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Entonces miró al hombre y se quedó boquiabierta.

Era el policía pelirrojo. Él también la reconoció, y al hacerlo tragó saliva, y la chica notó cómo la gruesa mano que le sujetaba el cuello empezaba a temblar.

– No podéis escapar -dijo el gendarme en tono áspero-. Tenéis que quedaros aquí, ¿entendido?

Era joven, poco más de veinte años, de cuerpo grande y cara sonrosada. La chica se dio cuenta de que estaba sudando bajo el grueso uniforme oscuro. La frente y el labio superior le brillaban húmedos, no hacía más que parpadear y cambiaba el peso de un pie a otro.

La chica se dio cuenta de que no le tenía miedo. En lugar de eso, sentía una especie de extraña compasión por el policía que a ella misma le resultaba desconcertante. Le puso la mano en el brazo, y él se quedó mirándola sorprendido y avergonzado. Ella le dijo:

– Se acuerda de mí.

No era una pregunta, sino la constatación de un hecho.

Él asintió, enjugándose con los dedos el sudor que tenía debajo de la nariz. La chica sacó la llave del bolsillo y se la enseñó, sin que le temblara la mano.

– ¿Se acuerda de mi hermano pequeño? -preguntó ella-. Un niño rubio, con el pelo rizado.

El policía asintió de nuevo.

– Tiene que dejarme marchar, monsieur. Es mi hermano pequeño, y está en París, solo. Le encerré en el armario porque pensé que… -Se le quebró la voz-. ¡Pensé que allí estaría a salvo! ¡Tengo que volver! Déjeme salir por ese agujero. Puede fingir que nunca me ha visto, monsieur.

El hombre miró hacia atrás, a los barracones, como si temiera que alguien pudiese venir, o que alguien los viera o escuchase su conversación.

Después volvió a mirar a la chica llevándose un dedo a los labios, arrugó el gesto y meneó la cabeza.

– No puedo hacerlo -susurró-. Tengo órdenes.

La chica le puso la mano en el pecho.

– Por favor, monsieur -insistió en voz baja.

A su lado, Rachel sorbía, con la cara llena de sangre y lágrimas. El hombre volvió a mirar atrás una vez más. Parecía aturdido. La chica advirtió aquella extraña expresión que había visto en su rostro el día de la redada, una mezcla de compasión, vergüenza y furia.

La chica sentía cómo pasaban los minutos, interminables, pesados como el plomo. En su interior volvían a acumularse los sollozos, las lágrimas, el pánico. ¿Qué iba a hacer si el gendarme las mandaba a Rachel y a ella de vuelta al barracón? ¿Cómo iba a seguir adelante? Se dijo con determinación que no cejaría en su empeño e intentaría escapar de nuevo una y otra vez.

De repente, el policía pronunció el nombre de la chica y le cogió la mano. Su propia palma estaba caliente y húmeda.

– Vete -dijo entre dientes. Tenía el semblante descompuesto y el sudor le goteaba por las mejillas-. ¡Vete ahora mismo! ¡Rápido!

Perpleja, la chica miró aquellos ojos dorados. El policía la empujó hacia la abertura y la obligó a agacharse. Después tiró de la alambrada hacia arriba y empujó a la chica para que pasara. Las púas le pincharon en la frente, y después todo se acabó. La chica se puso de pie a duras penas. Estaba al otro lado: era libre.

Rachel la observaba, sin moverse.

– Yo también quiero irme -porfió Rachel.

– No, tú te quedas -respondió el policía.

Rachel gimió.

– ¡No es justo! ¿Por qué ella sí y yo no? ¿Por qué?

El policía la hizo callar levantando la otra mano. Detrás de la valla, la joven se había quedado paralizada. ¿Por qué Rachel no podía ir con ella? ¿Por qué tenía que quedarse?

– Por favor, déjela venir -dijo la muchacha-. Se lo suplico, monsieur.

Habló en tono sereno y calmado. Ya no era la voz de una niña, sino la de una joven, la voz de una mujer.

El hombre parecía nervioso e incómodo, pero no dudó mucho tiempo.

– Venga, vete -dijo empujando a Rachel-. Rápido.

Sujetó de nuevo la alambrada. Rachel la cruzó a rastras y se reunió con ella, jadeante.

El hombre se palpó los bolsillos, sacó algo y se lo dio a la joven a través de la valla.

– Toma esto -le ordenó.

Ella miró el grueso taco de billetes en su mano, y después se lo guardó en el bolsillo, con la llave.

El hombre volvió a mirar hacia los barracones, con el ceño fruncido.

– Por el amor de Dios, ¡corred! ¡Echad a correr las dos! Si os ven… Arrancaos las estrellas y buscad alguien que os ayude. ¡Tened mucho cuidado, y buena suerte!

La chica habría querido darle las gracias por su ayuda y por el dinero, y también estrecharle la mano, pero Rachel la agarró del brazo y tiró de ella. Corrieron lo más deprisa posible por los trigales altos y dorados, siempre hacia delante, con los pulmones ardiendo, agitando los brazos de forma atropellada. Lejos del campo, lo más lejos posible de aquel lugar.

Cuando llegué a casa me di cuenta de que llevaba un par de días con náuseas. Estaba tan enfrascada en mi investigación para el artículo sobre Vel' d'Hiv' que no le había concedido importancia, y además la semana anterior acababa de conocer la revelación sobre el apartamento de Mamé. Presté más atención a las náuseas al percatarme de que tenía los pechos más hinchados y que me dolían. Calculé mi periodo. Sí, llevaba retraso, pero ya me había pasado lo mismo varias veces en los últimos años. Al final bajé a la farmacia del bulevar a comprar una prueba de embarazo, sólo para asegurarme.

Cuando apareció la pequeña línea azul, comprendí que estaba embarazada. Embarazada. No podía creerlo.

Me senté en la cocina. Casi no me atrevía a respirar.

Mi último embarazo, cinco años atrás, después de dos abortos, había sido una pesadilla. Al principio tuve dolores y hemorragias, y después descubrí que el cigoto se estaba desarrollando fuera del útero, en una de mis trompas. Me sometieron a una operación bastante complicada, y después sufrí consecuencias muy desagradables, tanto mentales como físicas. Me llevó un buen tiempo superarlo. Me habían extirpado un ovario, y el cirujano me dijo que no creía que pudiera quedarme embarazada de nuevo. Además, ya había cumplido cuarenta años. Recuerdo la desilusión y la tristeza en el rostro de Bertrand. Aunque nunca hablaba de ello, yo lo intuía. El hecho de que nunca quisiera expresar sus sentimientos empeoraba las cosas. Se guardó su disgusto para sí, pero las palabras no pronunciadas crecían como una presencia tangible que se interponía entre nosotros. Yo sólo hablaba de ello con mi psiquiatra, o con mis amigos más íntimos.

Recordé un fin de semana reciente en Borgoña, cuando invitamos a Isabelle, a su marido y a sus hijos a quedarse. Su hija Mathilde tenía la edad de Zoë, y luego estaba el pequeño Matthieu. Bertrand se había quedado prendado de aquel niño, un crío encantador de cuatro o cinco años. Ver cómo mi marido le seguía con la mirada, cómo jugaba con él y lo llevaba a hombros, sonriente pero con una sombra de melancolía en los ojos, me resultaba insoportable. Isabelle me encontró llorando sola en la cocina mientras los demás terminaban de comerse la quiche Lorraine al aire libre. Me abrazó con fuerza, me sirvió una buena copa de vino, encendió el reproductor de CD y me ensordeció con los grandes éxitos de Diana Ross. «No es culpa tuya, ma cocotte, no es culpa tuya. Recuérdalo».

Me había sentido inútil durante mucho tiempo. La familia Tézac se mostró cariñosa y discreta sobre el asunto, pero yo me seguía viendo incapaz de dar a Bertrand lo que más deseaba: un segundo hijo. Y, lo más importante, un varón. Bertrand tenía dos hermanas, pero ningún hermano. Sin un heredero que lo llevara, su apellido se extinguiría. No me había dado cuenta de lo importante que era ese factor para esta familia tan particular.

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