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– A veces, miss Jarmond, bucear en el pasado puede ser delicado. Se encuentran sorpresas desagradables. La verdad es más dura que la ignorancia.

Asentí.

– Ya me he dado cuenta de eso -admití-, pero necesito saber.

Me miró fijamente.

– Le daré el apellido. Pero lo sabrá usted y sólo usted. No debe aparecer en su revista. ¿Me da su palabra?

– Sí -respondí, impresionada por su solemnidad.

Él se volvió hacia el ordenador.

– Dígame la dirección, por favor.

Se la dicté.

Sus dedos teclearon con rapidez y el ordenador emitió un leve chasquido. El corazón me latía con fuerza. Entonces la impresora chirrió y escupió una hoja. Franck Lévy me la entregó sin decir una palabra. Leí:

«Calle de Saintonge, 26.

75003 París»

STARZYNSKI

Wladyslaw, nacido en Varsovia en 1910. Arrestado el 16 de julio de 1942. Taller mecánico en la calle Bretagne. Vel' d'Hiv'. Beaune-la-Rolande. Convoy número 15, 5 de agosto de 1942.

Rywka, nacida en Okuniev en 1912. Arrestada el 16 de julio de 1942. Taller mecánico en la calle Bretagne. Vel' d'Hiv'. Beaune-la-Rolande. Convoy número 15, 5 de agosto de 1942.

Sarah, nacida en el distrito XII de París en 1932. Arrestada el 16 de julio de 1942. Taller mecánico en la calle Bretagne. Vel' d'Hiv'. Beaune-la-Rolande.

La impresora emitió un nuevo chirrido.

– Una fotografía -anunció Franck Lévy.

La observó antes de dármela.

Era una niña de diez años. Leí el pie de foto: junio de 1942. Se la habían hecho en el colegio, en la calle Blancs-Manteaux, justo al lado de la calle Saintonge.

La niña tenía los ojos rasgados, de color claro. Podían ser azules o verdes. El pelo, también claro, le llegaba a los hombros, y llevaba un lazo un poco torcido. Su sonrisa era bonita y algo tímida, y tenía la cara ovalada en forma de corazón. Estaba sentada en su pupitre del colegio, con un libro abierto, y en el pecho llevaba cosida la estrella.

Sarah Starzynski. Un año menor que Zoë.

Volví a mirar la lista de nombres. No necesitaba preguntar a Franck Lévy adónde se dirigía el convoy número 15 que salió de Beaune-la-Rolande. Sabía que su destino había sido Auschwitz.

– ¿Qué hay de ese taller de la calle Bretagne? -le pregunté.

– Allí fue donde reunieron a la mayoría de los judíos que vivían en el distrito III antes de llevarlos a la calle Nélaton, al Velódromo.

Me di cuenta de que detrás del nombre de Sarah no se mencionaba ningún convoy. Se lo señalé a Franck Lévy.

– Eso significa que no estaba en ninguno de los trenes que salió para Polonia. Al menos, que sepamos.

– ¿Pudo haber escapado?-pregunté.

– Es difícil saberlo. Unos cuantos niños se escaparon de Beaune-la-Rolande, y fueron rescatados por los granjeros franceses de los alrededores. A otros niños, que eran mucho más pequeños que Sarah, los deportaron sin molestarse en aclarar su identidad. En ese caso aparecen en la lista como: «Un niño, Pithiviers». Por desgracia, no puedo contarle lo que le ocurrió a Sarah Starzynski, miss Jarmond. Todo cuanto estoy en condiciones de asegurarle es que, al parecer, no llegó a Drancy con los demás niños de Beaune-la-Rolande y Pithiviers, pues no consta en los archivos del campo.

Volví a mirar aquel rostro hermoso e inocente.

– ¿Qué le pasaría? -murmuré.

– La última pista sobre ella está en Beaune. A lo mejor la rescató alguna familia de las inmediaciones, y permaneció escondida durante la guerra con otro nombre.

– ¿Ocurría a menudo?

– Sí. Hubo un buen número de niños judíos que sobrevivieron gracias a la ayuda y la generosidad de algunas familias francesas o de instituciones religiosas.

Me quedé mirándole.

– ¿Cree que Sarah Starzynski se salvó? ¿Cree que logró sobrevivir?

Él bajó la mirada y contempló la fotografía de aquella niña adorable y sonriente.

– Espero que sí -repuso-, pero al menos usted ya sabe lo que quería, quién vivía en su apartamento.

– Sí -contesté-. Muchas gracias. Pero aún me pregunto cómo la familia de mi marido pudo vivir allí después del arresto de los Starzynski. No consigo entenderlo.

– No debe juzgarlos con tanta dureza -me advirtió Franck Lévy-. Sin duda, una gran cantidad de parisinos se mostraron indiferentes, pero no olvide que la ciudad estaba ocupada y la gente temía por sus vidas. Eran tiempos muy distintos.

Al salir de la oficina de Franck Lévy, me sentí frágil de pronto, al borde del llanto. Había sido un día difícil, agotador. Mi mundo se cerraba en torno a mí, presionándome por los cuatro costados. Bertrand, el bebé, la decisión imposible que debía tomar. La conversación que iba a tener con mi marido esa misma noche.

Para colmo, estaba el misterio que envolvía al apartamento de la calle Saintonge. La familia Tézac mudándose allí a toda prisa tras el arresto de los Starzynski. Mamé y Edouard sin querer hablar de ello. ¿Por qué? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué querían ocultarme?

Mientras caminaba hacia la calle Marbeuf, me sentía aplastada por un peso enorme, una carga que no podía afrontar.

Más tarde, por la noche, me reuní con Guillaume en el Select. Nos sentamos cerca de la barra, lejos del ruido de la terraza. Guillaume llevaba un par de libros. Yo estaba encantada: eran justo los que me había resultado imposible conseguir, en especial uno sobre los campos de prisioneros de Loiret, así que se lo agradecí de corazón.

No tenía pensado contarle nada sobre lo que había descubierto aquella tarde, pero de pronto me encontré soltándolo todo. Guillaume escuchó con atención cada palabra que dije. Cuando acabé, me dijo que su abuela le había contado que tras la redada habían saqueado muchas viviendas judías. La policía había clausurado otras con precintos que acabaron rompiendo meses o años después, cuando fue evidente que nadie iba a volver a esos apartamentos. Según la abuela de Guillaume, la policía recibía la estrecha colaboración de los concierges, que eran capaces de encontrar rápidamente nuevos inquilinos recurriendo al boca a boca. Probablemente, eso era lo que había ocurrido con mi familia política.

– ¿Por qué es tan importante para ti, Julia? -me preguntó Guillaume, al fin.

– Quiero saber qué fue de esa niña.

Guillaume clavó en mí sus ojos oscuros y penetrantes.

– Entiendo, pero ten cuidado al interrogar a la familia de tu marido.

– Sé que ocultan algo. Y quiero saber qué es.

– Ten cuidado, Julia -repitió. Sonreía, pero sus ojos permanecían serios-. Estás jugando con la caja de Pandora. A veces, es mejor no abrirla; a veces, es mejor no saber.

Era lo mismo que, por la mañana, me había dicho Franck Lévy.

Durante diez minutos, Jules y Geneviève recorrieron la casa de arriba abajo como animales enjaulados, sin hablar y retorciéndose las manos, atormentados. Intentaron trasladar a Rachel y llevarla a la planta de abajo, pero estaba demasiado débil, así que al final la dejaron en la cama. Jules hacía todo lo posible por tranquilizar a Geneviève, sin mucho éxito: cada pocos minutos, la mujer se desplomaba sobre la silla o el sofá más cercanos y rompía a llorar.

La chica los seguía como un cachorrillo inquieto, pero ellos no contestaban a ninguna de sus preguntas. Advirtió que Jules se asomaba una y otra vez a la ventana para vigilar la entrada. La chiquilla sintió que el miedo le atenazaba el corazón.

Al caer la noche, Jules y Geneviève se sentaron frente a frente ante la chimenea. Parecían algo más calmados y serenos, pero ella se dio cuenta de que a Geneviève le temblaban las manos. Ambos estaban pálidos y no hacían más que mirar al reloj.

En un momento dado, Jules se volvió hacia la niña y, en tono apacible, le pidió que bajara a la bodega, donde había unos sacos de patatas enormes. Jules quería que se encaramara a uno de ellos y se escondiera lo mejor posible.

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