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– ¿Entendido? Es muy importante. Debes hacerte invisible por si alguien baja al sótano.

La muchacha se quedó paralizada durante unos instantes y exclamó:

– ¡Vienen los alemanes!

Antes de que Jules y Geneviève pudieran pronunciar una palabra, el perro ladró, y los tres dieron un respingo. Jules hizo una seña a la chica, apuntando hacia la trampilla. Ella obedeció al instante, y bajó a la bodega. Olía a humedad y estaba tan oscura que no veía nada, pero consiguió encontrar los sacos de patatas, que estaban en la parte trasera, por el tacto áspero de la arpillera. Había varios, apilados unos encima de otros. Abrió un hueco entre ellos y se coló. Al hacerlo, un saco se abrió y las patatas rodaron con estrépito en una serie de golpes rápidos y sordos. Se apresuró a amontonarlas por encima y alrededor de su cuerpo.

Fue entonces cuando resonaron los pasos, fuertes y rítmicos. Ya los había oído antes en París, por la noche, después del toque de queda, y conocía perfectamente su significado. En aquella ocasión, se había asomado a la ventana y había visto a los soldados que caminaban con sus cascos redondos, bajo la tenue iluminación de la calle, desfilando con movimientos precisos.

Así que eran soldados que marchaban en dirección a la casa. A juzgar por los pasos, debían de ser una docena. Oyó la voz de un hombre, amortiguada, aunque lo bastante clara para distinguir que hablaba en alemán.

Los alemanes habían venido a por Rachel y a por ella. Notó que se le aflojaba la vejiga.

Justo sobre su cabeza sonaron unos pasos, y el murmullo de una conversación que no acababa de captar. Después, escuchó la voz de Jules:

– Sí, teniente, tenemos una niña indispuesta.

– ¿Una niña aria enferma, señor? -preguntó una voz gutural con marcado acento extranjero.

– Una niña que se encuentra grave, teniente.

– ¿Dónde está?

– Arriba. -La voz de Jules sonaba cansada.

Oyó retemblar el techo de la bodega bajo el peso de las botas, y luego, el débil chillido de su compañera de fuga en el piso de arriba. Los alemanes la sacaron de la cama; Rachel gemía, demasiado débil para intentar defenderse.

La niña se tapó los oídos con las manos. No quería ni podía escuchar más. De pronto, se sintió algo más protegida en el silencio que ella misma había creado.

Tumbada entre las patatas, vislumbró un rayo de luz que atravesaba la oscuridad. Alguien había abierto la trampilla y bajaba por las escaleras del sótano. Se destapó los oídos.

– Ahí abajo no hay nadie -oyó decir a Jules-. La pequeña estaba sola. La encontramos en la caseta del perro.

La chica escuchó a Geneviève sonarse la nariz. Luego, su voz, llorosa y cascada.

– ¡Por favor, no se lleven a la pequeña! ¡Está muy enferma!

La respuesta gutural fue irónica.

– Madame, la cría es una judía. Lo más probable es que haya escapado de uno de los campos cercanos. No tiene motivos para estar en su casa.

Observó el parpadeo anaranjado de una linterna que bajaba poco a poco por las escaleras de la bodega, acercándose cada vez más. Luego, aterrada, vio la enorme sombra negra de un soldado, recortada como un dibujo animado. Venía a por ella, iba a atraparla. Intentó encogerse todo lo que pudo y contuvo la respiración. Su corazón prácticamente había dejado de latir.

¡No, no iban a encontrarla! Era injusto, no había derecho a que la encontraran. Ya tenían a la pobre Rachel, ¿no les bastaba con eso? ¿Y dónde se la habían llevado? ¿La tenían fuera, en una camioneta, con los soldados? ¿Se habría desmayado? Se preguntó si la llevarían a un hospital o de regreso al campo. ¡Malditos monstruos sanguinarios! Odiaba a esos bastardos, deseaba que se murieran todos. Utilizó todas las palabrotas que conocía, todos los tacos que su madre le había prohibido pronunciar. ¡Cabrones hijos de puta! Gritó mentalmente todas las palabras malsonantes que se le pasaron por la cabeza, tan alto como se lo permitió su imaginación, apretando los párpados para no ver el rayo de luz que se aproximaba y que pasaba por encima de los sacos donde estaba escondida. No la encontrarían nunca. Hijos de puta, mamones.

Resonó de nuevo una voz, la de Jules, mientras decía:

– Aquí abajo no hay nadie, teniente. Estaba sola y apenas se tenía de pie, teníamos que atenderla.

La voz del teniente le llegó como un zumbido de moscas:

– Sólo estamos comprobando. Vamos a echar un vistazo a su bodega, y luego tendrán que acompañarnos a la Kommandantur.

Mientras el haz de luz pasaba sobre su cabeza, la chica intentó no moverse ni respirar.

– ¿Acompañarles? -La voz de Jules sonaba perpleja-. Pero ¿por qué?

Entonces surgió la voz de Geneviève, sorprendentemente serena. Parecía que había dejado de llorar.

– Usted mismo ha podido comprobar que no la escondíamos teniente. Nos limitamos a cuidarla, eso es todo. Era incapaz de hablar, por lo que ni siquiera sabemos su nombre.

– Claro -siguió Jules-, incluso hemos avisado a un médico. No la estábamos ocultando.

Hubo una pausa. La muchacha oyó toser al teniente.

– En efecto, eso es lo que nos ha contado Guillemin, que ustedes no la encubrían. Eso nos ha dicho el buen Herr doktor.

La niña notó que alguien movía las patatas que había sobre su cabeza. Se quedó quieta como una estatua y contuvo el aliento. Le picaba la nariz y tenía ganas de estornudar.

Volvió a escuchar la voz de Geneviève, serena, utilizando un tono animado y casi duro que no le había oído hasta ese momento.

– ¿Les apetece una copa de vino, caballeros?

Las patatas dejaron de moverse a su alrededor.

Arriba, el teniente soltó una risotada.

– ¿Vino? Jawohl! *

– ¿Y un poco de paté? -preguntó Geneviève en el mismo tono.

Los pasos se retiraron escaleras arriba y la trampilla se cerró de un portazo. La chica casi se desmayó de alivio. Se rodeó con sus propios brazos, con la cara empapada de lágrimas. ¿Cuánto tiempo estuvieron arriba, chocando los vasos, arrastrando los pies y riendo a carcajadas? A ella se le hizo interminable. Le pareció que las voces del teniente eran cada vez más alegres, e incluso le llegó un tremendo eructo. A Jules y a Geneviève no se les oía. ¿Seguirían arriba? Se moría de ganas de saber qué estaba pasando, pero sabía que debía quedarse allí hasta que Jules o Geneviève bajaran a buscarla. Tenía los brazos y las piernas dormidos, pero no se atrevía a moverse.

Por fin la casa se quedó en silencio. El perro ladró una vez, y después se calló. La chica aguzó el oído y se preguntó si los alemanes se habrían llevado a Jules y Geneviève y la habrían dejado sola en la casa. Después oyó el sonido ahogado de unos sollozos. La trampilla rechinó al abrirse y la voz de Jules la llamó:

– ¡Sirka! ¡Sirka!

Cuando se incorporó, le dolían las piernas, tenía los ojos irritados por el polvo y las mejillas húmedas y sucias. Vio que Geneviève había roto a llorar y tenía la cara enterrada entre las manos, mientras Jules intentaba consolarla. La chica los miraba con impotencia. La señora levantó la vista. Su cara parecía haberse hundido y envejecido de golpe.

– Se han llevado a esa niña para matarla -susurró- No sé dónde ni cómo, pero estoy segura de que morirá. No han querido hacernos caso. Hemos intentado emborracharles, pero el vino no se les ha subido. A nosotros nos han dejado en paz, pero se han llevado a Rachel.

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* Sí. A la orden. [N. del T.]

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