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Las lágrimas resbalaban por las arrugadas mejillas de Geneviève. Sin dejar de menear la cabeza, afligida, agarró la mano de Jules y la apretó.

– Dios mío, ¿adónde va a llegar este país?

Geneviève le hizo una seña a la chica para que se acercara y cogió su mano entre sus dedos curtidos y ajados. Me han salvado, pensó la chica. Me han salvado la vida. A lo mejor alguien como ellos ha salvado a Michel, a papá y a mamá. Quizás aún haya esperanza.

– ¡Mi pequeña Sirka! -dijo Geneviève con un suspiro, retorciéndose los dedos-. Has sido muy valiente ahí abajo.

La chica sonrió. Fue una sonrisa hermosa y llena de coraje que conmovió el alma de los dos viejos.

– Por favor -les dijo-, no me llamen Sirka. Ese era mi nombre de bebé.

– Y entonces, ¿cómo tenemos que llamarte? -preguntó Jules.

La chica cuadró los hombros y levantó la barbilla. -Me llamo Sarah Starzynski.

Al salir del apartamento, donde estuve comprobando con Antoine la marcha de las obras, me detuve en la calle Bretagne. El taller mecánico aún seguía allí. También había una placa en la que se recordaba que las familias judías del distrito III habían estado allí la mañana del 16 de julio de 1942, antes de que los trasladaran al Vel' d'Hiv' para deportarlos a los campos de concentración. Aquí fue donde comenzó la odisea de Sarah, me dije. ¿Cómo acabó?

Mientras estaba allí, ajena al tráfico, pensé que casi podía ver a Sarah bajando la calle de Saintonge aquella calurosa mañana de julio con sus padres y los gendarmes. Sí, podía verlo todo. Cómo los metían a empujones en el taller, justo allí donde me encontraba en aquel momento. Podía ver la preciosa cara en forma de corazón de la niña, su perplejidad y su miedo. El pelo liso recogido con un lazo, los ojos rasgados color turquesa. Sarah Starzynski. ¿Seguiría viva? Calculé que ahora tendría setenta años. No, seguro que no. Sin duda había desaparecido de la faz de la tierra, con el resto de los niños del Vel' d'Hiv'. Jamás había regresado de Auschwitz. Sólo era un puñado de ceniza.

Salí de la calle Bretagne y volví al coche. Al más puro estilo americano, nunca había sido capaz de acostumbrarme a conducir un vehículo con marchas. Mi coche era un modelo automático japonés del que Bertrand se burlaba. Nunca lo utilizaba para conducir por París: la red de metro y de autobús era excelente, por lo que no sentía la necesidad de coger el coche para moverme por la ciudad. Bertrand se burlaba de eso también.

Bamber y yo íbamos a visitar Beaune-la-Rolande aquella tarde. Estaba a una hora en coche de París. Por la mañana había estado en Drancy con Guillaume. Se hallaba muy cerca de París, incrustado entre los grises y destartalados suburbios de Bobigny y Pantin. Durante la guerra, más de sesenta trenes salieron de Drancy, situado justo en el corazón del sistema ferroviario francés, con destino a Polonia. Cuando pasábamos al lado de una gran escultura de estilo moderno construida en conmemoración de aquello, me di cuenta de que ahora el campo de concentración estaba habitado. Había mujeres que paseaban con cochecitos de bebé y perros, niños que corrían y gritaban, cortinas que ondeaban al viento, plantas que crecían en los alféizares. Me quedé estupefacta. ¿Cómo podía vivir alguien entre esas paredes? Le pregunté a Guillaume si ya lo sabía, y él asintió. Al verle la cara, supe que estaba muy afectado. Toda su familia había sido deportada desde aquel campo. No debía resultar fácil para él visitarlo, pero había insistido en acompañarme.

El conservador del Museo Conmemorativo de Drancy era un tal Menetzky, un hombre de mediana edad y aspecto cansado. Nos esperaba en el exterior del pequeño museo, que sólo se abría si se concertaba una cita por teléfono. Recorrimos lentamente aquella habitación pequeña y sencilla, viendo fotos, artículos y mapas. Había algunas estrellas amarillas expuestas tras un panel de cristal. Era la primera vez que veía una auténtica. Me impresionó, y también me puso enferma.

El campo apenas había cambiado en los últimos sesenta años. La gigantesca construcción de cemento en forma de U, construida a finales de los años treinta como un innovador proyecto residencial y requisado por el gobierno de Vichy en 1941 para deportar judíos, albergaba ahora a cuatrocientas familias alojadas en diminutos apartamentos, como había venido ocurriendo desde 1947. Drancy tenía los alquileres más baratos del extrarradio.

Le pregunté al lúgubre señor Meneztky si los residentes de la Cité de la Muette (el nombre de aquel sitio, por extraño que parezca, significaba «Ciudad de la Muda») tenían idea de dónde vivían. Él negó con la cabeza. La mayoría eran jóvenes y, según él, ni lo sabían ni les importaba. También le pregunté si el monumento recibía muchos visitantes y él contestó que los colegios mandaban a sus alumnos, y que a veces venían turistas. Hojeamos el libro de visitas. «A Paulette, mi madre. Te quiero, y jamás te olvidaré. Vendré aquí todos los años para rendirte homenaje. En 1944 saliste de aquí para ir a Auschwitz, de donde nunca regresaste. Tu hija, Danielle». Sentí que los ojos me escocían por las lágrimas.

Después nos enseñó el vagón para el transporte de ganado que estaba situado en medio de un prado, fuera del museo. Se encontraba cerrado, pero el conservador tenía la llave. Traté de imaginar el vagón atestado de gente, aplastándose unos a otros, niños pequeños, abuelos, padres de mediana edad, adolescentes, todos camino de la muerte. Guillaume estaba pálido. Luego, me confesó que nunca se había atrevido a entrar en el vagón. Le pregunté si se encontraba bien. Asintió, pero se notaba que estaba destrozado.

Mientras nos alejábamos del edificio, con una pila de folletos y libros debajo del brazo que el conservador me había dado, cavilé acerca de todo lo que sabía de Drancy, un lugar inhumano del que, durante los años del terror, no dejaron de salir trenes cargados de judíos con destino a Polonia.

No podía desterrar de la mente las desgarradoras descripciones sobre los cuatro mil niños del Vel' d'Hiv' que habían llegado aquí sin sus padres a finales del verano del 42, sucios, enfermos y famélicos. ¿Estaba Sarah entre ellos? ¿Había partido hacia Auschwitz, aterrorizada y sola en un vagón de ganado lleno de desconocidos?

Bamber me aguardaba enfrente de nuestra oficina. Después de colocar su equipo fotográfico en el asiento de atrás, dobló su cuerpo larguirucho para acomodarse en el del copiloto. Entonces me miró, y me di cuenta de que algo le preocupaba. Me apretó el antebrazo en un gesto de cariño.

– ¿Te encuentras bien, Julia?

Supuse que las gafas de sol no ayudaban: llevaba escrito en la cara que había pasado una noche espantosa. Había estado discutiendo con Bertrand hasta la madrugada, y, cuanto más hablábamos, más inflexible se volvía. No, no quería tener ese bebé. Para él, aún no llegaba a la categoría de bebé, y ni siquiera era un ser humano. Tan sólo una pequeña simiente, menos que nada. No quería a aquel hijo, era demasiado para él. Para mi asombro, se le quebró la voz. De pronto, su cara parecía devastada por el tiempo, vieja. ¿Dónde estaba mi displicente, vanidoso e irreverente marido? Me quedé mirándole, estupefacta. Si decidía tenerlo contra su voluntad, me dijo con voz ronca, sería el fin. «¿El fin de qué?», le pregunté atónita. «El fin de lo nuestro», contestó con aquella horrible voz rota que yo no reconocía. El fin de nuestro matrimonio. Nos quedamos callados, mirándonos mutuamente sobre la mesa de la cocina. Le pregunté por qué le aterraba tanto que el bebé naciera. Dejó de mirarme, suspiró y se frotó los ojos. Me dijo que se estaba haciendo viejo. Se acercaba a los cincuenta. Eso en sí ya era terrible. Envejecer. Soportar la presión del trabajo para mantener a raya a los chacales jóvenes, competir con ellos día tras día. Y, sobre todo, ver cómo se desvanecía su atractivo. Era incapaz de aceptar el rostro que veía en el espejo cada mañana.

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