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Nunca había tenido una conversación semejante con Bertrand, ni había llegado a imaginar que envejecer supusiera un problema tan grave para él. «No quiero tener setenta años cuando mi hijo cumpla veinte», murmuraba una y otra vez. «No puedo, y no pienso hacerlo. Debes meterte esto en la cabeza, Julia. Si tienes ese hijo, vas a matarme. ¿Me oyes? Vas a matarme».

Respiré hondo. No sabía qué decirle a Bamber, ni por dónde empezar. ¿Cómo podía entenderlo alguien que era tan joven y tan distinto? Sin embargo, agradecía su simpatía y su interés, así que enderecé los hombros.

– Bueno, no voy a ocultártelo, Bamber -le dije sin mirarle, aferrando el volante con todas mis fuerzas-. He pasado una noche de aúpa.

– ¿Tu marido? -preguntó, tanteándome.

– En efecto, mi marido -respondí.

Asintió. Después se volvió hacia mí.

– Julia, si quieres hablar de ello, cuenta conmigo -dijo con el mismo tono contundente y solemne con el que Churchill había asegurado: «Nunca nos rendiremos».

No pude contener una sonrisa.

– Gracias, Bamber. Eres un buen tío.

Sonrió.

– ¿Qué tal en Drancy?

Solté un gemido.

– Oh, Dios, ha sido horrible. Es el sitio más deprimente que te puedas imaginar. ¿Te puedes creer que hay gente viviendo allí? Fui con un amigo cuya familia fue deportada desde allí. No vas a disfrutar tomando fotos de Drancy, créeme. Es diez veces peor que la calle Nélaton.

Salí de París por la A-6. Por suerte, no había mucho tráfico a esa hora del día. Íbamos callados. Me di cuenta de que tenía que hablar con alguien sobre el bebé, y pronto. No podía seguir guardándomelo. ¿Charla? Era demasiado temprano para llamarla. En Nueva York apenas eran las seis de la mañana, aunque su jornada como implacable abogada de éxito estaba a punto de empezar. Tenía dos niños pequeños que eran el vivo retrato de su ex marido, Ben. Ahora tenía un nuevo esposo, Barry, que era un tipo encantador y trabajaba con ordenadores, pero yo aún no lo conocía demasiado.

Me moría por escuchar la voz de Charla, la forma tan cálida y afable en que decía «¡Hola!» por el teléfono cuando sabía que era yo. Charla y Bertrand nunca habían congeniado. Digamos que se toleraban, y había sido así desde el principio. Yo sabía lo que Bertrand pensaba de Charla: La típica americana, guapa, brillante, arrogante y feminista. Y ella de él: El típico franchute, atractivo, chauvinista y engreído. Echaba de menos a Charla. Me encantaban su vitalidad, su risa, su sinceridad. Cuando me vine de Boston a París, hace ya muchos años, ella aún no había cumplido los veinte. Al principio no la añoré demasiado; al fin y al cabo, sólo era mi hermana pequeña. Ahora era cuando la echaba de menos. Muchísimo.

– Mmm… -sonó la voz suave de Bamber-. ¿Ésa no era nuestra salida?

Lo era.

– ¡Mierda! -dije.

– No importa -me tranquilizó Bamber mientras se peleaba con el mapa-. La siguiente también nos va bien.

– Lo siento -murmuré-. Estoy un poco cansada.

Me sonrió con gesto comprensivo y mantuvo la boca cerrada. Eso era algo que me gustaba de Bamber.

Beaune-la-Rolande estaba cerca, una ciudad sombría perdida entre los trigales. Aparcamos en el centro, junto a la iglesia y el ayuntamiento. Dimos una vuelta y Bamber sacó algunas fotos. Había poca gente; era un lugar triste y solitario.

Había leído que el campo estaba situado en la zona nordeste, y que en los años sesenta habían construido en él una escuela técnica. El campo estaba a unos tres kilómetros de la estación, justo en el otro extremo de la ciudad lo que significaba que las familias deportadas tuvieron que atravesar andando el corazón de Beaune-la-Rolande. Pensé que tenían que quedar personas que lo recordaran, y se lo dije a Bamber; vecinos que se habían asomado a la ventana o al umbral de la puerta para ver desfilar esas hileras interminables de gente.

La estación de tren ya no prestaba servicio. La habían renovado y transformado en una guardería, lo cual no dejaba de ser una enorme ironía, me dije al ver a través de las ventanas los dibujos de colores y los animales de peluche. Un grupo de niños pequeños jugaba en un área vallada a la derecha del edificio.

Una mujer de cerca de treinta años con un crío en brazos salió a preguntarme si quería algo. Le contesté que era periodista y que buscaba información sobre el antiguo campo de internamiento que se levantaba en aquel lugar en los años cuarenta. La mujer no había oído hablar de él en su vida. Yo señalé el cartel sobre la puerta de la guardería.

«En memoria de los miles de niños, mujeres y hombres judíos que entre mayo de 1941 y agosto de 1943 pasaron por esta estación y el campo de internamiento de Beaune-la-Rolande antes de ser deportados al campo de exterminio de Auschwitz, donde fueron asesinados. Que no se olvide jamás».

La mujer se encogió de hombros, sonriéndome con aire de disculpa. No lo sabía. Era demasiado joven, al fin y al cabo. Aquello había ocurrido mucho antes de que ella naciera. Le pregunté si la gente iba a la estación a ver el cartel. Me contestó que ella sólo llevaba un año trabajando allí, pero que nunca había visto a nadie.

Bamber tomaba fotografías mientras yo rodeaba el achaparrado edificio blanco. El nombre de la ciudad figuraba grabado en letras negras a ambos lados de la estación. Me asomé por encima de la valla.

Los viejos raíles estaban sembrados de maleza, pero seguían en su sitio, con sus traviesas de madera y su acero oxidado. Sobre aquellos rieles abandonados habían rodado muchos trenes con destino a Auschwitz. Al mirar las traviesas se me encogió el corazón, y de pronto sentí que me costaba mucho respirar.

El 5 de agosto de 1942 el convoy número 15 había llevado a los padres de Sarah Starzynski directos a la muerte.

Sarah durmió mal aquella noche. Escuchaba los gritos de Rachel una y otra vez. Se preguntó dónde estaría ahora su compañera, y cómo se encontraría. ¿La estarían cuidando, ayudándola a reponerse? ¿Adónde se habían llevado a todas esas familias judías? ¿Qué habían hecho con sus padres y con los niños del campo de Beaune?

Tendida boca arriba en la cama, Sarah escuchaba el silencio de la vieja casa. Tenía tantas preguntas, y ninguna respuesta. Antes, su padre le resolvía todas sus dudas: por qué el cielo es azul, de qué están hechas las nubes, cómo vienen al mundo los bebés. Por qué hay mareas en el océano, cómo crecen las flores, por qué la gente se enamora. Siempre se tomaba su tiempo para contestarle, con paciencia y con calma, usando palabras sencillas y claras. Jamás le decía que no tenía tiempo, ya que le encantaba que no dejara de hacerle preguntas, y decía que era una niña muy inteligente.

Pero también recordó que últimamente su padre había dejado de contestar a sus preguntas acerca de la estrella amarilla, la prohibición de ir al cine o a la piscina municipal, el toque de queda, o incluso ese alemán que odiaba a los judíos y cuyo solo nombre la hacía estremecerse. No, su padre no respondía, y se limitaba a quedarse pensativo y callado. Cuando, justo antes de que vinieran a arrestarlos en aquel jueves negro, ella volvió a preguntarle por segunda o tercera vez en qué consistía exactamente ser judío para que los demás los odiaran tanto (Sarah no podía creer que les tuvieran miedo porque eran «diferentes»), su padre desvió la mirada, como si no la hubiese oído, pero ella sabía que la había escuchado perfectamente.

No quería pensar en su padre. Le causaba demasiado dolor. Ni siquiera recordaba la última vez que le había visto. Sí, había sido en el campo, pero ¿cuándo exactamente? Lo había olvidado. En el caso de su madre sí recordaba la última vez que había visto su cara: fue cuando ella se dio la vuelta, mientras se alejaba con las otras mujeres que caminaban entre sollozos por el largo y polvoriento camino que conducía a la estación. Sarah tenía una imagen nítida grabada en la cabeza, como una fotografía. El semblante pálido de su madre, sus ojos asombrosamente azules. El fantasma de una sonrisa.

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