Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Pero con su padre no hubo una última vez. No tenía, una última imagen que evocar o a la que aferrarse. Trató de recordarle ahora, de visualizar su rostro delgado y moreno, su mirada profunda. Tenía los dientes muy blancos, en contraste con su tez oscura. Siempre había oído decir que ella se parecía a su madre, al igual que Michel. Tenían sus hermosos rasgos eslavos, sus pómulos altos y anchos y sus ojos rasgados. Su padre se quejaba de que ninguno de sus hijos se parecía a él. Ahora, Sarah intentó apartar de su mente la sonrisa de su padre. Era demasiado dolorosa, demasiado intensa.

Al día siguiente pensaba partir hacia París. Debía volver a casa y averiguar qué había sido de Michel. A lo mejor estaba a salvo, como ella. A lo mejor alguien generoso y de buen corazón había conseguido abrir la puerta de su escondite y sacarle de allí. ¿Pero quién?, se preguntaba. ¿Quién podía haberle ayudado? Sarah nunca se había fiado de madame Royer, la concierge. Tenía la mirada huidiza y la sonrisa falsa. No, seguro que ella no. Tal vez el simpático profesor de violín, el que en la mañana de aquel jueves negro había gritado: «¡No pueden hacer eso! ¡Son gente honrada! ¡No pueden hacer eso!». Sí, quizás había conseguido salvar a Michel, quizás Michel se hallaba a salvo en casa de ese señor mientras él interpretaba baladas polacas para él. Se imaginó las carcajadas de Michel y sus mofletes rosados mientras tocaba las palmas con sus manitas y bailaba sin dejar de dar vueltas y más vueltas. Quizá su hermano la estaba esperando, quizá le decía cada mañana al profesor de violín: «¿Cuándo va a venir Sirka? ¿Va a venir hoy? Me prometió que volvería a por mí, ¡me lo prometió!».

Cuando al amanecer se despertó con el canto de un gallo, se dio cuenta de que la almohada estaba mojada, empapada de lágrimas. Se vistió deprisa, poniéndose la ropa limpia que Geneviève le había dado. Eran prendas de chico, resistentes y pasadas de moda. Se preguntó a quién habrían pertenecido. ¿A ese tal Nicolas Dufaure que se había tomado la molestia de escribir su nombre en todos sus libros? Después, Sarah guardó la llave y el dinero en un bolsillo.

Abajo, la amplia y fresca cocina estaba vacía. Aún era pronto. El gato dormía enroscado en una silla. La chica desayunó un trozo de pan tierno y un poco de leche. De vez en cuando se palpaba el bolsillo para cerciorarse de que el fajo de dinero y la llave estaban a buen recaudo.

Era una mañana calurosa y gris. Pensó que por la noche habría tormenta, una de esas ruidosas tormentas que tanto miedo le daban a Michel. Se preguntó cómo iba a llegar a la estación. ¿A qué distancia estaba Orleans? No tenía ni idea. ¿Cómo se las arreglaría para encontrar el camino? He llegado hasta aquí, se dijo, así que ahora no puedo rendirme: encontraré una forma de llegar. Pero no podía marcharse sin despedirse de Jules y Geneviève, así que esperó mientras, sentada en los peldaños de la entrada, se dedicaba a tirar migas a las gallinas y a los pollitos.

Geneviève bajó media hora después. Su rostro aún mostraba vestigios de la crisis de la noche anterior. Minutos después, apareció Jules, que plantó un cariñoso beso en la cabeza rapada de Sarah. La chica observó cómo preparaban el desayuno con gestos lentos y cuidadosos. Les había tomado cariño. Más que cariño, admitió para sus adentros. ¿Cómo iba a decirles que se marcharía ese día? Estaba convencida de que iba a partirles el corazón, mas no le quedaba otra opción: debía volver a París.

Cuando se lo dijo, ya habían terminado de desayunar y estaban recogiendo la mesa.

– ¡Pero no puedes hacer eso! -espetó la anciana, a punto de dejar caer la taza que estaba secando-. Hay patrullas en las carreteras, y los trenes están vigilados. Ni siquiera tienes una identificación. Te pararán y te llevarán de vuelta al campo.

– Tengo dinero -dijo Sarah.

– Pero eso no impedirá que los alemanes…

Jules interrumpió a su esposa levantando la mano. Trató de convencer a Sarah de que se quedara un poco más hablándole con calma y firmeza, como hacía su padre. Ella le escuchó, asintiendo con gesto distraído. Tenía que conseguir que la entendieran. ¿Cómo explicarles con la misma serenidad y aplomo con que se expresaba Jules que para ella era vital volver a casa?

Las palabras brotaron en tropel de su boca. Harta de intentar ser adulta, dio una patada en el suelo.

– Si intentan detenerme -avisó en tono ominoso-, me escaparé.

Se enderezó y se dirigió hacia la puerta. Ellos, que no habían hecho ademán de moverse, se quedaron mirándola, petrificados.

– ¡Espera!-le pidió Jules, al fin-. Aguarda un minuto.

– No, no voy a esperar. Me voy a la estación -dijo Sarah, con la mano en el pomo de la puerta.

– Ni siquiera sabes dónde está -le dijo Jules.

– La encontraré. Encontraré el camino.

Abrió el cerrojo.

– Adiós -les dijo a la pareja de ancianos-. Adiós, y gracias.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de la valla que rodeaba la granja. Había sido muy sencillo, pero al cruzar la cancela y agacharse para acariciarle la cabeza al perro, se dio cuenta de pronto de lo que había hecho. Ahora estaba sola, completamente sola. Se acordó del agudo chillido de Rachel, del ruido sordo y pesado de las botas al desfilar y de la risa escalofriante del teniente, y al hacerlo todo su coraje se desvaneció. Contra su voluntad, volvió la cabeza para mirar la casa.

Jules y Geneviève seguían observándola tras el cristal de la ventana, paralizados. Después se movieron, los dos a la vez, Jules para coger su gorra y Geneviève su bolso. Salieron corriendo al exterior y cerraron la puerta. Cuando la alcanzaron, Jules le puso la mano en el hombro.

– Por favor, no intenten detenerme -susurró Sarah, poniéndose colorada. Estaba contenta y enfadada al mismo tiempo por que la hubieran seguido.

– ¿Detenerte? -retrucó Jules con una sonrisa-. No pensamos detenerte, niña testaruda. Vamos contigo.

Nos dirigimos hacia el cementerio bajo un sol ardiente y seco. De repente me dieron arcadas y tuve que pararme para recuperar el aliento. Bamber parecía inquieto. Le rogué que no se preocupara, pues sólo era la falta de sueño. Una vez más pareció dudar, mas no hizo ningún comentario.

El cementerio era pequeño, pero nos llevó un buen rato encontrar alguna pista en él. Casi nos habíamos rendido cuando Bamber atisbó unos guijarros sobre una tumba. Era una tradición judía, por lo que nos acercamos. En la lápida lisa y blanca rezaba:

«Los veteranos judíos deportados erigieron este monumento diez años después de su internamiento para perpetuar la memoria de sus mártires, víctimas de la barbarie hitleriana. Mayo de 1941 – Mayo de 1951».

– ¡«Barbarie hitleriana»! -comentó Bamber con tonillo zumbón-. Suena como si los franceses no hubieran tenido nada que ver.

Había muchos nombres y fechas en la lápida. Me agaché para ver mejor. Se trataba de niños, de apenas dos o tres años, que habían perecido en el campo de internamiento entre julio y agosto de 1942. Los niños del Vel' d'Hiv'.

Desde el primer momento estuve convencida de que todo lo que había leído sobre la redada era cierto. Sin embargo, en aquel caluroso día de primavera, al contemplar la tumba, la cruda realidad me abrumó con toda su dureza.

Y supe que no descansaría, que jamás estaría tranquila hasta que averiguara cuál había sido el destino de Sarah Starzynski. Y qué era lo que los Tézac sabían y se resistían a contarme.

De vuelta al centro de la ciudad, nos cruzamos con un anciano que llevaba una cesta de verduras en la mano. Debía de tener unos ochenta años, tenía la cara redonda y colorada y el pelo totalmente cano. Cuando le pregunté si sabía dónde se encontraba el antiguo campo judío, nos miró con recelo.

34
{"b":"113322","o":1}