un enjambre de uniformes grises. Sarah se acercó aún más a los ancianos, aunque no quería mostrar su miedo. Haber llegado hasta allí significaba que aún tenía esperanzas de volver a París. Tenía que ser valiente, tenía que ser fuerte.

– Si alguien pregunta -le murmuró Jules mientras esperaban para comprar los billetes a París-, eres nuestra nieta, Stéphanie Dufaure. Te hemos afeitado el pelo porque cogiste piojos en el colegio.

Geneviève enderezó el cuello de la camisa de Sarah.

– Así -dijo la señora, sonriente-. Tienes buen aspecto y estás limpia. Y eres muy guapa, igual que nuestra nieta.

– ¿De verdad tienen una nieta? -preguntó Sarah-. ¿Esta ropa es suya?

– Tenemos dos nietos que son dos torbellinos, Gaspard y Nicolas. Y un hijo, Alain, de cuarenta años. Vive en Orleans con Henriette, su mujer. Esa ropa es de Nicolas, que es un poquito mayor que tú. ¡Menudo elemento está hecho!

Sarah admiraba la forma en que ambos fingían estar tranquilos, le sonreían y actuaban como si fuera una mañana normal y corriente, y ellos efectuaran un viaje de rutina a París, pero también se daba cuenta de la velocidad a la que se movían los ojos, observando a su alrededor constantemente, siempre vigilantes. Su nerviosismo aumentó al ver que unos soldados registraban a todos los pasajeros que subían a los trenes. Estiró el cuello para observarlos. ¿Alemanes? No, eran franceses. Y ella no tenía tarjeta de identificación. Lo único que llevaba encima era la llave y el dinero. En silencio y con disimulo le dio el fajo de billetes a Jules. Él la miró, sorprendido. La chica apuntó con la barbilla a los soldados que se interponían entre ellos y el acceso a los trenes.

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