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Una pausa transatlántica.

– Se lo vas a decir, ¿no?

– Desde luego. Tendré que hacerlo en algún momento.

Después de la conversación con mi hermana me quedé tumbada en el sofá durante un buen rato, con la mano sobre la tripa a modo de escudo protector. Poco a poco, sentí que recuperaba la vitalidad.

Como siempre, pensé en Sarah Starzynski, y en lo que sabía sobre ella. No había tenido necesidad de grabar a Gaspard Dufaure ni tomar notas. Llevaba escrito en mi mente la entrevista que había tenido lugar en…

***

… una casita coqueta en las afueras de Orleans, rodeada por primorosos arriates. Recordaba a la perfección el perro viejo y cachazudo al que le fallaba la vista…

… la señora menuda que cortaba verduras junto al fregadero y me saludó con la cabeza al entrar.

… la mano sembrada de venas azules con la que Gaspard Dufaure palmeaba la cabeza arrugada del perro, su voz áspera y, sobre todo, lo que me contó.

– Mi hermano y yo sabíamos que había habido problemas durante la guerra, pero aún éramos muy jóvenes y no comprendíamos del todo qué era lo que había pasado. Hasta que no murieron mis abuelos no supe, por mi padre, que Sarah Dufaure se llamaba en realidad Sarah Starzynski, y que era judía. Mis abuelos la tuvieron escondida durante todos esos años. Había algo triste en Sarah, no era una persona alegre ni extrovertida, y resultaba difícil comunicarse con ella. Nos habían contado que mis abuelos la habían adoptado porque durante la guerra perdió a sus padres, y eso era todo lo que sabíamos, pero resultaba obvio que era diferente. Cuando venía a la iglesia con nosotros, nunca movía los labios en el Padrenuestro. Nunca rezaba ni se acercaba a recibir la comunión, y se quedaba mirando la hostia consagrada con una expresión gélida que me ponía los pelos de punta. Mis abuelos se limitaban a sonreír y nos decían que la dejáramos en paz, y mis padres hacían lo mismo. Poco a poco, Sarah fue formando parte de nuestra vida, y se convirtió en la hermana mayor que nunca tuvimos. Cuando creció, se convirtió en una joven adorable y melancólica. Era muy seria y madura para su edad. A veces, después de la guerra, íbamos a París con mis padres, pero Sarah nunca quería venir con nosotros. Decía que odiaba París y que no quería volver allí en su vida.

– ¿Le habló alguna vez de su hermano o de sus padres?

Gaspard meneó la cabeza.

– Jamás. Me enteré de lo que le había pasado a su hermano gracias a que mi padre me lo contó hace cuarenta años. Pero mientras viví con ella, nunca lo supe.

Nathalie Dufaure nos interrumpió.

– ¿Qué le pasó a su hermano? -preguntó.

Gaspard Dufaure miró primero a su nieta, fascinada por su relato, y a continuación a su esposa, que no había dicho ni media palabra durante toda la conversación y que en ese momento lo miró con gesto benévolo.

– Te lo contaré en otro momento, Natou. Es una historia muy triste.

Hubo una pausa larga.

– Monsieur Dufaure -le dije-, necesito saber dónde está ahora Sarah Starzynski. Por eso he venido a verlo. ¿Podría ayudarme?

Gaspard Dufaure se rascó la cabeza y me lanzó una mirada interrogante.

– Lo que me gustaría saber, mademoiselle Jarmond -repuso él con una sonrisa irónica-, es por qué esto es tan importante para usted.

***

El teléfono volvió a sonar. Era Zoë, desde Long Island. Lo estaba pasando muy bien, el tiempo era estupendo, se estaba poniendo morena, tenía una bici nueva y su primo Cooper era «guay», pero me echaba de menos. Le dije que yo también la extrañaba, y que estaría con ella en menos de diez días. Luego bajó la voz y me preguntó si había hecho algún progreso en mis pesquisas sobre Sarah Starzynski. No pude evitar sonreír al escuchar el tono tan serio en que me lo preguntó. Le respondí que sí, que había hecho avances y que pronto se los contaría.

– Pero mamá, ¿qué has averiguado? -musitó-. Quiero saberlo. ¡Dímelo, anda!

– Está bien -dije, rindiéndome ante su entusiasmo-. Hoy he hablado con un hombre que conoció bien a Sarah de joven. Me ha dicho que Sarah se marchó de Francia en 1952 y se fue a Nueva York, para trabajar de niñera con una familia americana.

Zoë soltó un gritito.

– ¿Quieres decir que está en Estados Unidos?

– Eso creo -le respondí.

Un breve silencio.

– ¿Y cómo vas a encontrarla aquí, mamá? -Su voz parecía ahora menos alegre-. Estados Unidos es mucho más grande que Francia.

– Dios proveerá, cariño -le contesté con un suspiro. Le mandé un beso por el teléfono, le dije que la quería mucho y colgué.

***

«Lo que me gustaría saber, mademoiselle Jarmond, es por qué esto es tan importante para usted». En ese mismo momento, sin pensármelo, tomé la resolución de contarle a Gaspard Dufaure toda la verdad. Cómo había aparecido Sarah Starzynski en mi vida, cómo había descubierto su terrible secreto y qué relación tenía con mi familia política. También le expliqué que, ahora que conocía los acontecimientos del verano de 1942 (el Vel' d'Hiv', el campo de Beaune-la-Rolande), y ciertos acontecimientos privados (la muerte del pequeño Michel Starzynski en la vivienda de los Tézac), encontrar a Sarah se había convertido en un objetivo primordial, algo en lo que estaba dispuesta a poner todo mi empeño.

Gaspard Dufaure se quedó sorprendido ante mi obstinación. Encontrarla, por qué, para qué, me preguntó, sacudiendo el pelo gris. Yo le contesté: Para decirle que a nosotros sí nos importa, que no hemos olvidado. «Nosotros -repitió sonriendo-. Dígame, ¿quiénes somos "nosotros", el pueblo francés?». Y entonces le respondí, algo molesta por su sonrisa: «No, yo, soy yo, me refiero a mí. Quiero decirle que lo lamento, que nunca olvidaré la redada, el campo de prisioneros, la muerte de Michel ni el tren a Auschwitz que se llevó a sus padres para siempre». «¿Qué tiene que lamentar usted, una americana? -continuó-, sus compatriotas liberaron Francia en julio de 1944». No tenía nada de lo que arrepentirme, me dijo con una carcajada.

Lo miré directa a los ojos.

– Me arrepiento de no haberme enterado antes. Me arrepiento de haber estado cuarenta y cinco años sumida en la ignorancia.

Sarah se había marchado de Francia a finales de 1952, se había embarcado rumbo a América.

– ¿Por qué eligió Estados Unidos? -quise saber.

– Nos dijo que quería marcharse a un lugar que no estuviese contaminado por el Holocausto de la forma en que lo estaba Francia. Todos nos disgustamos mucho, sobre todo mis abuelos. La querían como a la hija que nunca tuvieron. Pero ella no lo dudó: se fue y nunca volvió. Al menos que yo sepa.

– ¿Y qué pasó con ella? -le pregunté. Sonaba igual que Nathalie, con el mismo entusiasmo y el mismo fervor.

Gaspard Dufaure se encogió de hombros y exhaló un profundo suspiro. Se levantó, seguido del viejo perro ciego. Su esposa había preparado más café, fuerte y cargado. Nathalie se había quedado callada, acurrucada en el sillón, mirándonos a su abuelo y a mí en silencio. Recordará todo esto, me dije. Lo recordará todo.

Su abuelo volvió a sentarse con un gruñido y me dio el café. Miró a su alrededor, a las fotografías descoloridas de la pared, los muebles desgastados. Volvió a rascarse la cabeza y suspiró. Nathalie y yo estábamos a la espera. Por fin habló.

No había vuelto a saber de Sarah desde 1955.

– Les escribió un par de cartas a mis padres. Al año siguiente, envió una tarjeta para anunciar su boda. Recuerdo que mi padre nos dijo que Sarah iba a casarse con un yanqui. -Gaspard sonrió-. Estábamos muy contentos por ella. Pero después ya no hubo más llamadas ni llegaron más cartas, nunca más. Mis padres intentaron localizarla. Hicieron todo lo posible por dar con ella: llamaron a Nueva York, le escribieron cartas, le mandaron telegramas. También trataron de encontrar a su marido, pero nada. Sarah había desaparecido. Fue terrible para ellos. Durante años esperaron una señal, una llamada, una carta. Pero no recibieron nada. Luego mi abuelo murió a principios de los sesenta, y mi abuela le siguió pocos años después. Creo que los dos tenían roto el corazón.

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